El espíritu navideño no se compra

(De un discurso pronunciado en 1976, ante los profesores de religión de la Universidad de Brigham Young.)
El espíritu navideño no se compra
por Jeffrey R. Holland

Jeffrey R. HollandSon tantas las lecciones que podemos aprender del sagrado relato del nacimiento de Cristo, que muchas veces tratamos de evitar darle énfasis a sólo una. Pero esto es precisamente lo que yo deseo hacer.

Uno de los detalles en que más he pensado últimamente, es que el mencionado relato es una historia de extremada pobreza. Me pregunto si Lucas no tendría un propósito especial al decir que «no había lugar para ellos en el mesón», en vez de «no había lugar en el mesón» (Lu. 2:7; cursiva agregada). Aunque no podemos probarlo, yo me atrevería a asegurar que el dinero tenía en aquellos días la misma influencia que tiene en la actualidad; y no puedo menos que pensar que si José y María hubieran sido personas adineradas, habrían encontrado alojamiento aun en aquella época del año en que había tanta gente en el lugar.

También me he preguntado si la Versión Inspirada de la Biblia sugerirá que ellos no conocían a ninguna persona de influencia, cuando dice que «no había nadie que les diera un cuarto en las posadas» (Versión Inspirada, Lu. 2:7).

No podemos tener la seguridad de la intención que tenía el historiador al escribir tales cosas, pero sabemos que aquellas personas eran tremendamente pobres. Cuando fueron a hacer la ofrenda de la purificación, que los padres debían hacer después del nacimiento de su hijo, substituyeron el cordero del sacrificio por un par de tórtolas; esta substitución fue permitida por el Señor en la Ley de Moisés, a fin de aliviar la carga de los que eran muy pobres. (Véase Lev. 12:8.)

Los tres reyes magos llegaron más tarde con sus regalos, dando un poco de esplendor y pompa a la ocasión. Es importante recalcar el hecho de que ellos viajaron una distancia considerable, probablemente desde Persia, en una jornada de por lo menos varios cientos de kilómetros; a menos que hubieran comenzado el viaje mucho antes de que la estrella apareciera, es muy improbable que hubieran llegado a destino la misma noche del nacimiento del Niño. Mateo registra que para ver a Jesús y adorarle, entraron «en la casa», lo que indicaría que la familia ya estaba viviendo en su casa. (Véase Mat. 2:11.)

Todo esto nos indica un importante detalle que deberíamos recordar siempre en la época navideña. Quizás deberíamos separar, aunque fuera un poco, la compra de regalos, el árbol de Navidad y los preparativos para la cena navideña, de aquellos momentos de silenciosa meditación en que debemos considerar el verdadero significado del Nacimiento.

El oro, el incienso y la mirra fueron obsequios dados con humildad, y con humildad apreciados y recibidos. Quizás nos entusiasmemos al dar y recibir regalos y, por ese motivo es necesario que imaginemos aquel escenario sencillo y pobre, aquella noche en la que no hubo guirnaldas, ni manjares, ni regalos, ni bienes de este mundo. Solamente si enfocamos nuestra atención en el sencillo y sagrado objeto de nuestra devoción – el Niño de Belén – podremos dar los regalos en la forma apropiada.

Como padre, he comenzado a pensar más a menudo en José, aquel hombre fuerte, silencioso, casi desconocido, que tiene que haber sido más digno que cualquier otro mortal, a fin de ser el padre adoptivo del Hijo del Dios viviente. José fue el elegido de entre todos los hombres para enseñarle a Jesús a trabajar; él fue quien le enseñó los preceptos de la Ley de Moisés; fue él quien, en la soledad de su humilde taller de carpintero, ayudó al Señor a comprender quién era, y cuál sería su misión.

Mi esposa y yo éramos todavía estudiantes universitarios cuando nació nuestro primer hijo. Éramos entonces muy pobres, aunque ricos en comparación con José y María. Ambos trabajábamos y estudiábamos y además cuidábamos un edificio de apartamentos, lo cual nos ayudaba a pagar el alquiler. Pero cuando comprendí que el momento esperado se acercaba, hubiera hecho cualquier cosa honesta con tal de asegurar que mi esposa y mi hijo recibieran la atención apropiada.

Comparando mi situación con la de José, pienso que no podríamos imaginar siquiera los sentimientos de aquel hombre al recorrer las calles de una ciudad desconocida, sin un amigo cerca que le tendiera la mano, ni ninguna otra persona que deseara hacerlo.

En aquellas últimas y más dolorosas horas que precedieron el alumbramiento, María tuvo que recorrer unos 160 kilómetros desde Nazaret, en Galilea, hasta Belén, en Judea. José tiene que haber derramado calladas lágrimas al contemplar su silencioso valor. Después, solos e inadvertidos, tuvieron que descender desde la compañía humana a la soledad de un establo, una cueva en la piedra llena de animales, para traer al mundo al Hijo de Dios.

Me pregunto cuáles serían los pensamientos de José, al limpiar el estiércol y la basura del establo; me pregunto si sentiría el escozor de las lágrimas al tratar apresuradamente de encontrar un poco de paja limpia y de mantener los animales alejados de su esposa; me pregunto si pensaría: «¿Podría un niño nacer en Tugar más insalubre, más mezquino, en circunstancias más sórdidas que éstas? ¿Es acaso éste un lugar apropiado para un rey? ¿Debe la madre del Hijo de Dios entrar en el valle de la sombra de muerte en un sitio impuro y desconocido como éste? ¿Haré mal en desear que pudiera ella estar más cómoda? ¿Es éste el lugar donde Él tiene que nacer?»

Pero estoy seguro de que José no murmuró, ni María se quejó. Estoy seguro de que conocían las respuestas a todas esas preguntas. Quizás hasta supieran entonces que, tanto en el principio como en el fin de Su vida mortal, ese hijo que les nacería tendría que padecer más allá de todo padecimiento y desengaño humano.

También he pensado en María, la más favorecida de entre todas las mujeres en la historia de este mundo, quien siendo todavía jovencita, recibió la visita del ángel cuyas palabras cambiarían no sólo el curso de su vida, sino el de todo el género humano:

«¡Salve, virgen muy favorecida del Señor! El Señor es contigo; bendita y elegida eres tú entre las mujeres.» (Versión Inspirada, Lu. 1:28.)

La calidad de su espíritu y la profundidad de su preparación se revelan en su respuesta, que al mismo tiempo demuestra inocencia y madurez:

«He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra.» (Lu. 1:38.)

Al pensar en ella vacilo, y trato de imaginar los sentimientos de una madre cuando sabe que ha concebido un alma viviente, cuando siente que la vida se agita y crece en su vientre, cuando da a luz a su hijo. En esos momentos, el padre se hace a un lado y observa; la madre siente, y jamás olvida. Fijémonos en las cuidadosas palabras con que Lucas registra aquella noche santa en Belén:

«Y. . .se cumplieron los días de su alumbramiento.

Y dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales, y lo acostó en un pesebre.» (Lu. 2: 6-7.)

Secundando solamente al Niño en importancia, María es la figura principal, la reina, la madre entre las madres, atrayendo sobre ella nuestra atención en aquél, el más grandioso de todos los momentos de la historia.

Sabemos que con excepción de la compañía de su amante esposo, María estaba sola. Me pregunto si siendo tan joven, un poco niña todavía, no habría deseado la presencia de su madre, o de una hermana, o de una amiga que le acompañara en el momento de dar vida a su primer hijo. ¡Para tan significativo nacimiento, tendrían que haber estado disponibles todas las parteras de Judea! Alguien debía haber estado con ella para enjugarle la frente, sostenerle la mano y, una vez que todo hubiera terminado, ayudarla a recostarse en una cama con sábanas frescas y limpias.

Pero nada de esto ocurrió. Con la sola ayuda inexperta de José, María trajo al mundo a su primogénito, lo envolvió en los pañales que había llevado consigo, y lo acostó sobre el heno.

En ese momento las huestes celestiales rompieron a cantar:

«¡Gloria a Dios en las alturas,

Y en la tierra, paz, buena voluntad para con los hombres!» (Lu. 2:14.)

Mas, con la excepción de los seres celestiales, José, María y el Niño que se había de llamar Jesús, estaban solos en el pesebre. En aquel momento esencial en la historia de la humanidad, un momento iluminado por una nueva estrella que apareció en los cielos con ese solo propósito, probablemente no hubiera ningún otro mortal presente; sólo estaban allí el humilde carpintero, la joven y hermosa madre virginal, y los silenciosos animales del establo que no tenían el poder de comunicar la santidad de la escena que contemplaban.

Más tarde habrían de llegar pastores; después, los magos del Oriente. Pero en el principio sólo estaba la pequeña familia, sin adornos, ni árboles, ni juguetes, ni guirnaldas. Así fue la primera Navidad.

Es en honor de aquel Niño que debemos cantar:

¿Salve, Príncipe de Paz!
Redención traído has,
Luz y vida con virtud,
En tus alas la salud
De su trono descendió
Y la muerte conquistó,
Para dar al ser mortal
Nacimiento celestial.
(Himnos, N° 44)

Quizás fuera al recordar las circunstancias de Su nacimiento y de Su propia niñez, al pensar que de cada alma en el reino celestial se exigirá pureza, fe y humildad sincera, que Jesús dijo muchas veces al contemplar a los niños que lo amaban (esos niños que sabían quién era El):

«De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.» (Mat. 18:3.)

La Navidad es, por lo tanto, para los niños. . . para los niños de todas las edades. Quizás sea por eso que una de mis canciones de Navidad favoritas, es una canción escrita para los niños:

Jesús en pesebre sin cuna nació;
Su tierna cabeza en heno durmió…
Te amo, oh Cristo, y mírame, sí,
Aquí en mi cuna, pensando en ti.
Te pido, Jesús, que me guardes a mí,
Amándome siempre, cual amo a ti.
A todos los niños da tu bendición,
Y llévanos todos a tu gran mansión.
(Himnos, N° 41. Canta conmigo)

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