9 de marzo de 1975, Conferencia General de Área en Buenos Aires
“Si me amáis, guardad mis mandamientos»
por el élder L. Tom Perry
del Consejo de los Doce Apóstoles
Cuánto gozo siento de estar aquí con vosotros en esta grandiosa ocasión y saludaros como hermanos eternos. Sabemos que todos tenemos el mismo Padre amante en los cielos. Las diferencias que puedan existir entre nosotros por no hablar el mismo idioma o vivir en distintas partes del mundo, desaparecen por completo ante el espíritu que nos une. Porque aquí nos abrazamos como hermanos y expresamos el amor que sentimos unos por otros, y el gran don que hemos recibido en común mediante el evangelio de Jesucristo.
Deseo hablar hoy sobre nuestro Salvador. Quisiera repasar con vosotros las cosas relacionadas con las últimas horas que El pasó sobre la tierra, cuando se reunió con sus discípulos y los preparó para llevar adelante la obra después de su partida. Como sucede a menudo, es a veces en los períodos de gran tensión y pruebas cuando estamos más predispuestos a aprender. Creo que así sucedió con sus discípulos en aquellos momentos. En el Evangelio según San Juan, en los capítulos 13 y 14, hallamos un relato de esas horas finales que el Salvador pasó con ellos antes de la crucifixión, durante la festividad de la Pascua. Se trata de una escena conmovedora en la que El Ies expresó su amor y trató de hacerles comprender su ministerio y el sacrificio que hacía por toda la humanidad. Los discípulos estaban llenos de tristeza y ansiosos por aprender todo lo que pudieran en aquellas últimas horas con Él. Nos dice Juan:
«Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que su hora había llegado para que pasase de este mundo al Padre, como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin…
se levantó de la cena, y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó.
Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla con que estaba ceñido.
Entonces vino a Simón Pedro; y Pedro le dijo: Señor, ¿tú me lavas los pies?
Respondió Jesús y le dijo: Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas lo entenderás después.
Pedro le dijo: No me lavarás los pies jamás. Jesús le respondió: Si no te lavare, no tendrás parte conmigo.
Le dijo Simón Pedro: Señor, no sólo mis pies, sino también las manos y la cabeza» (Juan 13:1, 4, 5-9). Después de lavarles los pies, el Salvador les enseñó una gran lección sobre sus responsabilidades hacia la posición que ocupamos en la vida. Les dijo:
«Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy. Pues, si yo, el Señor y Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros.
Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis.
De cierto, de cierto os digo: El siervo no es mayor que su señor, ni el enviado es mayor que el que lo envió» (Juan 13:13-16).
Durante todo su ministerio el Salvador enseñó que la posición que alcancemos no se acerca ni siquiera en importancia al servicio mismo que podamos prestar en esa posición. Como sucedió cuando la madre de los hijos de Zebedeo fue a Él con sus hijos, y le pidió algo, y Él le preguntó: «¿Qué quieres? Ella le dijo: Ordena que en tu reino se sienten estos dos hijos míos, el uno a tu derecha, y el otro a tu izquierda» (Mateo 20:21).
El Salvador no le dio esperanzas de ver realizado su deseo, pero respondió:
«Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad.
Más entre vosotros no será así, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor;
y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos» (Mateo 20:25-28).
¡Qué lección tan admirable para los que dirigen!
Aun en nuestros días el Señor ha dejado registrada en Doctrinas y Convenios esta advertencia:
«Hemos aprendido por tristes experiencias que la naturaleza y disposición de casi todos los hombres, al obtener, como ellos suponen, un poquito de autoridad, es empezar desde luego a ejercer injusto dominio.
Por tanto, muchos son llamados, pero pocos son escogidos.
Ningún poder o influencia se puede ni se debe mantener, en virtud del sacerdocio, sino por persuasión, longanimidad, benignidad y mansedumbre, y por amor sincero; Por bondad y conocimiento puro, lo que ennoblecerá grandemente el alma sin hipocresía y sin malicia:
Reprendiendo a veces con severidad, cuando lo induzca el Espíritu Santo, y entonces demostrando amor crecido hacia aquel que has reprendido, no sea que te estime como su enemigo; Y para que sepa que tu fidelidad es más fuerte que el vínculo de la muerte» (D. y C. 121:39-44.)
¡Qué gran lección es ésta!
Aparte de esta lección, las Escrituras registran algunas de las más grandes enseñanzas que la humanidad ha recibido. El Salvador enseña y responde a las preguntas de sus discípulos de aquella época particular:
«Hijitos, aún estaré con vosotros un poco. Me buscaréis; pero como dije a los judíos, así os digo ahora a vosotros: A donde yo voy, vosotros no podéis ir. Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros.
En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros» (Juan 13:33-35.)
Estos son los rasgos distintivos del que lo sigue a El:
Los que son sus discípulos pueden ser fácilmente reconocidos por sus acciones. Dejan una imagen grabada en aquellos con quienes se asocian. Siempre he contemplado con interés el cambio que se opera en la apariencia de los que aceptan el evangelio del Señor.
Recuerdo a un joven a quien los misioneros bautizaron cuando yo era presidente de estaca. Cuando lo conocí me sorprendió que lo hubieran bautizado; estaba sin afeitar, y con el cabello largo y enmarañado; tenía la ropa sucia y usaba una especie de collar metálico en el cuello. Al ponerme a conversar con él, noté que era evidente que había captado el mensaje del evangelio, aunque su apariencia indicara lo contrario. Con toda diplomacia, traté de insinuarle que cambiara de aspecto, y descubrí que estaba dispuesto a probar. Con el correr de las semanas se iba operando un profundo cambio. A medida que comenzó a asistir a las actividades de grupo con los jóvenes adultos, empezó a sentirse fuera de lugar con su falta de aseo y trató de cambiar para ajustarse a su nuevo ambiente. La siguiente ocasión en que lo encontré, tuvieron que presentármelo para que lo reconociera. Tenía un aspecto tan fresco, limpio y atractivo como cualquiera de nuestros misioneros; pero más importante aún que su apariencia física era la nueva luz que iluminaba sus ojos y la nueva mirada de su rostro. Lo rodeaba una aureola que era claramente visible.
«Porque viviréis con cada palabra que sale de la boca de Dios.
Porque la palabra del Señor es verdad; y lo que es verdad, es luz; y lo que es luz, es Espíritu, aun el Espíritu de Jesucristo.
Y el Espíritu da luz a cada ser que viene al mundo; y el Espíritu ilumina a todo hombre por el mundo, si escucha la voz del Espíritu.» (D. y C. 84:44-46)
El Señor les ofreció a sus discípulos gran consuelo y esperanza al ensenarles: «No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí.
En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros.»
Tomás se sintió confundido y preguntó: «Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo, pues, podemos saber el camino?»
Fue entonces cuando el Salvador indicó la vía e iluminó el camino para que el ser humano pueda lograr la vida eterna:
«Yo soy el camino, y la verdad y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí» (Juan 14:1-3,5, 6).
«Yo soy el camino.» Si estamos interesados en lograr la salvación, la exaltación y la vida eterna, debe venir de nuestro Señor el Salvador. Él ha indicado el curso. Debemos seguirlo si es que vamos a regresar a su eterna presencia, con Dios, nuestro Padre Celestial. Debemos aceptar al Salvador y seguir el camino que El marcó para nosotros. Es el único que conduce a la vida eterna.
«Soy la verdad.» Él es la fuente de toda verdad divina. Lo que proviene de Él no tiene errores, contradicciones ni conflicto. Por su propia naturaleza, la verdad es intolerante y exclusiva; se mantiene invencible ante los embates del tiempo y es un ancla a la cual aferrarse en procura de conocimiento. Es eterna y parte de una base: nuestro Señor y Salvador. Por lo tanto, lo que viene de Él, se convierte en nuestro eterno baluarte.
«Soy la vida», dijo El. El vino a la tierra por medio de una madre mortal, lo que lo hizo estar sujeto a la muerte, pero de un Padre inmortal que le dio el poder para alcanzar la inmortalidad y para salvar al género humano de la muerte espiritual y de la temporal mediante su sacrificio. Así es que nosotros le debemos a Él la posibilidad de la vida eterna. Sólo hay una forma de regresar a la presencia de nuestro Padre Celestial y es aceptar a Cristo, creer y obedecer sus leyes, y andar por el camino que Él nos ha indicado.
En la sección 132 de Doctrinas y Convenios se declara esta verdad:
«Yo soy el Señor tu Dios; y te doy este mandamiento: Que ningún hombre ha de venir al Padre sino por mí, o por mi palabra, la cual es mi ley, dice el Señor.»
Pero Felipe, uno de sus discípulos, quería tener una señal segura del Padre y le pidió al Salvador: «Señor, muéstranos el Padre, y nos basta.
Jesús le dijo: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Juan 14:8-9).
Una vez más el Salvador expresa una verdad fundamental. Si El mismo os lo hubiera declarado, el mensaje no sería diferente. La misma verdad y los mismos requisitos vendrían de Dios, como si los expresara el mismo Señor. Pero se puede llevar el mensaje aún más adelante. Podríamos pedirle actualmente al presidente Kimball que nos mostrara al Salvador y asegurarle que eso nos bastaría. Estoy seguro de que su respuesta sería que el mensaje que hoy os doy está en completo acuerdo con lo que el mismo Salvador os diría, si El estuviese aquí. Habéis oído del presidente Kimball las palabras que el Señor quiere que oigáis, porque él ha sido llamado hoy a esta conferencia con ese propósito especial,
Entonces, el Señor dio estas instrucciones: «De cierto os digo: El que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también…
«Y todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo» (Juan 14:12,13).
Y ahora, mis queridos hermanos y hermanas, al apartarse para salir y dirigirse al jardín habló estas palabras consoladoras a sus discípulos: «La paz os dejo, mi paz os doy: yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo» (Juan 14:27).
Ahora, al concluir esta ocasión quisiera hacer algo que no va a ser fácil para mí. Deseo daros mi testimonio muy especial de la gran bendición que recibimos mediante el don de un templo que pronto se construirá entre vosotros. Tengo un fuerte testimonio de la obra del templo, y ruego que ofrezcáis una pequeña oración para que cuente con la fuerza para poder deciros lo que siento en mi corazón. Hace poco más de dos meses, me levanté como normalmente lo hago, me dirigí a mi escritorio para estudiar un poco antes de comenzar el día. Poco después, oí que mi esposa se levantaba, cosa nada rara, y que se dirigía hacia la cocina. Mientras estudiaba, oí el ruido de un plato que cayó al suelo y un gemido de mi esposa. Al oírla exclamar, pensé que se habría cortado con el plato quebrado. Corrí para ver lo que pasaba, y al entrar en el cuarto vi que ella apenas podía sostenerse en pie. Estaba mareada y se sostenía contra la mesa para no caer. Inmediatamente la llevé a mi estudio y la recosté en el sofá. En media hora había perdido el conocimiento, y apenas dos horas después, el médico me estaba diciendo, con todo el tacto posible, que ella había fallecido. Sentí el corazón destrozado. ¡Qué tremendo dolor! Al salir del hospital esa mañana, ciertas palabras resonaban en mis oídos. Comprenderéis que si nuestro matrimonio se hubiera realizado según el mundo, habríamos oído las palabras «hasta que la muerte os separe». En ese mismo momento en que mi esposa murió, habríamos quedado divorciados; habría sido el fin, No habría tenido más derecho a esa maravillosa unión que disfrutamos durante veintisiete años. Pero al retirarme del hospital las palabras importantes que creo haber oído en mi vida resonaban en mis oídos. Porque veintisiete años antes me había arrodillado en un altar de la Casa del Señor, y allí había oído a uno que poseía la autoridad, sí, al élder EIRay L. Christiansen, en ese tiempo presidente del Templo de Logan, pronunciar estas maravillosas palabras: «por el tiempo y por toda la eternidad.» Veréis que el contrato que había concertado con mi esposa podía perdurar allende la tumba. Ella aún es mi esposa. Todavía tenemos esa oportunidad de disfrutar de la bella asociación que hemos tenido. Por supuesto, hemos quedado separados por un corto tiempo. Ella ha ido adelante, como yo me iba de ella muchos fines de semana para predicar el evangelio. Ella simplemente se encuentra ahora un poco adelante de mí con nuestro Padre Celestial, en una relación estrecha, estoy seguro, esperando el día en que podamos estar juntos otra vez. Ahora bien, pronto tendréis vosotros la bendición de ese gran templo. Tendréis la oportunidad de viajar una corta distancia y poder arrodillaros allí en el altar y hacer un convenio eterno, uno que no terminará con la muerte sino que perdurará allende la tumba. Ahora, ¿qué riqueza puede compararse a esos pocos minutos en la Gasa del Señor? De todas las cosas que acumulamos aquí en la tierra, nada es tan precioso como esos breves momentos que pasamos en la Casa del Señor para ser unidos por el tiempo y por la eternidad, y tener la oportunidad de que nuestras familias perduren allende la muerte. Ahora, mis queridos hermanos y hermanas, deseo daros mi testimonio de que sé que Dios vive; que sé que Jesús es el Cristo; que sé que Él ha establecido su sacerdocio en la tierra y ese sagrado poder para sellar que nos unió por el tiempo y por toda la eternidad, y que es el don más grande que podréis hallar en esta vida. Vivamos todos de modo que seamos dignos de las grandes bendiciones que tenemos aquí, preparémonos todos para el día en que el gran templo esté abierto para que también nosotros logremos ese momento especial en que el Señor nos bendecirá con un convenio eterno, humildemente ruego en el nombre de Jesucristo. Amén.
























