Marzo de 1979
Llamados por profecía
por el élder Boyd K. Packer
del Consejo de los Doce
Quisiera referirme a un tema muy sagrado, que me llena de gratitud cada vez que pienso en él, y compartir con el lector algunos pensamientos y experiencias relacionados con una pregunta de Moroni, el Profeta de la antigüedad:
“. . . ¿han cesado acaso los días de los milagros?
O ¿han cesado los ángeles de aparecer a los hijos de los hombres? o ¿les ha retenido él la potestad del Espíritu Santo? o ¿lo hará, mientras dure el tiempo, o exista la tierra, o quede en el mundo un hombre a quien salvar?” (Moroni 7:35-36.)
Después, él mismo da respuesta a su pregunta con estas palabras:
“He aquí, os digo que no; porque es por la fe que se obran milagros, y es por la fe que aparecen ángeles y ejercen su ministerio a favor de los hombres; por lo tanto, si han cesado estas cosas, ¡ay de los hijos de los hombres, porque es a causa de la incredulidad, y todo es inútil!
Porque, según las palabras de Cristo, ningún hombre puede ser salvo a menos que tenga fe en su nombre; de modo que si estas cosas han cesado, la fe ha cesado igualmente; y terrible es la condición del hombre, porque queda como si no se hubiera efectuado una redención.” (Moro. 7:37-38.)
Durante Su ministerio, el Señor prometió que estas señales seguirían a los que creyeran:
“En mi nombre echarán fuera demonios; hablarán nuevas lenguas;
tomarán en las manos serpientes, y si bebieren cosa mortífera, no les hará daño; sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán.” (Mar. 16:17-18.)
Estos milagros han sido siempre un testimonio más de que su Iglesia está sobre la tierra, y son conocidos para nosotros (yo diría que son muy comunes entre nosotros), pero no se habla de ellos a menudo, porque los contemplamos con humildad y con inmensurable reverencia. No es a estos milagros a los que quiero referirme, sino a otro, uno silencioso, que nos acompaña constantemente y, aunque es siempre evidente, muchas veces es ignorado.
En una reunión de testimonios, hace poco tiempo, un amigo mío habló de cierta conversación que había mantenido con uno de sus compañeros de trabajo; mi amigo siempre había pensado que éste era un miembro activo y fiel de la Iglesia; sin embargo, durante esa conversación, él comentó que no siempre creía que hubiese inspiración en los llamamientos que se hacen en la Iglesia, sino que a veces parecían más bien hacerse por desesperación o necesidad. No sé si se referiría a algún llamamiento que él mismo hubiera recibido y para el cual se sintiera indigno; o quizás alguien que tuviera un llamamiento en su barrio lo hubiera ofendido; quizás también estuviera pensando en aquellos —unos pocos— que reciben el llamamiento con desgano, lo aceptan y luego fracasan en el cumplimiento. Para todos los que piensen así, quisiera citar unos versículos de Doctrinas y Convenios:
“Mando, y los hombres no obedecen; revoco, y no reciben la bendición.
Entonces dicen en sus corazones: Esta no es la obra del Señor, porque sus promesas no se cumplen. Pero ¡ay de tales! porque su recompensa viene de abajo y no de arriba.” (58:32-33.)
Revelación en la Iglesia
Quisiera considerar aquí el silencioso milagro que tiene lugar en el llamamiento de los miembros a determinados cargos, y su respuesta al mismo. Siempre me siento más humilde ante éste, el milagro del procedimiento que se sigue en la Iglesia para efectuar un llamamiento, y el testimonio del que lo recibe y responde a él. Es necesario considerar cuidadosamente la idea de que no haya inspiración en esto.
Hace muchos años aprendí una importante lección; creo que en aquélla oportunidad era la segunda vez que veía al presidente Harold B. Lee. En esa época, yo era miembro del sumo consejo de una estaca, y en una ocasión el presidente de la estaca había presentado en nuestra reunión el nombre de un hombre, al cual se deseaba llamar a un cargo directivo en la estaca. Yo era maestro de seminario y un compañero, también maestro, me había hablado una o dos veces de aquel hermano comentando cuán capacitado era para trabajar en la Iglesia, pero que no se le podía pedir que lo hiciera por un problema emocional que tenía su esposa; este problema era un rasgo de su carácter por el cual se la podía calificar de maliciosa, creo que este término lo explica todo.
Cuando el presidente de la estaca presentó el nombre del hermano para un cargo de presidencia y solicitó nuestro voto, mi compañero y yo votamos en contra, lo cual no es muy común. El presidente habló del asunto por unos minutos, y luego dijo que, a pesar de nuestros votos negativos, sentía que debía seguir adelante con el llamamiento, y nos preguntó si lo apoyaríamos. En este caso, la situación cambiaba; ya no se trataba de apoyar a determinada persona para un cargo, sino de dar nuestro voto de apoyo al presidente de la estaca; por lo tanto, cuando él llamó a votación nuevamente, mi compañero y yo nos unimos a los otros diez miembros del consejo para apoyar la decisión del presidente de la estaca.
Uno o dos meses después tuvo lugar la conferencia de estaca, en la cual se efectuaría la ordenación de aquellos que habían recibido llamamientos. La Autoridad General visitante era el élder Harold B. Lee, del Consejo de los Doce. Después de la conferencia, nos reunimos para las ordenaciones. Los primeros fueron un obispo, sus consejeros y algunos otros hermanos; luego le tocó el tumo al hermano aquél, de ser ordenado por el élder Lee. Mi amigo, que estaba sentado junto a mí, me hizo un gesto e inclinándose hacia mí, me dijo con una sonrisa:
—Bueno, hermano Packer, ahora veremos si la Iglesia es dirigida por revelación.
El élder Lee puso las manos sobre la cabeza del hermano y comenzó con las palabras que son comunes a toda ordenación. De pronto hizo una pausa, como vacilando; luego continuó, diciéndole lo siguiente:
—Las demás bendiciones que se relacionan con su vida, actividades y ocupación, y que se han pronunciado sobre la cabeza de las otras personas, se aplican también a usted mismo. Pero hay otra bendición, que es para usted exclusivamente.
Después de esto, procedió a darle una larga bendición, sumamente significativa, que, en realidad no era para él, sino para su esposa. Fue algo extremadamente interesante de observar.
Apenas terminó la reunión, me acerqué al élder Lee y le pregunté:
— ¿Conocía usted al hermano…?
—No —me contestó— No creo haberlo visto nunca hasta el momento en que entré aquí hoy.
Le comenté entonces:
—Recibió una bendición muy diferente a las de todos los demás.
El élder Lee me respondió.
—Sí. Yo también sentí eso.
Un tiempo después, el presidente de la estaca nos dijo:
—Había pensado hablar con el élder Lee sobre los problemas del hermano…, y decirle que necesitaría una bendición especial; pero con los apuros y el trabajo de la conferencia, se me olvidó hacerlo.
Tal como había comentado mi compañero de seminario, aquel día realmente vimos si la Iglesia es dirigida por revelación.
El milagro de un llamamiento misional
Con el enorme crecimiento de la Iglesia, los miembros del Consejo de los Doce estamos casi constantemente ocupados en la organización o reorganización de estacas, en alguna parte del mundo. Nuestra asignación es, invariablemente, una experiencia interesante e inspiradora, aunque estoy seguro de que no la consideraría así si no fuera porque el principio de la revelación es un principio práctico y funcional, y se emplea constantemente.
Imaginaos llegando a alguna parte del mundo, un sábado por la tarde. A veces, cuando un vuelo se atrasa, llegamos tarde y las reuniones tienen que reorganizarse. Aun así, a la mañana siguiente tendremos que apartar nuevos líderes, estar entré personas a quienes jamás hemos visto, y a veces, luchar con la barrera de un idioma que no hablamos. Si esto se llevara a cabo de acuerdo con la costumbre de los hombres, sería necesario tener informes personales de cada uno de los nuevos líderes, varias entrevistas, un estudio minucioso de sus actividades y la recomendación de varias personas que lo conocieran, Pero en la Iglesia no es así, ni podría serlo pues tenemos poco tiempo por delante; el mundo es muy grande y son demasiados los lugares a donde debemos ir. Es algo maravilloso poder presentarse ante el Señor con una simple pregunta, y recibir de Él una respuesta directa, positiva e inconfundible. Este procedimiento de llamar o relevar a los miembros de la Iglesia, es un milagro que siempre me hace sentir más humilde.
Tenemos un joven vigoroso, activo, lleno de entusiasmo por la vida, en una edad en que normalmente tendría más interés en las cosas materiales que ésta le ofrece, y que, sin embargo, está deseoso de responder a un llamamiento misional, costearse la misión y entregar parte de su vida (dos años) para predicar el evangelio. ¿Qué clase de persuasión milagrosa se necesita para lograrlo? Sí, es cierto, es un milagro; pero tenemos casi 27.000 de estos milagros.
Cuando yo era Presidente de la Misión de Nueva Inglaterra (EE.UU.), teníamos dos misioneros que cumplían su misión a 3.200 kilómetros de distancia. Un día se me ocurrió pensar: “Este es un interesante sistema. Se toma un joven, todavía en la adolescencia, un jovencito común y corriente, y se le llama para cumplir una misión; se le aparta como misionero; se le da por compañero otro jovencito, y se les manda a trabajar en la obra, con una asignación mensual del mismo dinero que ellos proveyeron para su misión. Antes de que empiecen, se les da una lista de instrucciones: no deben flirtear con las chicas, tienen que atenerse a las rígidas reglas misionales, deben dedicar todo su tiempo a predicar y enseñar el evangelio, y otras cosas por el estilo. A veces se les provee un medio de transporte: otras, no. Cuando uno se detiene a pensar en ello, tiene que admitir que parece algo sin sentido, que un plan así no podría funcionar. El único justificativo que tenemos es que funciona.ʺ
Era indudable que podíamos confiar en aquellos dos misioneros, porque ellos habían llegado al conocimiento de que esta Iglesia también les pertenece a ellos, que Jesucristo es también su Señor y que el método del sostenimiento de oficiales —el simple método de la revelación relacionada con el llamamiento—, es uno de los principios fundamentales de vida en esta Iglesia…
Es necesario que meditemos sobre el motivo que impulsa a un hombre a dejar de lado sus intereses personales, interrumpir sus actividades profesionales o laborales, olvidar sus preferencias políticas, renunciar muchas veces a la antigüedad en el trabajo o a los beneficios de jubilación, para ir a cualquier parte en la tierra sin vacilaciones y sin recibir ninguna compensación monetaria extraordinaria, con el solo objeto de presidir sobre una misión de la Iglesia.
Hace algunos años, cuando yo supervisaba las misiones de Europa Occidental, surgió la urgente necesidad de un presidente de misión que tuviera conocimiento de un determinado idioma. Se presentaron varios hombres, pero ninguno de ellos parecía ser el correcto. Entonces, uno de los hermanos recordó a un hombre que había conocido años atrás, creo que en Corea, y que trabajaba en el Servicio de Aduanas. Increíblemente, a la sola mención de aquel nombre, el Espíritu nos confirmó que era la persona indicada. A causa de que el tiempo apremiaba, se le llamó por teléfono para comunicarle su llamamiento como presidente de misión.
En esa época vivía en la ciudad de Washington, capital de los Estados Unidos, y se encontraba a un paso de alcanzar la máxima jerarquía en su trabajo. Durante toda su vida había ido progresando, escalón por escalón, con la esperanza de llegar algún día al tope. Su jefe inmediato le había indicado que tenía el propósito de jubilarse pronto, por motivos de salud, y que él sería el recomendado para ocupar su posición. Fue justamente entonces cuando recibió nuestra llamada telefónica.
Como yo deseaba conocerlo, fui a visitarlo, y me invitaron a pasar la noche en su casa. Mientras estaba allí, él me mostró el mensaje escrito que había recibido de su superior. Decía así:
“Dígale a ese ‘hermano’ suyo, el tal Packer, que usted no es ningún misionero, que hemos trabajado juntos por 30 años y usted no ha podido convertirme. Dígale que están cometiendo un gran error. Y usted también. Pienso que tiene que estar loco. Después de todo lo que ha trabajado, ¿va a abandonar su futuro, y los beneficios de la jubilación? ¡Está loco! Dígame, ¿por qué lo hace?”
La respuesta era muy simple: había recibido un llamamiento. En esta Iglesia sabemos que la forma en que se responde a un llamamiento, no depende del testimonio de quien lo emite, sino del testimonio de quien lo recibe.
Fue una interesante experiencia. Lo que necesitábamos era un hombre que hablara francés. Después que ya se encontraba en el campo misional, cuando tuvimos algunos problemas relacionados con miembros que estaban en España, nos enteramos de que este hermano hablaba y leía español sin dificultad. Probablemente, si hubiéramos tratado de encontrar a un miembro de la Iglesia que hablara francés y español, y que tuviera algo de experiencia en relaciones diplomáticas, particularmente con respecto al trabajo de aduanas, no habríamos podido encontrarlo, Y sin embargo, por la ʺcasualidadʺ de que en la memoria de uno de los- hermanos presentes permaneciera el recuerdo de aquel hermano que hablaba francés, a quien había conocido en Corea, encontramos a nuestro presidente de misión.
Ahora bien, creo que cada llamamiento que recibimos en la Iglesia, lleva consigo tres cosas a las cuales quisiera referirme.
Inspiración espiritual
Primero, y a manera de preparación, frecuentemente se recibe una inspiración espiritual especial. Cada vez que llamamos a un nuevo presidente de estaca, me resulta muy interesante preguntarle:
—Presidente, ¿cuándo tuvo la primera noticia de su nuevo cargo?
Sé muy bien que, en la mayoría de los casos, el anuncio no ha salido de mis labios. Entonces tengo la oportunidad de oír contar experiencias sagradas, que no relataré aquí, sobre la forma en que les ha sido anunciado su nuevo cargo a fin de qué fie prepararan para el llamamiento.
Pruebas
En segundo lugar, por lo general hay una prueba que está relacionada con dicho llamamiento. Es un tipo de examen, parecido a los que tenemos que pasar en la escuela, y al igual que en los de la escuela, también en éste podemos fracasar.
Recuerdo una experiencia que tuve cuando era joven y estaba en el servicio militar. Había permanecido alejado de mi hogar durante cuatro años. De acuerdo con el sistema que teníamos, nos daban puntos; ganábamos un punto por cada mes que estuviéramos fuera del país, cierta cantidad más según las batallas en las cuales hubiéramos estado, etc.; los que tuvieran un puntaje más alto, eran los primeros en ser enviados de regreso al país.
Naturalmente, había millones de hombres para enviar de regreso y los embarques eran limitados; esto hacía más importante aún la acumulación de puntos, que aparecía en una gráfica que estaba a la vista de todos. A medida que uno los acumulaba, llegaba un momento en que, al mirar la gráfica, se daba cuenta de que el próximo barco que llegara lo llevaría de regreso a la patria. Un día me tocó el tumo a mí, y agradecí profundamente al Señor porque por fin podría volver al seno de mi familia.
Ese mismo día, mi comandante me llamó a su oficina y me dijo que se abriría una nueva unidad en Japón, y que yo sería el oficial de operaciones. Al oír esto, no pude controlarme y le dije todo lo que pensaba; en realidad, podrían haberme sometido a un consejo de guerra por ello. Creo que hasta usé algunos términos de las Escrituras en mi arenga. El me escuchó pacientemente, y cuando terminé me dijo:
—Está bien, Packer. De todas maneras tendrás que ir.
Y así fue. Esa misma tarde, en un C-47, con todas mis pertenencias a bordo, y con los demás que habían recibido la misma asignación, me puse a reflexionar amargamente en que pasarían meses antes de que pudiera volver a casa, que aquélla no sería una misión de dos o tres semanas. Luego, le pedí explicaciones al Señor, preguntándole “¿Por qué?”. Jamás había deseado nada con tanta intensidad, como deseaba poder volver a mi hogar; había orado por ello; había tratado de ganármelo, de merecerlo; me había esforzado por lograrlo y cuando estaba a mi alcance, aquello que había deseado por sobre todas las cosas me era negado.
No sé cómo logré sobreponerme; cuando pienso en ello ahora, sé sin ninguna duda que el Señor estaba entonces contestando mis oraciones, pues de aquella experiencia y de cosas que me pasaron en los meses siguientes, saqué lecciones que fueron fundamentales en mi preparación para el llamamiento que ahora tengo. Claro que en aquella oportunidad no me era posible ver el futuro. Pero sé que muchas veces el Señor nos prepara para lo que El mismo nos tiene reservado.
Un poder fortalecedor
En tercer lugar, con relación a este silencioso milagro que mencione, está la investidura de poder e inspiración que recibe la persona cuando es apartada para un cargo; es éste un poder fortalecedor que asegurará el éxito de cualquier persona que reciba un llamamiento en la Iglesia. El Señor lo sabe todo, y Él nos dice:
“Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos… (Is. 55:8.)
A veces nos rebelamos en contra de algunas de las experiencias por las que el Señor nos obliga a pasar; dudamos y, sin embargo, en cada una de ellas existe un silencioso milagro. Como dijo el presidente Clark:
“En esta Iglesia no buscamos un cargo, ni tampoco lo rechazamos; simplemente lo aceptamos cuando hemos sido debidamente llamados.” (Conference report, oct. de 1950.)
También tenemos un Artículo de Fe que dice:
“Creemos que el hombre debe” —y no dice puede, o es capaz de, o quizás sea— “debe ser llamado de Dios, por profecía y la imposición de manos, por aquellos que tienen la autoridad para predicar el Evangelio y administrar sus ordenanzas.” (N° 5.)
El mundo no entiende este principio, y hay algunos miembros de la Iglesia que tampoco lo comprenden. Aquel hombre que dijo que a veces se emiten llamamientos “por desesperación”, no tiene el verdadero espíritu. Porque “el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Cor. 2:14). Y he podido observar que cuando se encuentra en una persona un espíritu de crítica, de cinismo y la tendencia a ridiculizar estas cosas tan sagradas, también se encuentra un espíritu de desobediencia. (Es necesario que recordéis siempre esa palabra.) Cito nuevamente la escritura de Doctrinas y Convenios:
“Mando, y los hombres no obedecen; revoco, y no reciben la bendición.
Entonces dicen en sus corazones: Esta no es la obra del Señor, porque sus promesas no se cumplen. Pero ¡ay de tales! porque su recompensa viene de abajo y no de arriba.”
Os puedo asegurar, mis hermanos, que el principio de revelación está operando constantemente en la Iglesia, y deseo terminar relatando otra experiencia:
En una ocasión, me encontraba en Samoa organizando una estaca, y nos reunimos con un grupo de maravillosos hermanos samoanos. A uno de ellos, un presidente de rama, le expliqué que, puesto que estábamos organizando la estaca y buscando un hombre digno para presidente, necesitábamos las sugerencias de cada uno de ellos. El me respondió:
—Sí, ya sé. He orado al respecto y por la voz del Espíritu he llegado a obtener el conocimiento de que el obispo lona será el presidente de nuestra estaca.
Estaba en lo cierto. Pero como yo no me sentía dispuesto a que fuera él quien decidiera, insistí en que sugiriera el nombre de otra persona.
—No. Ese es el único —me respondió.
Entonces le dije:
—Supongamos que el hermano lona no pueda aceptar el cargo; o que por algún motivo, no deba. ¿No puede darme el nombre de algún otro hermano?
Él se quedó mirándome en silencio por unos minutos y luego me preguntó:
—Hermano Packer, ¿usted quiere que yo vaya en contra del testimonio que he recibido del Espíritu?
Aquel hombre extraordinario estaba poseído por el Espíritu; y todos podemos estarlo, cada uno de acuerdo con los llamamientos que reciba.
Mis hermanos, esta Iglesia está dirigida por un Profeta de Dios, por medio del principio de la revelación constante. Al viajar por el mundo, continuamente tenemos experiencias como éstas, aunque no hablamos mucho de ellas; son como muchos^ otros milagros, las señales que siguen a los que creen. Ruego que estemos reverentemente agradecidos por este poder fortalecedor del Espíritu.
Jesús vive y es el Cristo. Os doy mi testimonio de Él. Muchas personas enseñan que Él es una vaga influencia que existe en alguna parte de los cielos. Pero Él es Jesucristo, el Hijo de Dios, el Unigénito del Padre, y para nosotros no es ningún extraño. Sus siervos en esta tierra lo conocemos.
























