El gozo de ser miembro de la Iglesia

9 de marzo de 1975, Conferencia General de Área en Buenos Aires
El gozo de ser miembro de la Iglesia
por el élder Angel Abrea
Representante Regional de los Doce Apóstoles

Ángel Abrea«Ya regocijemos dice el himno que acabamos de entonar y sin duda tenemos sobrados motivos para hacerlo.

Cómo no vamos a regocijarnos si parecería que este trascendente evento de la Conferencia nos reuniera para recordar que 50 años atrás, en la mañana de la Navidad del año 1925, el élder Melvin J. Ballard, junto con un pequeño grupo de hermanos, en un parque a pocas cuadras de donde estamos reunidos, iluminados por los nacientes rayos del sol que se filtraban por unos viejos sauces llorones, en su oración dedicatoria expresaba: «Y ahora, ¡Oh! Padre, por la autoridad de la bendición y designación del Presidente de la Iglesia y por la autoridad del santo apostolado que poseo, doy vuelta la llave y abro la puerta para la predicación del Evangelio en todas las naciones de Sudamérica.»

En esa Navidad del año 1925 nacía la Misión Sudamericana y todavía resuenan las palabras que el mismo élder Ballard expresara poco tiempo después en una de las primeras reuniones regulares que se efectuaban en la recién establecida misión: «La obra del Señor crecerá lentamente por un tiempo aquí, tal cual crece un cedro de la bellota. No germinará en un día como lo hace el girasol que crece rápidamente y luego muere. Pero miles se unirán a la Iglesia aquí. Será dividida en más de una misión y será una de las más fuertes en la Iglesia. La Misión Sudamericana será un poder en la Iglesia.»

Y como cumplimiento de esa profecía, de lo que fue hace 50 años la Misión Sudamericana, surgen hoy, decenas de misiones y estacas, y miles de miembros; y recién estamos en los albores de cosas aún más grandes.

¿Acaso no es motivo de regocijo la fortaleza que muestran las estacas y los barrios que continuamente se organizan en los australes países de América? Hombres de fe dispuestos a servir al Señor; hombres y mujeres que habiendo recibido las «buenas nuevas,» dan testimonio de las palabras de José Smith cuando dijo: «Una religión que no quiere el sacrificio de todas las cosas nunca tiene el poder suficiente para producir la fe necesaria para guiar hacia la vida y la salvación.»

Y allí, en ese modo de vida, sus corazones se regocijan y renuevan el espíritu que les anima.

Sí, ¿cómo no vamos a regocijarnos cuando vemos una creciente legión de nuestros jóvenes misioneros que están predicando el Evangelio a sus compatriotas? Jóvenes impulsados por testimonios ganados en hogares que se esfuerzan por vivir de «cada palabra que sale de la boca de Dios.»

¿Y no sentís vosotros, que habéis viajado largas distancias, con grandes sacrificios económicos, el gozo que proviene de ser parte de esta vasta congregación? ¿No es el escuchar a los oráculos del Señor una retribución en exceso por aquellos sacrificios?

¿Os imagináis vosotros, joven pareja, que trajisteis con grandes dificultades a vuestro pequeño hijo a escuchar al Profeta, cuando al pasar los años, tal vez en una misión, ese hijo, ya un hombre, llegue a decir: «Cuando era niño, mis padres me llevaron a escuchar al Presidente de la Iglesia. Esto es algo que aún hoy recuerdo como un motivo que fortalece mi testimonio.» ¿No será motivo de regocijo? Esto es sembrar para el futuro, esto es gozar por anticipado las bendiciones que vienen de lo alto.

Se han quedado grabadas en mi mente las palabras de una joven miembro de la Iglesia, casi una niña, quien a los pocos días de haber fallecido su madre y en medio de una serie de dificultades y problemas, me decía: «Mis lágrimas no son de desconsuelo o desesperanza, siento la partida de mamá, pero yo sé que voy a volver a verla. Tan segura como que yo vivo, yo sé que volveré a ver a mi madre, porque ella así me lo enseñó.»

O las palabras de un padre recientemente bautizado en la Iglesia, quien casi conteniendo las lágrimas me decía: «Mi hijo ha fallecido, pero tengo la seguridad que junto con mi esposa nos reuniremos con él en la vida venidera.»

Sí, yo sé que aún en las lágrimas tenemos motivos para agradecer a nuestro Padre Celestial.

Esto nos hace recordar la escena que se relata en el Libro de Mormón, cuando el Salvador visitó a este continente luego de su resurrección: «Y sucedió que cuando Jesús hubo concluido de orar al Padre, se levantó; pero tan grande fue el gozo de la multitud, que quedaron rendidos. Y sucedió que Jesús les habló, mandando que se levantaran. Y se levantaron del suelo, y entonces les dijo: Benditos sois a causa de vuestra fe. He aquí, ahora es completo mi gozo. Y cuando hubo pronunciado estas palabras, lloró y la multitud dio testimonio de ello; y tomó a sus niños pequeños, uno por uno, y los bendijo, y rogó al Padre por ellos. Y cuando hubo hecho esto, lloró de nuevo» (3 Nefi 17:18-22).

Y a usted, que tal vez esta Conferencia haya sido el medio que lo introdujo en el conocimiento de la Iglesia Mormona, permítame decirle que también usted puede participar de este gozo que proviene de vivir y conocer el Evangelio, y a su vez unirse a los que se preguntan: ¿Cómo no vamos a regocijarnos de ser miembros de una Iglesia que nos enseña cuál fue el lugar de nuestra partida para venir a este mundo, nos señala la razón de nuestro estado en esta tierra haciéndonos vislumbrar la magnificencia de una eterna existencia después de esta vida si vivimos de acuerdo con los mandamientos del Señor?

¿Cómo no vamos a regocijarnos si somos miembros de una Iglesia cuyos sacerdotes reclaman poseer autoridad divina?, esto dicho en su sentido literal, de la misma forma como lo reclamaban en los tiempos de Cristo?

¿Cómo no vamos a regocijarnos si la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, practica las ordenanzas de la misma forma como se efectuaban entre los santos del Nuevo Testamento?

¿Cómo no vamos a regocijarnos si pertenecemos a una Iglesia que practica la ordenanza del bautismo por inmersión para la remisión de los pecados, y la imposición de manos para conferir el Espíritu Santo, todo esto hecho por aquellos que tienen la autoridad necesaria?

¿Cómo no agradecer al Señor el gozo que significa ser miembros de una Iglesia que posee la misma organización que poseían los primitivos santos, es decir, apóstoles y profetas, varios de los cuales se encuentran aquí hoy?

¿No nos regocijaremos por pertenecer a una Iglesia que enseña que Dios, nuestro Padre Celestial, es un ser personal, a cuya imagen fue creado el hombre y que Jesucristo es el Unigénito del Padre?

¿No será el nuestro un gozo real por ser parte de un pueblo que posee una comprensión verdadera y basada en las escrituras en lo que respecta al sacrificio de Cristo, y que mediante su expiación, los que hayan sido obedientes a la ley del Evangelio, alcanzarán inmortalidad y vida eterna?

¡Cuánto es nuestro gozo por conocer de la resurrección literal de la carne, y que después de ello todos los hombres comparecerán ante el tribunal de Cristo y que luego de juzgados serán recompensados con un lugar en algunas de las «moradas de mi Padre»!

Sí, somos un pueblo que tiene motivos para regocijarse y a manera de testimonio, permitidme deciros que yo sé que la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es el medio idóneo para llevar el gozo a los hombres que, como lo expresara el presidente Brigham Young: «Nuestra religión… libera la mente humana de las tinieblas de la ignorancia y confiere sobre el hombre esa inteligencia que brota de los cielos capacitándole para comprender todas las cosas. Trae la paz a todos los hombres y la buena voluntad a los habitantes de la tierra. Impulsa a los seres humanos a cultivar la justicia y la paz; a vivir en paz en el seno de sus familias, a alabar a Dios mañana y tarde; a orar con sus familias» y que si vosotros y yo vivimos de acuerdo con el evangelio nuestro gozo será tal cual leemos en Doc. y Con. 27:15, 18:

«Por lo tanto, alzad vuestros corazones y regocijaos y ceñid vuestros lomos y tomad sobre vosotros toda mi armadura, para que podáis resistir el día malo, habiéndose hecho todo para que podáis resistir el día malo, habiéndose hecho todo para que podáis permanecer. . . sed fieles hasta que yo venga, y seréis arrebatados hasta arriba, para que donde estoy, vosotros también estéis».

En el nombre de Jesucristo, Amén.

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