8 de marzo de 1975, Conferencia General de Área en Buenos Aires
La Iglesia y el hogar
por el élder Franklin D. Richards
Ayudante del Consejo de los Doce,
Mis queridos hermanos y hermanas; Con gran humildad he aceptado la asignación de hablaros y estoy seguro que todos hemos sido inspirados y fortalecidos. Estoy seguro que después de haber escuchado los importantes mensajes de amonestación y consejo de nuestros profetas, será un estímulo para nosotros. Es un placer estar de vuelta en Sudamérica con vosotros, y ruego que el Señor nos bendiga con su Espíritu mientras os hablo.
Discutiendo asuntos relacionados a los padres, el hogar y la Iglesia, frecuentemente surge la pregunta «¿Qué está primero, el hogar o la Iglesia?»
El élder John A. Widtsoe dijo que «ninguno está primero. Son uno solo.» (Evidences and Reconciliaiions, p. 318) Ambos, el hogar y la Iglesia son parte del plan de salvación del evangelio.
Nuestro Padre Celestial nos ha permitido, como padres, colaborar con El en traer a sus hijos espirituales a esta tierra. ¡Qué bendecida relación!
El presidente J. Reuben Clark dijo;
«Somos responsables por el tabernáculo moral de ese espíritu; y. . . el niño virtualmente responde a la invitación de aquellos que lo engendran… Es vuestra la responsabilidad de ver que ese espíritu no pierda la oportunidad de probar su dignidad y rectitud al vivir en este segundo estado.
. . . Padres, no podéis privar de esa responsabilidad a nadie. . . La Iglesia no puede tomar la responsabilidad de enseñar a vuestros hijos, siendo que ésta es sólo vuestra. La Iglesia puede ayudar, y debería ser la ayuda más grande; y somos negligentes si como Santos de los Últimos Días a como organización de la Iglesia no proveemos esa ayuda.
Pero más que ésta. . . es la familia, y como padres tenemos la responsabilidad de cumplir con todas nuestras obligaciones al respecto.» (Church News, feb. 1a de 1975.)
Como padres, pienso que no solamente tenemos responsabilidades frente a nuestros hijos, sino frente a nosotros mismos. Somos responsables de salvar primeramente nuestra propia alma.
El Salvador enseñó que el gran mandamiento era amar a Dios y el siguiente amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. (Véase Mateo 22:36-39.)
Frente a nosotros tenemos la responsabilidad de desarrollar el máximo potencial, para vivir de tal manera que seamos dignos de volver a la presencia de nuestro Padre Celestial. Sin embargo, esta meta no puede alcanzarse a través de un egoísta interés personal, sino sólo por el servicio a nuestro Padre Celestial y a nuestros semejantes.
El matrimonio es instituido por Dios (D. y C. 49:15), para el progreso y la protección de la familia.
En él, un hombre y una mujer con unidad de propósito, pueden juntar sus poderes y esfuerzos para la realización de grandes logros.
Cuando los padres se apoyan y cooperan mutuamente, ya sea en el hogar, en la Iglesia, en otras actividades o en el desarrollo de sus talentos, se fortalecen y avanzan con gran fuerza, valor y determinación de llevar a cabo sus metas.
Para que esta relación sea efectiva y completa, necesitamos que nuestro Padre Celestial sea parte de ella, ayudándonos y guiándonos en nuestros planes y en la diaria realización de los mismos. Es su Espíritu quien da fuerzas y un gran propósito a todo lo que hacemos.
En síntesis, entre nuestras responsabilidades frente a nosotros mismos se incluye: vivir los principios del evangelio, mantener una relación matrimonial feliz y edificar el Reino de Dios. . . sin rechazar nunca la oportunidad de servir, Al hacer estas cosas, seremos felices y tendremos más éxito en ayudar a nuestra familia a progresar y desarrollarse en una forma apropiada.
Con respecto a las responsabilidades de los padres hacia sus hijos, en un hogar que conozco muy bien, hay una placa que dice: »Cuidémonos unos a otros para que podamos estar juntos en el cielo».
Cada niño tiene derecho a tres cosas fundamentales: Primero, un nombre respetable; segundo, un sentimiento de seguridad; y tercero, oportunidades para desarrollarse. Entre éstas, no cuentan para nada herencias de propiedades o de dinero, o una alta posición social.
Un nombre bueno y honorable es algo que cada hombre o mujer debe transmitir a sus hijos. El profeta Nefi dijo con orgullo: «Nací de buenos padres». (Véase 1 Nefi 1:1.)
El niño experimenta una sensación de seguridad cuando sabe que lo aman y que es una parte importante en la familia. Cada gesto de cariño, y la oportunidad de compartir las obligaciones y responsabilidades de la familia reafirman ese sentimiento. El amor que sus padres sienten el uno por el otro influye mucho para que el niño se sienta seguro.
Una de las razones más importantes por las cuales hemos venido a esta tierra es desarrollarnos física, mental, moral y espiritualmente. Cada hogar tiene la responsabilidad de dar a sus miembros toda oportunidad posible para ese desarrollo. Generalmente los padres se preocupan porque sus hijos tengan la comida, los ejercicios y las cosas necesarias para un buen desarrollo físico. Hacen sacrificios para ayudarles a recibir una buena educación; pero, ¿tienen la misma diligencia para ayudarles a obtener, un alto nivel moral y dignos ideales?
Hay específicamente varias cosas que, como padres, podemos hacer para ayudar a nuestros hijos.
Debemos ser un buen ejemplo.
Debemos tener nuestras noches de hogar. Se nos ha prometido que si realizamos las noches de hogar con regularidad, habrá más amor y comprensión entre todos los miembros de la familia. Estas bendiciones son vitales para el bienestar de la familia. Propongámonos esta noche, cada uno de nosotros, comenzar a tener la noche de hogar y recibir esas bendiciones.
Los padres debemos enseñar a nuestros hijos la importancia de estudiar las escrituras.
Debe enseñárseles el valor de la oración personal y familiar. He observado que el dicho, «las familias que oran juntas, permanecen juntas», es verdadero.
Debemos inculcar en nuestros hijos buenos hábitos de trabajo y el valor de pagar el diezmo de sus entradas.
Debemos ayudarles a prepararse para ir a una misión y para casarse en el templo. Debemos mostrarles cómo podemos ser misioneros todos los días.
A veces debemos disciplinarlos, pero cuando lo hagamos, recordemos lo que el Señor nos ha dicho con respecto a esto: «Reprendiendo a veces con severidad, cuando lo induzca el Espíritu Santo, y entonces demostrando amor crecido hacia aquel que has reprendido, no sea que te estime como su enemigo; Y para que sepa que tu fidelidad es más fuerte que el vínculo de la muerte» (D. y C. 121:43-44).
Debemos reconocer que no podemos vivir la vida de nuestros hijos, y aun cuando desearíamos que todos ellos vivieran fielmente los principios del evangelio no todos lo hacen. Todos estamos familiarizados con la hermosa parábola del hijo pródigo que nos dejó nuestro Señor y Salvador.
Un hombre tenía dos hijos: uno de ellos se quedó en la casa y era un buen muchacho; el otro, dejó su hogar, se fue a una provincia muy apartada y vivió en forma desenfrenada. Finalmente, el sufrimiento le hizo darse cuenta de las bendiciones que tenía en su hogar y volvió, esperando ser aceptado como un sirviente.
A su llegada, el padre no lo condenó ni consideró siquiera la idea de tomarlo como sirviente, sino que preparó una gran fiesta para darle la bienvenida.
Se nos ha dicho que la vida después de ésta será más hermosa de lo que nosotros podríamos imaginar. Pero para asegurarnos tan maravilloso futuro es mucho lo que debemos hacer en esta vida. El presidente McKay nos aconsejó que hiciéramos de nuestro hogar «un pedacito de cielo en la tierra», con todo el amor, el interés y la preocupación de los unos por los otros, que sean necesarios para ese pedacito de cielo en la tierra.
El presidente Stephen L. Richards dijo: «Uno de los principios más hermosos del evangelio es la naturaleza eterna de la familia». Amando a nuestros hijos como los amamos, ¿puede cualquier padre o madre pensar en el cielo si no tiene sus hijos con ellos?
Padres, seguid a los líderes de la Iglesia y no rehuséis jamás una oportunidad de servir. Si los miembros de una familia se apoyan el uno al otro, el Señor los bendecirá y podrán llevar a cabo las responsabilidades de su familia y al mismo tiempo, magnificar sus llamamientos en la Iglesia.
Os dejo otra vez mi testimonio de que Dios vive y que Jesús es el Cristo, nuestro Redentor y Salvador. Sé que José Smith fue un Profeta, un instrumento en las manos del Señor para restaurar en su totalidad el evangelio y el poder de actuar en el nombre de Dios. También sé que el presidente Spencer W. Kimball es un gran Profeta que recibe revelación de los cielos para guiar y dirigir hoy en día el Reino de Dios sobre la tierra. Lo quiero y lo apoyo. Que todos tengamos la sabiduría y determinación de seguir su consejo y que el Señor lo bendiga y lo sostenga en su maravillosa vida, lo ruego en el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Amén.























