Permaneced en los lugares santos

Marzo de 1974
Permaneced en los lugares santos
por el presidente Harold B. Lee

harold-b-lee-mormonUn llamado al arrepentimiento, la caridad, la fe, el amor

Mi alma se llena de regocijo cuando pienso en los grandes hombres a quienes el Señor ha llamado a su servicio en la Iglesia como Autoridades Generales y en otras responsabilidades; los Representantes Regionales de los Doce, los Representantes Misionales de los Doce y el Primer Consejo de los Setenta, así como todos aquellos que prestan sus servicios en las varias organizaciones de la Iglesia. Hemos tenido la oportunidad de observar con asombro, el hecho de que cada vez que hemos necesitado a una persona para llenar un determinado cargo de vital importancia, parece que la persona adecuada hubiera llegado a ocupar el puesto en forma casi milagrosa.

Al escuchar los discursos pronunciados en esta, conferencia, he recordado las instrucciones del profeta Alma, expresadas mientras un grupo de conversos esperaban en la ribera del río para ser bautizados, y al explicarles la naturaleza del convenio en el que estaban a punto de entrar, dijo: «, . . y ya que deseáis entrar en el rebaño de Dios y ser llamados su pueblo, y sobrellevar mutuamente el peso de vuestras cargas para que sean ligeras; sí, y si estáis dispuestos a llorar con los que lloran; sí, y consolar a los que necesitan consuelo, y ser testigos de Dios a todo tiempo, y en todas las cosas, y todo lugar en que estuvieseis, aun hasta la muerte, para que seáis redimidos por Dios y seáis contados con los de la primera resurrección, para que tengáis vida eterna— Dígoos ahora que si éste es el deseo de vuestros corazones, ¿qué os impide ser bautizados en el nombre del Señor, como testimonio ante él de que habéis hecho convenio con él para’ servirle y obedecer sus mandamientos, para que pueda derramar su Espíritu más abundantemente sobre vosotros?» (Mosíah 18:8-10)

Quisiera llamaros la atención con respecto a uno de estos requisitos:

«. . . si estáis dispuestos a sobrellevar mutuamente el peso de vuestras cargas para que sean ligeras.» Si yo os preguntara cuál es la carga más pesada que podríamos soportar en esta vida, ¿qué responderíais? La carga más pesada que podemos soportar en esta vida es la carga del pecado. ¿Cómo podemos ayudarle a alguien a soportar la pesada carga del pecado para que la misma llegue a ser ligera?

Hace algunos años, el presidente Romney y yo nos encontrábamos en nuestra oficina, donde recibimos a un joven de preocupada expresión, quien luego de presentarse nos dijo: «Hermanos, mañana voy a entrar al Templo por primera vez. En el pasado cometí algunos errores que me han tenido preocupado; hablé con mi obispo y con el presidente de estaca y a ambos le hice una completa confesión de todos mis pecados; después de un período de arrepentimiento y habiéndome asegurado de que no existe el peligro de reincidir, ellos me consideraron preparado para ir al Templo y recibir mis investiduras. Pero hermanos, eso no es suficiente. Yo quisiera tener la seguridad de que el Señor también me ha perdonado.»

¿Cómo responderíais vosotros a una pregunta cómo ésa? Después de pensarlo por un momento, recordamos las palabras del rey Benjamín, expresadas en su discurso del libro de Mosíah. Se encontraba allí un grupo de personas que querían recibir el bautismo, y dijeron ser conscientes de su condición carnal:

«… Y cuando el rey Benjamín acabó de hablar las palabras que le habían sido comunicadas por el ángel del Señor, aconteció que dirigió la vista hacia la multitud, y he aquí, habían caído al suelo porque el temor del Señor se había apoderado de ellos. Y se habían considerado a sí mismos, en su estado carnal, aun menos que el polvo de la tierra. Y todos a una gritaron, diciendo: ¡Oh, ten misericordia, y aplica la sangre expiatoria de Cristo para que recibamos el perdón de nuestros pecados y sean purificados nuestros corazones; …

… Y aconteció que después de haber hablado estas palabras, el Espíritu del Señor descendió sobre ellos, y se llenaron de gozo, habiendo recibido la remisión de sus pecados, y teniendo la conciencia tranquila. . .» (Mosíah 4:2-3)

Ahí se encuentra la respuesta.

Si hiciereis todo lo posible para arrepentiros sinceramente de vuestros pecados, quienquiera que seáis, dondequiera que os encontréis, y si hubiereis hecho las debidas correcciones y restituciones; si habiendo sido algo que afectara vuestra condición de miembros de la Iglesia, hubiereis recurrido a las autoridades correspondientes, entonces, con seguridad, desearéis recibir la respuesta confirmatoria del Señor, para saber si El os ha perdonado o no. Si en la profunda investigación de vuestra alma encontráis la paz de conciencia que buscáis, así podréis llegar a saber que el Señor os ha perdonado. Satanás, por lo contrario, desearía que pensarais y sintierais en forma diferente, y muy a menudo os convence que después de haber cometido un error, debéis seguir adelante en la senda del pecado, sin retroceder. Esa es una gran falsedad. El milagro del perdón se encuentra a disposición de todos aquellos que abandonen el pecado y no reincidan en él, porque el Señor nos ha dicho en una de sus revelaciones modernas: «… id y no pequéis más; pero los pecados anteriores del que pecare volverán a él, dice el Señor vuestro Dios.» (D. y C. 82:7) Tened esto en cuenta, todos vosotros, los que estéis afligidos por la carga del pecado.

Y vosotros los maestros, que podáis ayudar a sobrellevar esa gran aflicción a aquellos que deben soportarla y que tienen la conciencia tan cargada que se mantienen inactivos y no saben a dónde dirigirse para encontrar las respuestas que alivien su alma. Ayudadles a alcanzar ese día de arrepentimiento y restitución en que puedan lograr paz de conciencia, la confirmación del Espíritu del Señor de que El ha aceptado su arrepentimiento.

En esta conferencia, las Autoridades Generales han hecho el llamamiento de ayudar a aquellos que necesitan asistencia espiritual. Los milagros más maravillosos que he tenido la oportunidad de presenciar en la actualidad, no son precisamente la cura de cuerpos enfermos, sino la cura de espíritus enfermos, de aquellos que están enfermos tanto en el espíritu como en el alma, de los abatidos y descreídos, de los que se encuentran al borde del colapso, tanto nervioso como espiritual. Tratamos de llegar a todos los que están en ese estado y darles la ayuda que necesiten, porque son preciosas criaturas a la vista del Señor, y no queremos que nadie sienta o crea que ha sido olvidado.

Quisiera que apreciarais algo que me sucedió hace algunos años. Sufría yo en aquel entonces de una úlcera que empeoraba poco a poco. Mi esposa Joan y yo nos encontrábamos de visita en una de las misiones de la Iglesia, y en determinado momento sentimos la imperiosa necesidad de regresar a nuestro hogar, tan pronto como fuera posible, aun cuando habíamos hecho planes de asistir a algunas reuniones más.

Durante nuestro viaje de regreso, nos encontrábamos sentados en la parte delantera del avión; otros miembros de la Iglesia que nos acompañaban en el viaje, se encontraban en la otra sección. En determinado momento sentí que alguien me ponía las manos sobre la cabeza. Al mirar hacia arriba para ver de quién se trataba, comprobé que no había nadie a mi lado que pudiera haberlo hecho. Lo mismo volvió a suceder antes de llegar a nuestra casa, repitiéndose en forma similar a la primera. Quién lo hizo o por qué medio nunca lo sabré, pero lo que sí supe fue que recibí una bendición, que según más tarde pude comprender, necesitaba desesperadamente.

Tan pronto como llegamos a casa, mi esposa llamó al doctor. Eran más o menos, las 11:00 de la noche. Por teléfono el médico me preguntó cómo me encontraba, a lo cual le contesté que estaba muy cansado pero que creía que no era nada de importancia. Pero poco después experimenté una hemorragia masiva que si hubiera tenido lugar durante el viaje de regreso, muy probablemente no me encontraría hoy aquí, hablando con vosotros.

Yo sé que hay poderes divinos que nos socorren cuando es imposible conseguir otro tipo de ayuda.

Al percibir la abrumadora magnitud de la responsabilidad que he recibido ahora, si me hubiera dedicado a meditar sobre la carga que eso significa, esta sola idea me habría devastado y habría sido incapaz de llevarla a cabo. Pero al haber sido guiado por el Espíritu para elegir a dos nobles hombres, cuyas poderosas palabras de enseñanza y testimonio habéis oído hoy, el presidente N. El don Tanner y el presidente Marión G. Romney, comprendí entonces que no tendría que cargar solo con tan tremendas responsabilidades. Más aún, cuando semanalmente nos reunimos en el Templo y tenemos la oportunidad de ver a los doce hombres que nos acompañan, comprendo perfectamente que se trata de los mejores hombres que existen.

Vosotros grandes líderes, presidencias de estacas, obispados, presidencias de misiones, líderes de los quórumes del Sacerdocio, todos vosotros fieles santos, los que oráis por nosotros, dondequiera que os encontréis, quiero que sepáis que nosotros oramos vehementemente en los altares del Templo, por todos los fieles que oran por nosotros. ¡Qué agradecidos estamos por teneros!

Al hablaros en los momentos finales de esta conferencia, me gustaría hacer referencia a un incidente, del cual lamento poder contaros parte solamente, como consecuencia de las limitaciones que imponen algunas de sus partes componentes.

Fue poco antes de la dedicación del Templo de Los Angeles. Todos estábamos preparándonos para la gran ocasión. Se trataba de algo nuevo en mi vida, cuando más o menos a eso de las 3 o 4 de la mañana tuve una experiencia que no creo que fuera un sueño sino que tiene que haber sido una visión. Me encontré presenciando una gran congregación espiritual, donde tanto los hombres como las mujeres se paraban, de a dos o tres al mismo tiempo, y «hablaban en lenguas». El espíritu era tan extraordinario, que me pareció oír la voz del presidente David O. McKay diciendo:

«Si deseáis amar a Dios, debéis a prender a amar y servir al prójimo. Esa es la forma en que podéis demostrar vuestro amor por Dios.» Y hubo otras cosas más que vi y oí en esa oportunidad.

Por este motivo hoy me presento ante vosotros sin la más mínima duda sobre la realidad de la persona que preside esta Iglesia, nuestro Señor y Maestro Jesucristo.

Yo sé que es El quien preside sobre la Iglesia, y sé que se encuentra más cerca de nosotros de lo que pensamos. No se trata de un Padre y Señor ausente. Tanto el Padre como el Hijo se preocupan por nosotros, ayudándonos a prepararnos para el advenimiento del Salvador cuya venida no se encuentra lejana, lo que podemos deducir por las señales que se hacen cada vez más evidentes.

Todo lo que tenemos que hacer es leer las escrituras, especialmente la inspirada traducción de Mateo, capítulo 24, que se encuentra en los escritos de José Smith, en la Perla de Gran Precio, donde el Señor les aconseja a sus discípulos que permanezcan en los lugares santos, sin apartarse de los mismos, porque se aproxima la hora de su venida, aun cuando nadie sabe el día ni la hora. Así es como hay que prepararse.

Enseñad a vuestras familias en las noches de hogar, enseñadles a guardar los mandamientos de Dios, porque en ello radica la única seguridad que podemos tener en la actualidad. Si así lo hicieren, los poderes del Todopoderoso descenderán sobre ellos como rocío del cielo, y poseerán el Espíritu Santo.

Eso puede ser nuestra guía, y ese tipo de Espíritu nos guiará y dirigirá hacia su sagrada mansión.

Que el Señor nos ayude a entenderlo de ese modo y a hacerlo así, cumpliendo con nuestras obligaciones, para no encontrarnos en la desesperación en el día del juicio al reconocer que no hemos hecho todo lo que sabíamos debíamos hacer para que su obra progresara en justicia. Humildemente lo ruego en el nombre de Jesucristo. Amén.

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