Preparad a vuestros hijos

29 de Octubre de 1978. Conferencia de Área en Buenos Aires, Argentina
Preparad a vuestros hijos
por el élder Gordon B. Hinckley
del Consejo de los Doce

Gordon B. HinckleyMis queridas hermanas, estoy profundamente agradecido por la oportunidad de estar con vosotras en esta ocasión y ruego tener la inspiración del Espíritu Santo en todo aquello que diga.

He disfrutado la música de este coro maravilloso, este grupo de madres e hijas cantando unidas las canciones de Sión. No hay nada mejor que pueda desear a cada joven-cita de la Iglesia, que la oportunidad de casarse con un joven Santo de los Últimos Días, un poseedor del Sacerdocio, que lo honre y lo magnifique. Espero que cada una de vosotras tenga este privilegio.

Todos sabemos que, si bien el matrimonio es el deseo de toda mujer normal, habrá algunas que no tendrán esa oportunidad, y no porque les falte dignidad, talentos y belleza. Aunque no puedo explicar la razón para ello, ni creo que nadie pueda, me gustaría referirme a este tema. No os serviría de nada dedicar vuestro tiempo a preocuparos por esa circunstancia, o a buscar errores en vosotras mismas para justificarla; eso sólo empeoraría la situación, y con el tiempo borraría de vuestro rostro la hermosa sonrisa y empañaría la alegría de vuestra vida. Sé que fácilmente os sentiréis desanimadas, y la única cura que puedo sugeriros es haceros comprender que en alguna parte, hay alguien que os necesita. Si observáis a vuestro alrededor, veréis que hay muchas otras personas que se encuentran en circunstancias muy tristes, y que necesitan vuestra ayuda.

Mi consejo es que os olvidéis de vosotras mismas, y os alleguéis a vuestro prójimo con amor, con bondad y con el deseo de servirlo. El Señor mismo nos ha mostrado el camino cuando dijo:

“El que halla su vida, la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará.” (Mat. 10:39.)

Me gustaría citar el ejemplo de una hermana a quien conozco muy bien; ella se convirtió a la Iglesia cuando era muy joven, y al recibir su bendición patriarcal, se le dijo que llegaría a ser madre. Estaba ansiosa por formar un hogar, pero los años fueron pasando y no se casaba; después de los veintiuno, cumplió una misión y fue una gran misionera; al regresar a su casa, aprovechó todas las oportunidades que se le presentaron para prepararse y poder conseguir empleos bien remunerados. Con el tiempo llegó a ocupar puestos de gran responsabilidad, y en la Iglesia la llamaron como presidenta de la organización de Mujeres Jóvenes de la estaca a la cual pertenecía. Así, cumplió los treinta años, los cuarenta, y seguía soltera.

Después de haber cumplido ya los cincuenta años, un buen hombre que había perdido a su primera esposa, reconoció las grandes cualidades que ella tenía y le propuso matrimonio. Se casaron cuando ella ya no podía tener hijos propios; pero se convirtió en una madre amorosa para los hijos de su esposo, en una cariñosa abuela para sus nietos, y todos la amaban y respetaban. Cuando él fue llamado como presidente de misión, ella hizo las veces de madre para los seiscientos jóvenes que servían como misioneros.

Después de relevarlos de su cargo, la llamaron como Presidenta de la Mesa General de la Asociación Primaria de la Iglesia; esto le dio la oportunidad de ser “madre” de unos doscientos mil niños de la Primaria, que recibieron el beneficio de su amor y talento hasta el día en que finalizó su jomada terrenal. La promesa recibida por intermedio de un siervo inspirado del Señor, se había cumplido de un modo extraordinario e insólito.

Hermanas, no puedo deciros que ése será el curso de vuestra vida; pero no vacilo un instante en prometeros que, si educáis vuestra mente y vuestro corazón, si tratáis de ser atractivas y desarrollar vuestros talentos, si os olvidáis de vosotras mismas brindando servicio a los demás, y si oráis y sois fieles, el Señor os recompensará, os bendecirá, os dará motivo para estarle agradecidas y la felicidad y el regocijo de una vida plena, de acuerdo con Su gran sabiduría.

Me gustaría ahora dirigirme a aquellas que sois madres, y deciros que la verdadera fortaleza de la Iglesia y de las naciones yace en el carácter y en las cualidades que desarrollan los niños, bajo el constante y amoroso cuidado materno. Al meditar en ello, cada uno de nosotros se dará cuenta de que casi todos los buenos rasgos de carácter qué pueda tener, se los debe a las enseñanzas de su madre.

Me gustaría citar la escritura que nos leyó la hermana Plata, y que se encuentra en la epístola de Pablo a Timoteo:

“. . .trayendo a la memoria la fe no fingida que hay en ti, la cual habitó primero en tu abuela Loida, y en tu madre Eunice, y estoy seguro que en ti también.” (2 Ti. 1:5.)

Hermanas, vosotras, más que nadie, podéis influenciar en el futuro de la Iglesia en Argentina, porque vuestros hijos serán lo que vosotras les enseñéis.

El Señor ha dado a los padres el mandamiento de criar a sus hijos en la luz y la verdad; en armonía con ese mandamiento, yo os exhorto a que enseñéis a vuestros hijos la gran verdad del Evangelio, y que les leáis, desde pequeños, la palabra del Señor. Ellos comprenderán el Libro de Mormón mucho más de lo que podéis imaginar, y recordarán su mensaje y contenido aun antes de que puedan comprenderlo.

Enseñadles a amar el hermoso mundo en el cual viven, a respetarse a sí mismos como hijos de Dios que son. Enseñad a los varones a respetar a la mujer, porque no hacerlo constituye un insulto para el Padre, que la ama. Enseñad a vuestros hijos el significado de la virtud personal, porque sin ésta la vida llega a ser cruel, brutal y maligna. Enseñadles la importancia de obtener una educación, puesto que esa es la clave para el bienestar económico, y aumentará la influencia que puedan tener Hacia el bien; también hará que sean un honor para la Iglesia.

Enseñadles que deben servir en este mundo lleno de egoísmo, y que al servir generosamente a los demás, sólo estarán sirviendo y adorando a Dios, nuestro Padre; y enseñadles que no hay mejor forma de prestar servicio a su prójimo, que ir al campo misional a proclamar el Evangelio eterno.

Permitidme referiros ahora acerca de otra mujer, a quien también conocí muy de cerca. Hace algunos años que falleció, pero continúa viviendo en la vida de cada uno de sus siete hijos. Sólo vivió lo suficiente como para ver a dos de ellos salir en una misión. Un año y medio después, también murió su esposo. Mas, por medio de la fe que esa madre había sembrado en el corazón de sus hijos mientras eran pequeños, todos trabajaron para ayudarse mutuamente a fin de poder servir al Señor; uno fue misionero en América Central, otro en Japón, otro en Tailandia, otro en Australia, otro en España, otro en California; y el menor, que tiene dieciséis años, está preparándose para ir adonde el Señor lo llame. Aunque la madre de estos muchachos se fue de la tierra hace ya varios años, la fe de su existencia arde como un pilar de luz entre sus hijos.

Madres, que el Señor os bendiga para que cuando haya que dar cuenta de las victorias y derrotas de los hombres, cuando el polvo de las batallas de la vida comience a disiparse, cuando todo aquello por lo cual ahora nos esforzamos desaparezca, podáis estar allí, como la fortaleza de las nuevas generaciones, corno una motivadora fuerza de avance para la raza humana, cuya cualidad dependerá siempre de vosotras.

Que el Señor os bendiga, para que viváis y enseñéis a vuestros hijos de tal manera, que la obra del Señor se fortalezca y la vida sea mejor en éste, vuestro gran país; y que, como lo dijo el profeta Isaías: “. . .todos tus hijos serán enseñados por Jehová; y se multiplicará la paz de tus hijos” (Is. 54:13).

¿Podéis desear para vuestros hijos una bendición mayor que la paz? Entonces, enseñadles las vías del Señor.

Os doy mi testimonio de que ésta es la santa obra del Señor, y que sobre vosotras yace la gran responsabilidad de las futuras generaciones. Que el Señor os bendiga en vuestra sagrada obra, lo ‘ruego humildemente en el nombre de Jesucristo. Amén.

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