29 de Octubre de 1978. Conferencia de Área en Buenos Aires, Argentina
Predicad el Evangelio a toda criatura
por el presidente Spencer W. Kimball
Amados hermanos, pocas veces tenemos la oportunidad de reunirnos con tantos miembros del Sacerdocio como en esta noche, y nos regocijamos por tener este gran privilegio.
Hace ya algunos años, el presidente David O. McKay, en ese entonces Presidente de la Iglesia, vino a Argentina, y presidió una reunión que se llevó a cabo en uno de los renombrados teatros de esta ciudad. Fueron muchas las personas que le acompañaron desde el aeropuerto y también las que asistieron a la reunión que se realizó, y entre éstas hubo una persona que no conocía mucho sobre la Iglesia; se trataba del editor de un periódico local. Cuando regresó a su oficina después de la reunión, se sentó detrás de su escritorio y por el espacio de algunos minutos su mirada se perdió en el vacío. (Ya sabéis que a menudo uno se sienta a meditar, dejando que sus pensamientos vaguen libremente.) En esa posición permaneció por unos momentos hasta que su jefe, quien en esos momentos pasaba por la oficina, advirtió su abstracción y acercándose le preguntó: “Juan, ¿en qué piensas que estás tan ensimismado?” Juan suspiró profundamente, miró al jefe a los ojos y le dijo: “Señor, hoy escuché a un Profeta de Dios”.
En esta oportunidad deseo hablaros sobre el Sacerdocio. El élder Packer nos ha dejado un magnífico discurso sobre el tema, y ahora quisiera referirme a otro aspecto del mismo.
A aquellos de vosotros que sois los padres de las generaciones futuras, os digo que todo lo que hagáis ahora marcará el ritmo de aquello que vendrá dentro de algunos años. Si les falláis a vuestros hijos, el daño que causaréis será cuantioso. Esto trae a la memoria la escritura que dice:
“¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?” (Lucas 6:46.)
El Señor espera que cumplamos con ciertos requisitos; Él quiere que sigamos el programa que ha establecido y nos hace responsables de ello; por lo tanto, es obligación de todo padre asegurarse de que su hijo siga los pasos que ha indicado el élder Packer.
Un niño se bautiza a los ocho años, no a los diez o a los doce, a menos que las circunstancias así lo exijan; y si buscamos en la sección 68 de Doctrinas y Convenios leemos que el Señor dice:
“Si hubiere en Sión, o en cualquiera de sus estacas organizadas, padres que tuvieren hijos, y no les enseñaren a comprender la doctrina del arrepentimiento, de la fe en Cristo, el hijo del Dios viviente, del bautismo y del don del Espíritu Santo por la imposición de manos,… el pecado recaerá sobre las cabezas de los padres.” (Vers. 25.)
No es suficiente con mandarlos a la Primaria y a la Escuela Dominical, sino que necesitan recibir una capacitación más concreta y deben saber que el Evangelio es verdadero y que hay requisitos que ellos también deben cumplir.
Los padres tienen que enseñarles a comprender. No es suficiente con que el niño escuche acerca de estas cosas tan importantes; debe entender el significado del bautismo y por qué él es bautizado; también de las promesas que hace al recibir esta ordenanza. Si los padres no cumplen con esta responsabilidad, el pecado recaerá sobre ellos.
Vosotros sois los padres en las estacas de esta área y esperamos que estéis llevando a cabo la noche de hogar y que nunca dejéis de hacerlo; y nótese que he dicho “nunca”. La noche de hogar debe constituir un aspecto fundamental en la vida de vuestra familia, pues allí dais a vuestros hijos la oportunidad de aprender para qué se bautizan, por qué los sumergen en el agua, y en esa forma se convierten a estas ordenanzas básicas del Evangelio.
He oído decir a muchas personas: “Ah, de eso no me voy a preocupar. . . Cuando los chicos crezcan si desean unirse a la Iglesia lo harán”. Más esa no fue la instrucción que se le dio a Adán, ni a sus hijos o a su numerosa posteridad. El Señor dijo que era necesario que se les enseñara y capacitara en justicia, porque de otra manera “¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?”
Por cierto que no hay padre que esté tan ocupado como para no poder pasar un brazo sobre los hombros de su hijo y decirle: “Te quiero con todo mi corazón, y deseo que hagas las cosas que el Señor ha mandado”.
Cuando el niño es bautizado y confirmado, el paso que sigue, tal como lo indicó el élder Packer, es la ordenación. Pero, ordenación ¿a qué?; ordenación al Sacerdocio de Dios. A los doce años de edad se le ordena diácono. Durante los cuatro años que van desde su bautismo hasta el momento de recibir el Sacerdocio Aarónico, el jovencito aprende todo lo concerniente al deber de un diácono, y qué es lo que se espera dé él como tal. No creo que haya ningún padre que diga: “Bueno, de aquí a que sea ordenado diácono hay tiempo”.
La responsabilidad del padre es enseñar a sus hijos ahora, no mañana. De esta manera, cuando el jovencito recibe el oficio de diácono llega a gozar esa sagrada experiencia.
Cuando fui llamado a servir como apóstol, uno de los primeros deberes que se me asignaron fue el de repartir el sacramento a los profetas, a todos los profetas que se encontraban reunidos en el Templo de Saint George. A menudo pienso en el gran honor que me concedieron, de repartir la Santa Cena entre esos hombres que eran líderes del reino.
El jovencito comienza su servicio como diácono siendo activo en todas sus asignaciones. Recuerdo que cuando yo era un diácono, mi padre me dio permiso para que llevara la carreta tirada por un caballo a fin de poder ir con mi compañero a recoger las ofrendas de ayuno entre los miembros del barrio, y entregarlas al obispo. Aquél no fue un mero episodio sino que resultó una gran experiencia. Siempre hice saber a mi padre lo agradecido que estaba por tener ese privilegio.
Una vez que me acostumbré al programa de los diáconos, comencé a prepararme para cuando llegara el momento de ser avanzado al oficio de maestro. Vosotros ya conocéis las responsabilidades implícitas en los oficios de diácono, maestro y presbítero, y quiero que sepáis que para mí siempre fue un placer cumplir con todo aquello que se me había asignado.
Cuando llegué a presbítero, fue algo imposible de describir, fue como haber sido nombrado presidente del mundo; y la primera vez que me senté detrás de la mesa sacramental me sentí inmensamente feliz. Siempre consideré que no era apropiado hablar a mis compañeros durante una experiencia de tal magnitud; y del mismo modo que siempre consideré que un diácono tenía que observar la mayor reverencia al repartir el sacramento, entendí, que la conducta del presbítero tenía que ser igualmente correcta. Supe que tenía el deber de aprender la oración que ofrecía como bendición; sabía que había una tarjeta en la cual la oración estaba impresa y podía leerla allí, pero pensé que cuando Jesús repartió la Santa Cena entre sus discípulos, no necesitó tener nada escrito; no obstante, es importante hacerlo correctamente.
Con el correr del tiempo comencé a prepararme para cuando llegara el día en que saldría como misionero. ¡Qué título y oportunidad tan sagrados! El Señor envió a sus Apóstoles como misioneros, pero en la actualidad son los presidentes de estaca quienes mandan a sus jóvenes escogidos a predicar. Consideramos que al llegar ellos a los diecinueve años de edad, están capacitados para ocupar esta posición de tan enorme responsabilidad.
¿Sabéis por qué motivo os hablo de esta manera? Porque hace apenas unos días estuve repasando algunas estadísticas de la Iglesia, y pude ver que en muchas estacas hay miles de jovencitos que no han recibido el Sacerdocio Aarónico, y me pregunto ¿qué están haciendo los padres en esas estacas, que llegan al grado de privar a sus hijos de esta gran oportunidad? Una vez más menciono la escritura citada anteriormente; “¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?”
Pude notar también que hay estacas que cuentan con cientos, con miles de jovencitos, que pese a tener la edad requerida, no han sido avanzados al oficio de maestro; y otros tantos, casi en edad de salir como misioneros, que todavía no han sido avanzados al oficio de presbítero. ¿En qué estamos pensando hermanos, cuando permitimos que sucedan tales cosas? Sería prudente que todo padre aquí presente regresara a su hogar después de esta reunión e hiciera un registro de las fechas en que su hijo será elegible para recibir el oficio de diácono, luego el de maestro y después el de presbítero, para más tarde ser llamado como misionero. Entonces, si alguna de esas posibles fechas han quedado atrás sin que haya habido ningún resultado positivo, tendréis un punto de referencia para saber en qué habéis fracasado.
A lo largo de mi vida he conocido cientos de jóvenes que llegaron a adultos sin haber tenido estas oportunidades. Lo más lamentable es que al conocer a los padres de estos jóvenes, no queda ninguna duda de por qué no llegaron a recibir tales bendiciones. Sus padres se preocupaban de hacer dinero y de rodearse de bienes materiales, mientras los hijos crecían sin cuidado espiritual, o sea, sin la debida capacitación, y aún más, sin la experiencia necesaria.
El obispo es también responsable; él cuenta con dos valiosos consejeros y puede obtener la ayuda de muchas otras personas si fuere necesario, a fin de estar al tanto de la condición de los jóvenes; y ver que éstos reciban las debidas oportunidades en el momento apropiado.
Por su parte, la presidencia de la estaca también tiene su cuota de responsabilidad, puesto que sigue de cerca el progreso de los jóvenes mediante las actividades de los barrios.
Por último, el representante regional tiene también responsabilidad en el asunto, al estar encargado de velar por toda estaca, todo barrio y toda familia que esté dentro de su jurisdicción. De esta manera, si todas las personas responsables hacen su parte, la obra se verá coronada por el éxito.
Suponed que el Salvador viniera hoy, ¿habría padres inquietos y apurados tratando de que sus hijos fueran ordenados al debido oficio del Sacerdocio antes de que el Salvador los entrevistara? Del mismo modo deberían estar inquietos y preocupados si fuera el representante regional o el obispo quien los llamara.
Conocí en una oportunidad a un hombre a quien se le pidió que hablara en una reunión sacramental. Cuando lo hizo, empezó con estas palabras: “Han transcurrido ya 21 años desde el día en que regresé de mi misión y ésta es la primera oportunidad que se me da de hablar frente a una congregación”. No quisiera afirmar que el obispo tenía toda la culpa de que este hermano no hubiera tenido una oportunidad antes; mas tampoco quisiera estar en el lugar de un obispo que pasa por alto a algunos de los miembros de su barrio, al punto de despreocuparse casi absolutamente de ellos.
El obispo tiene la responsabilidad velar por su barrio; por todo hombre, mujeres jovencito y niño; tiene que asegurarse de que reine la hermandad entre los miembros y de que aquellos que son nuevos en el barrio reciban la debida bienvenida.
Quisiera ahora referirme a otro tema. El élder Packer mencionó el diezmo, las ofrendas de ayuno y muchas otras responsabilidades que descansan sobre nosotros. Cuando yo era apenas un niño, mi padre tenía una familia numerosa; yo era uno de los once miembros de la familia, y recuerdo que cuando los Kimball iban a pagar su diezmo, aquello parecía un desfile. Mi padre nos llevaba a todos y pagábamos el diezmo con él. Cada uno de nosotros sabía cuánto dinero pagaba él y todos nos sentíamos muy orgullosos de nuestro padre; él por su parte, sabía cuánto dinero pagábamos nosotros, puesto que nos ayudaba a que alcanzáramos nuestras metas. No hace mucho tiempo, al revisar algunos documentos, encontré unos cuantos recibos viejos de diezmos y en algunos de ellos se leía: “Spencer W. Kimball ha pagado voluntariamente a la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, la cantidad de 25 centavos de dólar”. Con el tiempo esa cantidad creció de 25 centavos a varios dólares. Con esto quiero decir a todos los padres que si incluís a vuestros hijos en los preparativos que hacéis para pagar el diezmo, ellos irán adquiriendo un conocimiento más amplio de lo que esto significa; y también quiero destacar una vez más la necesidad de vivir los mandamientos conforme nos fueron enseñados, porque el Señor dijo:
“No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos.” (Mat. 7:21.)
Las niñas también reciben la misma capacitación que hemos mencionado para los varones, y rogamos que el Señor bendiga a todos los padres para que ésta sea su meta suprema.
Ahora quisiera decir que todo muchacho que crezca en esta Iglesia debe ser digno, limpio y apto para aceptar la responsabilidad de cumplir una misión honorable en cualquier parte del mundo donde la Iglesia le mande.
Los misioneros se muestran orgullosos de sus misiones; en repetidas oportunidades he escuchado a muchos de ellos comentar llenos de satisfacción: “Yo fui a Japón”, “Yo estuve en Nueva Zelanda”, “Yo hice mi misión en Argentina”. Esos dos años de misión constituyen el cimiento de su vida.
Hermanos, ¿podemos trazamos en estas estacas la meta de que todo joven que sea digno, reciba la debida oportunidad de servir como misionero?
Nos sentimos muy orgullosos de vosotros, sumamente orgullosos; hacéis un trabajo espléndido y tenemos motivos de sobra para sentimos así; pero lo que tenemos entre manos es un trabajo de gran importancia; no es cosa trivial el salir al mundo a predicar el evangelio a toda criatura, tribu y pueblo. Vosotros sabéis que hay muchísimas personas maravillosas en Argentina que necesitan el Evangelio. Muchas de ellas lo recibirán, y así os lo testifico, siempre que vosotros estéis dispuestos a cumplir con vuestra parte para que lo reciban.
Os dejo ahora mi testimonio, a vosotros, mis jóvenes, mis amigos, y pido que el Señor llegue a vuestros corazones a fin de que avancéis con suma agilidad y así podáis cumplir con vuestro trabajo más eficazmente.
Sé que esta es la verdad y merece nuestros mejores esfuerzos. Este es mi testimonio para vosotros y os lo dejo con sumo afecto, en el nombre de Jesucristo. Amén.
























