Marzo de 1977
¿Frustrada como madre?
por Claudia T. Goates
¿De dónde proviene toda esta resistencia a la maternidad?”, me pregunté. Una de mis amigas más competentes, acababa de venir a mí con la confesión insólita de que ella se sentía incapacitada para desempeñar su papel de madre. Lo extraño es que otras dos amigas habían venido antes, separadamente pero casi al mismo tiempo, con la misma confesión. (Presumo que como mi esposo es psicólogo de niños, se sintieron obligadas a confesar sus errores antes de que yo misma los advirtiera.) Las tres se quedaron boquiabiertas cuando le dije a cada una que la consideraba una madre ejemplar.
Ana, con cierta vergüenza me confesó: “Detesto los sermones que dan en el programa del Día de la Madre, porque me hacen sentir horriblemente deprimida y culpable. Sé que al contrario, debería sentirme halagada y orgullosa, pero, ¡es que yo simplemente no soy esa clase de madre ideal a la cual ensalzan!”
Durante nuestra última reunión de la Sociedad de Socorro, al llegar el momento para la separación de clases, cuando las madres participantes en la clase de Educación para madres se levantaron para pasar a otra aula, Ruth, una de las mujeres más encantadoras que conozco, se quedó sentada. En respuesta a mi mirada inquisitiva, me susurró: “Hoy voy a quedarme en la clase de Relaciones Sociales. Me es imposible asistir a otra. ¡Ya me siento suficientemente imperfecta sin más recordatorios!”
Rebeca, una mujer extraordinaria y muy admirada por todas sus amistades, siente que ella no es el tipo de mujer que es de por sí una buena madre; sin embargo, ha criado siete hijos sobresalientes.
¿Qué es lo que hace que estas hermanas competentes y espirituales, se sientan inadecuadas para el desempeño de esta tan importante función?
Pensando cuidadosamente acerca de ello, y analizando también mis propios sentimientos, descubrí tres posibles razones:
- La mayoría de nosotros parece juzgarse de acuerdo con lo que ve en otros, y eso ocurre generalmente cuando los “otros” están comportándose en la mejor manera posible. Los vemos cuando están lavados, frotados y pulidos, física y emocionalmente. Pero a nosotros mismos, nos juzgamos de acuerdo a como somos en nuestros peores momentos. Haciéndolo así, por cierto que podemos estar seguros de sufrir en la comparación,
- Oímos a los proponentes del planeamiento de la familia y de la liberación de la mujer, elogiar las virtudes de que ésta no está atada exclusivamente al hogar. He llegado a la conclusión de que estamos siendo subconscientemente influenciadas a tener sentimientos negativos que no podemos explicarnos en términos lógicos.
- Con todo, la razón de más peso es que todas comenzamos la experiencia de la maternidad sin ninguna preparación práctica. Durante la infancia y la adolescencia, las mujeres generalmente vemos todo lo atractivo y nada de lo rutinario de esta aventura, y por lo tanto las primeras dificultades que sufrimos nos hacen sentir como una total fracasada. Personalmente, yo no me había apercibido de que en el proceso maternal al igual que en la evolución del ser humano, hay diferentes etapas de madurez, y que era imposible convertirme en una madre “madura”, sin haber pasado por las etapas intermediarias de la “niñez” y la “adolescencia” de la maternidad. Desearía haber sabido entonces que muchas de las madres a quienes yo admiraba profundamente, también padecían de frustraciones y momentos de decaimiento. Es posible que toda madre, no solamente Ana, Ruth y Rebeca, alguna u otra vez sienta que ha tomado sobre sí más responsabilidad de la que había esperado tener.
Más yo puedo testificar que a aquellas que no esquivan su deber, les espera el verdadero gozo de la maternidad. El Señor no nos da mandamientos, sin preparar la vía para que podamos cumplir con lo mandado (véase 1 Nefi 3:7). Mis propias experiencias y emociones lo comprueban.
Infancia.
Esta etapa principiante de la maternidad se distingue por su idealismo, y, mucho me temo, por su ingenuidad. Cuando tuvimos nuestro primer hijo, tanto mi esposo como yo nos sentíamos felices y entusiasmados. Yo estaba convencida que me iba a convertir en la madre perfecta y criar hijos perfectos. . . Después de todo, ¿no había leído docenas de libros acerca de la crianza infantil? Solamente forzada por circunstancias extraordinarias iba yo a cometer los errores en que veía caer a otras madres. Me sentía muy capaz de cumplir con mi cometido.
Niñez.
Esta época resultó un choque al sistema, al descubrir que criar hijos tenía más bemoles de lo que los libros habían indicado. Por su comportamiento, pronto se me hizo evidente que mis niños no habían leído los mismos libros que yo; mi mente era una colmena de preguntas, y me convertí en una persona inquisitiva, perpleja, e insaciablemente en búsqueda de información. Cuando me hallaba en compañía de madres experimentadas, escuchaba con avidez sus sugerencias y consejos.
Adolescencia.
Si se nos diera el poder de descartar una de las etapas del proceso para adquirir madurez maternal, sería bueno que pudiéramos evitar ésta. Sin embargo, no todas somos lo suficientemente afortunadas como para hacerlo, aun cuando en algunas de nosotras, el proceso sea corto y los síntomas tolerables. A madres con niños pequeños o con uno o dos niños, se les hace difícil creer que esta etapa ocurra; algunas hasta encuentran sacrílego el sólo pensamiento de que verdaderamente una madre se pueda rebelar contra la maternidad, particularmente en contra de los espíritus preciosos que le han tocado en suerte. Una advertencia a aquellas que hallan tales sentimientos inconcebibles: no digáis que jamás os va a ocurrir a vosotras… por lo menos, no lo digáis delante de testigos que puedan recordarlo más adelante, cuando deis voz a tales sentimientos …
La edad a la que cada persona entra en esta etapa, varía grandemente. A mí me tocó el turno después de cinco años de matrimonio y cuatro niños menores de cuatro años. Las rivalidades fraternales que existen normalmente en todos los niños, se acentuaron con la llegada demuestro cuarto hijo; con ello, los otros tres se determinaron a recibir más atención que el bebé, y pusieron en práctica muchos y muy creativos métodos para atraer mi atención, aun cuando con eso, a veces se arriesgaran a atraer también mi ira; siempre estaba cansada, y a menudo impaciente; el horario irregular del bebé hacía que me fuera imposible tener la comida en la mesa cuando los estómagos la reclamaban, y a ese punto, el mal humor comenzaba a invadirme.
A veces, al sentarme a alimentar al pequeñito—que llegó a parecerme la única ocasión que se presentaba durante todo el día para tomar asiento—, pensaba en todos esos libros leídos tan concienzudamente acerca de la crianza de niños, y me aumentaba la indignación. Dudaba de la validez de su contenido y de la idoneidad de los autores, que parecían manejar el tema como si se tratara de una ciencia exacta: “Mediante el uso de tal método se conseguirá tal resultado.” Al nivel de mi consciente, repudié a los autores; mas subconscientemente, me culpaba a mí misma por no ser más competente.
En secreto, anhelaba la libertad. Tenía la certidumbre de que yo no estaba hecha para ser madre, y comencé a esperar con ansia el día en que nuestro pequeño vástago fuera lo suficientemente mayor como para permitirme trabajar en algunas de las cosas que yo sé hacer, quizás proyectos sociales que me ayudaran a mantener el equilibrio emocional. En mi desasosiego, pensé aun en la posibilidad de no tener más hijos, ya que era evidente que no poseía la capacidad para criarlos en la manera que estaba segura el Señor deseaba que lo hiciera.
Madurez.
Esta última etapa del desarrollo está marcada por un testimonio sincero de que la perfección es un proceso que toma toda una vida. En ese proceso debemos aceptar el hecho de que estos sentimientos existen, y aceptarlo con tranquilidad; aceptar el problema y trabajar con calma hacia su solución, en vez de batallar contra él sintiéndonos frustradas e inadecuadas. Varios factores importantes me persuadieron a abandonar mi rebeldía en contra de la madurez:
- Tiempo. Al comienzo de nuestra vida matrimonial, mi esposo trató de enseñarme que el aprender de la vida resuelve más problemas que el aprender de libros. Al nivel intelectual, comprendí esto perfectamente; pero me llevó 15 años aceptar esta verdad al nivel emocional, y poner en práctica el concepto. Solamente la vida misma puede dar esa clase de experiencia.
Otro beneficio del tiempo fue que comencé a ver los resultados de mis enseñanzas. Por años había tratado de enseñar a mis hijos a ser amables y considerados. Me conmovió ver florecer estas virtudes el último Día de la Madre, cuando mi hija de catorce años me sorprendió con el regalo de un vestido que ella misma había hecho. Y a la mañana siguiente, me conmoví doblemente cuando se me presentó con un segundo vestido, cuya terminación la había mantenido en pie la mayor parte de la noche. Pocas cosas me han conmovido tan profundamente como esta muestra de sacrificio y amor.
- Ayuno, oración y el estudio de las Escrituras. Al perseguir diligentemente estas actividades, el Señor parecía guiarme hacia las escrituras que necesitaba leer. Una muy importante la encontré en el Libro de Mormón:
“¡Oh, ese sutil plan del maligno! ¡Oh, las vanidades, flaquezas y necedades de los hombres! Cuando son instruidos, se sienten sabios, y no oyen el consejo de Dios, porque lo menosprecian, suponiendo saber de sí mismos; por tanto su sabiduría es locura, y de nada les sirve. Y ellos perecerán. Pero bueno es ser sabio, si se obedecen los consejos de Dios.” (2 Nefi 9:28-29.)
Me di cuenta entonces de que mi primer gran error estuvo en poner demasiada fe en la sabiduría de los hombres, y no suficiente en el consejo proveniente de la mano de Dios.
La segunda escritura que me tocó muy de cerca está en 2 Nefi 2:11; se traía de la lección de Lehi a Jacob de que debe haber oposición en todas las cosas, y se grabó con fuego en mi corazón. Conocía bien la escritura, la había leído infinitas veces. ¿Por qué nunca la apliqué a mis dificultades maternales? Si tiene que haber una oposición en todas las cosas, ¿no incluiría esto también a la maternidad? Y he aquí; ¡yo había esperado que todo saliera tan fácilmente como ocurre en los cuentos de hadas!
La tercera escritura que hizo impacto fue la enseñanza del rey Benjamín, de que “el hombre natural es enemigo de Dios” (Mosíah 3:19). ¿Por qué esperaba yo que mis niños fueran tan diferentes? Era natural que demostraran algunos rasgos negativos, lo cual no se debía a que fueran anormales o tuvieran una mala madre. En cambio, parte de mi obra y mi gloria sería ayudarles a sobreponerse al “hombre natural” y convertirse en seres espirituales.
La cuarta escritura que me ayudó en este escabroso sendero a la madurez fue el resultado del desaliento de José Smith cuando se encontraba prisionero en la cárcel de Liberty. Allí, el Señor respondió a su súplica: “. . . paz a tu alma. . .” “. . . por todas estas cosas ganarás experiencia, y te serán de provecho. El Hijo del Hombre se ha sometido a todo esto. ¿Eres tú mayor que El?” (D. y C. 121:7; 122: 7-8).
Esto último tuvo un impacto poderoso. ¿Eran justificados mis sentimientos de auto desprecio? ¿Había yo acaso recibido pruebas mayores a las del Profeta? Por cierto que no. En esos momentos recuperé mi sentido de perspectiva.
Mi vida como madre cambió, porque mi actitud cambió primero. Estas escrituras fueron para mí como un espejo que reflejó la verdadera imagen de la transformación que yo debía efectuar. Había tratado de cambiar a mis hijos, cuando era yo quien debía cambiar. Finalmente, me di cuenta de que para convertirme en una madre mejor, tenía primero que convertirme en una persona mejor; de allí en adelante, todo comenzó a caer en su lugar.
En vez de concentrarme en los fracasos, comencé a notar mis éxitos. Recuerdo un pequeño incidente que implantó firmemente este concepto en mí; un domingo, envié a mi niño de cuatro años a su cuarto, a buscar la ropa para prepararse para la Escuela Dominical; quince minutos más tarde, como tardaba en aparecer, fui a averiguar qué lo había detenido, y lo encontré “jugando al básquetbol”, tirando la pelota en el cesto de la ropa sucia. En vez de enojarme con él, exclamé: “¡qué bien! … la embocas todas las veces! ¡Estoy muy impresionada!”. A lo cual me contestó con una tímida sonrisa; “Por eso lo estaba haciendo, para impresionarte”. Me emocioné al pensar en el afecto que lo llevaba a querer impresionarme, aunque yo personalmente, hubiera preferido que lo hiciera trayendo su ropa como le había encargado. También, me complació notar que él tuviera la confianza de expresarme sus sentimientos sin sentirse incómodo. Y pude ver cómo, en mi habilidad para controlar la impaciencia se encontraba la bendición de compartir sentimientos positivos con mis hijos.
Experiencias como ésta me dan fe en que períodos de comparativo estancamiento son también parte del plan del Señor y que, con su ayuda, yo puedo convertirme en la clase de madre que Él quiere que sea. El camino será largo y difícil, y sé que de vez en cuando voy a cometer errores en la crianza de mis hijos; pero también sé que puedo llegar a la meta que me he impuesto. Me he dado cuenta de que en el proceso de refinar a mis hijos, yo misma me he ido refinando. La presión me está templando el acero; la fricción está comenzando a pulir los bordes ásperos de mi carácter.
Este es mi testimonio de que el Señor nos ama, de que en verdad, estamos en asociación con El cuándo traemos al mundo estos pequeños espíritus. Nuestra recompensa será grande, no sólo por el resultado final, sino también por el progreso espiritual que experimentemos en el proceso. El Señor dejó el mundo incompleto, con muchas lecciones para enseñar, muchos testimonios que aún no se han formado, muchas habilidades a medio desarrollar, a fin de que podamos a nuestra vez participar en su obra y, por lo tanto, compartir su gloria.
No sólo es el resultado final compensatorio de por sí, sino que también los medios que utilicemos en pos de esa meta nos refinarán y purificarán al punto que, cuando veamos a nuestro Padre Celestial nuevamente, Él pueda recibirnos con total aprobación.
La hermana Claudia Tidwell Goates es miembro del Comité de Desarrollo Didáctico de la Iglesia.
























