Un llamamiento divino

9 de marzo de 1975, Conferencia General de Área en Buenos Aires
Un llamamiento divino
por el élder William Jones
Representante Regional de los Doce

Mis queridos hermanos, ¡qué conferencia hemos experimentado hoy y ayer! En un sentido real, hemos gustado el don celestial de nuestro Padre Celestial, maná espiritual, como lo dijo Pedro en el Monte de la Transfiguración: «. . .  Bueno es para nosotros que estemos aquí. . . “(Mateo 17:4). Del mismo modo que sucedió con él, nosotros hemos sentido el ennoblecedor poder de Dios. Es también un gran privilegio compartir con vosotros esta primera conferencia general de habla hispana en Sudamérica.

Ya sucedió una vez hace 2.000 años, en la parte sur del continente de Sión, el caso de otros que se regocijaron tal como lo hacemos nosotros hoy.

«Y ésta es la bendición que se nos ha concedido, hemos sido hechos instrumentos en las manos de Dios para realizar esta gran obra.

He aquí, miles de ellos se regocijan, y han sido conducidos al redil de Dios.

He aquí, el campo estaba maduro, y benditos sois vosotros porque metisteis la hoz, y segasteis con todo ahínco; sí, trabajasteis todo el día; ¡y he aquí el número de vuestras gavillas! Serán recogidas en los graneros para que no se desperdicien.

Sí, las tormentas no los abatirán en el postrer día, ni los molestarán los torbellinos; mas cuando venga la borrasca, serán reunidos en su lugar para qué la tempestad no pueda llegar hasta donde estén ellos;. . .

Mas he aquí, se hallan en manos del Señor de la cosecha, y son de él, y los exaltará en el postrer día» (Alma 26:3-8).

Quisiera discutir con vosotros el gozo de ser instrumentos en las manos del Señor, de recibir un llamamiento en la Iglesia. Cuando somos llamados a ocupar el cargo de maestro, o líder, o secretario, deberíamos comprender que estamos recibiendo un llamamiento divino.

En primer término, cuando recibimos un llamamiento debemos ser obedientes al mismo y, en condiciones normales, debemos aceptarlo. Cuando ese llamamiento nos llega, debemos responder tal como lo hizo Samuel en la antigüedad: «Habla, Señor, porque tu siervo oye» (1 Samuel 3:9).

En nuestro barrio vivía un hombre de negocios que era muy rico, a quien le gustaba mucho la caza y la pesca. Este hombre tenía el llamamiento de ser miembro del sumo consejo de la estaca, pero había decidido pedir su relevo del mismo a los efectos de contar con más tiempo para dedicarlo a esos deportes. Pocos días antes de pedir su relevo, su hijo de 17 años, se vio involucrado en un accidente automovilístico en el cual sufrió lo que parecía ser una fractura de cráneo. Al ser llamado a la escena del accidente, el padre del muchacho quiso poner sus manos sobre la cabeza del mismo y bendecirle para curarlo mediante el poder del sacerdocio. El describió más adelante la experiencia, diciendo: «Al intentar poner las manos sobre la fracturada cabeza de mi hijo, no pude hacerlo. Sólo podía pensar en qué había pensado decirle ‘no’ al Señor en mi llamamiento. Entonces pedí a los que me rodeaban que me disculparan por un momento. Fui atrás de una casa y me arrodillé llorando, rogándole al Señor que me perdonara. Le prometí a mi Padre Celestial que si El me permitía curar a mi hijo, nunca volvería a decirle ‘no’. Entonces me inundó una dulce paz y me dirigí a bendecir a mi hijo, mandándole que se recuperara, que sirviera en una misión, que se casara en el templo y que llevara una vida normal. Durante toda una semana, la más larga de nuestra vida, estuvo inconsciente. Entonces, una noche, nuestro presidente de estaca, rogándome que lo perdonara por hablarme en circunstancias tan difíciles, me llamó para ser obispo». El miembro de nuestro barrio me contó después: «Saltando de mi silla y llorando de gozo, lo abracé y le agradecí la oportunidad de decir ‘sí’ a mi Señor y me fui a mi casa.» Mi esposa me -recibió en la puerta llorando de alegría, para decirme que habían llamado del hospital para avisarnos que nuestro hijo había recuperado el conocimiento y que llegaría a recuperarse completamente. Esto había sucedido mientras yo me encontraba con el presidente de la estaca diciéndole ‘sí’ a mi nuevo llamamiento. Desde ese momento en adelante, jamás dije ‘no’ a mi Señor.»

Quisiera agregar que yo fui el obispo que llamó a ese hijo, ya recuperado y sano, a ser misionero regular. Pude presenciar también cuando ese padre dijo ‘sí’, no habiendo vuelto todavía el hijo de su misión, a un llamamiento como miembro de una Mesa General. Estuve allí cuando el padre contestó ‘sí’ al llamamiento como Representante Regional y finalmente ‘sí’ a un llamamiento de maestro en la Escuela Dominical, y he presenciado las bendiciones que han recibido tanto padre como hijo, a medida que el padre continuaba diciendo ‘sí’ a cada nuevo llamamiento.

Segundo, cuando recibimos llamamientos de la Iglesia, debemos responder no sólo ‘sí,’ sino con una actitud positiva para contar con bendiciones completas. Caín obedeció de mala gana al Señor, actitud que le fue contada como desobediencia. Nuestra buena voluntad bajo el llamamiento del Señor, nos capacitará con el poder para hacer cualquier cosa que sea necesaria, aun a veces lo imposible.

Me gusta la anécdota de Juancito, quien vivía en las afueras de un cementerio. Una obscura noche, cuando regresaba a su casa atravesando el cementerio, cayó dentro de un profundo y recién excavado sepulcro. Gritando de pavor, trató una y otra vez de saltar y salir de aquella tumba sin lograrlo. Después de un momento, se calmó, sentándose resignadamente a esperar que alguien pasara por allí y lo rescatara. Finalmente su amigo, Paco, cometiendo el mismo error de Juancito, cayó dentro del mismo sepulcro. El también gritó y saltó sin lograr salir de allí. Después de un momento, Juancito le dijo en voz baja: «Paco, tú no vas a poder salir de aquí nunca,» y eso fue suficiente para que Paco saliera volando.

Así sucederá con nosotros, pues no importa qué tengamos que realizar, lo haremos si logramos tener la motivación y la actitud adecuadas.

Tercero, y de suma importancia, hemos de demostrar amor cuando estamos en el ejercicio de nuestros llamamientos. No debemos llevarlos a cabo con autoridad altanera ni despótica, demandando y forzando a otros a hacer lo que queremos que hagan, porque ése es el plan de Satanás y no el de Dios. El Señor ha dicho: «Ningún poder o influencia se puede ni se debe mantener, en virtud del sacerdocio, sino por persuasión, longanimidad, benignidad y mansedumbre y por amor sincero» (D. y C. 121:41).

El famoso escritor Emerson dijo: «He tratado de darme a mí mismo a los demás en el servicio, y ellos se comieron mi servicio como si fueran manzanas dejándome afuera. Pero si tan sólo pudiera amarlos, ellos quedarían encantados conmigo para siempre jamás.»

Así también sucede con nuestros llamamientos, somos llamados a servir con amor y no por la fuerza. El servicio sin amor es vacío. Los líderes deben guiar en lugar de ser mandones y dictadores. Los maestros deben inspirar y enseñar la verdad y no limitarse a imponer disciplina. Por lo tanto, en cada llamamiento debemos servir con gentileza y respeto hacia todos los hijos de Dios.

Por último, debemos saber cómo recibir el relevo divino, con la misma voluntad y felicidad con que recibimos el divino llamamiento. A veces, podemos sentir que somos tratados injustamente si somos relevados por un líder del sacerdocio cuando personalmente no queremos ser relevados.

Debemos comprender que un relevo divino constituye en verdad el sello de aprobación final de un llamamiento divino. Uno de los miembros de nuestras Autoridades Generales dijo en una oportunidad: «No podemos decir que hemos servido completa y fielmente hasta aceptar gentilmente nuestro relevo.»

Mis amados hermanos y hermanas, una obra maravillosa y un prodigio está por aparecer acá en Sión en la parte sur del continente americano. Les testifico que estamos en el umbral de los acontecimientos más grandes que jamás ha visto la Iglesia. «Por lo tanto, oh vosotros que os embarcáis en el servicio de Dios, mirad que le sirváis con todo vuestro corazón, alma, mente y fuerza, para que aparezcáis sin culpa ante Dios en el último día» (D. y C. 4:2). Así ruego con todo mi corazón y mi amor, en el nombre de Jesucristo. Amén.

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