Los profetas de nuestros días

1977 Conferencia de Área en la ciudad de Santiago, Chile
Los profetas de nuestros días
por el presidente Spencer W. Kimball
Sesión General de la tarde

Spencer W. KimballAmados hermanos, éste es un día glorioso. Nunca olvidaremos las ocasiones en que las Autoridades Generales de la Iglesia nos reunimos con los miembros en esta parte del mundo, porque son maravillosas. Esperamos que no volváis nunca a ser los mismos que erais antes de esta conferencia, que apliquéis todas las verdades que habéis oído aquí a vuestra vida, a fin de perfeccionarla.

Hermanos, cada jueves la Primera Presidencia y los Doce Apóstoles de la Iglesia nos reunimos en el Templo del Señor. Allí nos arrodillamos en oración para rogar por todos vosotros, los miembros de la Iglesia, y especialmente por vuestros líderes. Después de participar del sacramento, elevamos al Señor una oración especial, suplicándole fervientemente que bendiga a los líderes en todas las naciones del mundo y las lleve a la luz de la conversión. Queremos que sepáis que estáis en nuestro corazón constantemente y que, aunque no visitamos Chile con mucha frecuencia, jamás os olvidamos y oramos siempre por vosotros.

En casi todas las conferencias de área tenemos una conferencia de prensa en la cual informamos a los diferentes medios de comunicación sobre nuestras creencias, a fin de que ellos puedan hacerlas conocer al mundo. Y en casi todas ellas alguien nos pregunta cuál es la diferencia entre nuestra Iglesia y las demás; por supuesto, inmediatamente mencionamos el bautismo por inmersión, la imposición de manos para comunicar el don del Espíritu Santo, la preordinación, y muchas otras partes de nuestra doctrina que difieren de todas las demás.

Pero sabemos que hay algo mucho más importante. El profeta Amos dijo: “Porque no hará nada Jehová el Señor, sin que revele su secreto a sus siervos los profetas” (Amos 3:7). Es evidente que esto no puede cambiar, porque Dios es siempre el mismo, en el pasado, el presente y el futuro; habiendo existido profetas en el tiempo de Adán, Abraham y Moisés, no hay razón alguna para que no los haya en el mundo en nuestros días.

Los pueblos de la época de Abraham, de la de Moisés, de la de Pedro, Santiago y Juan, recibieron instrucciones de maestros celestiales; el Señor comenzó su obra con apóstoles y profetas. A través de todas las generaciones Él siempre había levantado profetas.

El hombre recibió su libre albedrío al venir a la tierra, pero es necesario que se le enseñe y se le capacite poco a poco, porque el conocimiento no penetra en él súbitamente. Desde el principio de los tiempos, el ser humano ha vivido en forma alternada en luz y tinieblas. Pero el deseo del Señor es que sus hijos vivan en la luz, y con ese propósito ha elegido profetas para que los guíen, dirijan e inspiren.

Cuando el hombre siente hambre espiritual, cuando trata de alcanzar algo que no encuentra, cuando sus rodillas se doblan y su voz comienza a musitar una oración, sólo entonces es que el Señor se da a conocer. Entonces es cuando borra los límites, aparta el velo y hace posible que salgamos de las tinieblas donde andamos a tientas, a la seguridad de su luz eterna.

Una época así fueron los días en que Abraham estuvo en la tierra. La mayoría de las personas que lo rodeaban eran idólatras y adoraban ídolos de piedra y madera. El Señor llamó a Abraham para que fuera su Profeta y le dijo: “…he descendido para librarte y para llevarte de la casa de tu padre y de toda tu parentela a una tierra extraña de la cual nada sabes” (Abr. 1:16).

Moisés vivió en la luz y la dignidad. En esa época su pueblo estaba en Egipto, y vivía en la esclavitud; lo más importante para ellos era tener alimento para llevarse a la boca y para dar de comer a sus hijos. El Señor no era feliz con los sufrimientos de su pueblo, por lo que mandó a Moisés que los sacara al desierto y fuera al Monte Sinaí, donde El mismo le dio instrucciones para gobernarlos. Así fue como llamó un nuevo Profeta, tal como había hecho con Abraham en su época. (Véase Éxodo, capítulos 1 al 20.)

Hubo después un largo período, la época del obscurantismo, en el que la iglesia no estuvo organizada; pero el Señor jamás olvidó a su pueblo. Él envió a Isaías, a Jeremías, a Ezequiel y oíros, para que siempre hubiera un portavoz suyo en la tierra, que escribiera sus mensajes y por medio de quien pudiera El hablar a sus hijos. Aquellos mensajes se conservaron, y así tenemos hoy el Antiguo Testamento, enorme tesoro de las revelaciones de Dios a su pueblo por intermedio de sus profetas. Uno de éstos, que tuvo poder para ver épocas futuras, predijo que llegaría un tiempo en que no habría profetas en la tierra y la oscuridad espiritual prevalecería.

El Señor Jesucristo mismo estableció su iglesia en la tierra, esta Iglesia a la cual vosotros pertenecéis. Apenas había empezado su ministerio, un día que pasaba junto al Mar de Galilea, vio allí un grupo de hombres; se acercó a ellos y les dijo: “Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres” (Mat. 4:19). Y aquellos rudos hombres, se llenaron con el Espíritu, y siguieron a Jesús; lo siguieron por colinas y valles; cruzaron ríos y atravesaron montañas en pos de su Maestro. Asombrados y maravillados, lo contemplaron mientras bendecía y sanaba a aquellos que creían en Él; lo siguieron hasta el pie de la cruz, donde fue cruelmente asesinado y después, siguieron su cuerpo hasta la tumba donde le dieron sepultura. Al tercer día se enteraron de que vivía, con aquel mismo cuerpo que había tenido en la tierra; y tal como lo había prometido a sus apóstoles y profetas, volvió y se dio a conocer a los hombres.

Cuando sostenemos a los Apóstoles y la Primera Presidencia de la iglesia, los sostenemos como profetas, videntes y reveladores, porque esa fue la autoridad que se dio desde el principio a los Doce Apóstoles de Jesucristo.

A medida que avanzamos en la historia, generación tras generación, vemos que se organizaron cientos de diferentes religiones, de acuerdo con los caprichos del hombre. En estas iglesias no había apóstoles ni profetas, y otra vez la oscuridad descendió sobre la tierra; durante casi dos mil años no hubo profetas que hubiesen sido llamados por Dios y su Hijo Jesucristo, y que pudieran comunicarse con ellos y llevar a cabo su obra.

Así llegó el año 1820. Colón había descubierto esta tierra de América hacía ya varios siglos, y en ella había una nación que gozaba de completa libertad religiosa; ya estaba todo preparado para que el Señor pudiera restaurar su Iglesia, la cual, a partir de aquel día, empezó a florecer. Una vez más había un hombre que era un Profeta del Señor y a quien se le dieron cientos de revelaciones. La Iglesia fue restaurada y la doctrina reestablecida; una vez más, el hombre empezó a buscar a su Padre Celestial.

Cuando José Smith, el primer Profeta de esta dispensación, fue asesinado, Brigham Young ocupó su lugar, por revelación de Dios; así fueron sucediéndose los profetas y el duodécimo Presidente de la Iglesia es hoy el Profeta, Vidente y Revelador para toda la Iglesia.

Siempre que cantéis el himno “Te damos, Señor, nuestras gracias”, os pedimos que recordéis que José Smith era nuestro Profeta, que Pedro, Santiago y Juan fueron profetas y formaron una vez la Presidencia de la Iglesia; y que ellos, y Abraham, Isaac, Jacob y todos los demás, son los profetas por los cuales agradecemos en ese himno.

Hermanos, el Señor continúa revelando su voluntad al mundo. Con mis dos maravillosos consejeros, el presidente Tanner y el presidente Romney, nos reunimos con el Consejo de los Doce Apóstoles, quienes también son profetas, y hacemos nuestro máximo esfuerzo por conducir la Iglesia en la dirección en que debe ir, tanto en lo que se refiere a doctrina como a práctica. Por supuesto que el Señor no hará nada sin revelar su voluntad a sus siervos, los profetas.

Me gustaría contaros una anécdota. El presidente David O. McKay fue Presidente de la Iglesia durante muchos años; era un gran Profeta del Señor. Fui una oportunidad en que visitó América del Sur fue a Buenos Aires, donde fue recibido en el aeropuerto por algunos periodistas; hubo uno de ellos que desde allí’, se fue al teatro donde el Presidente dirigiría la palabra al público. Después se dirigió a las oficinas del periódico, donde escribiría un artículo para imprimir en el diario. Pero no escribió ningún artículo, sino que permaneció sentado en su lugar, la máquina de escribir silenciosa, y la mirada perdida en el vacío.

Como pasaban las horas y el artículo no aparecía, el director del periódico fue a ver qué sucedía. Al verlo allí sentado sin hacer nada, le preguntó: “¿Qué te pasa? ¿Te vas a quedar todo el día sentado ahí, con la mirada perdida? ¿Dónde está el artículo?” El periodista hizo un esfuerzo para hablar y le respondió: “¡Hoy he visto a un Profeta de Dios!”. Jamás había habido nada que lo conmoviera tanto como aquello.

El presidente McKay, el presidente Lee, el presidente Smith, y iodos los demás presidentes de la Iglesia en el pasado, al igual que todos los que me sigan en el futuro, han sido o serán profetas del Señor. Podéis estar seguros de ello.

El presidente Wilford Woodruff dijo en una oportunidad: “No todas las veces que un profeta habla, usa las palabras ‘Así dice el Señor’. Pero quiero que todos sepan que esta Iglesia está dirigida por profetas de Dios”.

Mis queridos hermanos, hoy hemos pasado hermosos momentos juntos. Habéis recibido aquí muchas verdades, habéis oído muchos testimonios; agregad a éstos el vuestro. Dejamos con vosotros las bendiciones del Señor y nuestra propia bendición, rogando que El bendiga vuestro hogar y vuestra familia, en el nombre de Jesucristo. Amén.

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