Octubre de 1980
El despistado
por Cathleen Johns y Laird Roberts
Ha experimentado alguno de vosotros un real revés en ocasión de querer desesperadamente tener éxito? Si así ha sido, bien podréis comprender lo que le sucedió a Enrique.
El pequeño Enrique Marsh no podía ocultar su pasión por el fútbol, inclinación que a los doce años de edad parecía más intensa que nunca. Luego que el equipo de su colegio ganó el campeonato del estado en Texas y fue a participar en los juegos anuales contra los equipos campeones del vecino estado de Oklahoma, todo parecía ir muy bien; éste era un día sumamente importante para nuestro joven amigo.
Enrique permaneció en la banca de los suplentes observando cómo sus compañeros de equipo batallaban constantemente frente a la meta contraria. Casi al final del segundo tiempo, con el marcador empatado, recibió orden de ingresar al campo. Iba lleno de ánimo, a jugar contra el mundo entero. El equipo contrario se lanzó al ataque en tanto que la defensa del equipo de Enrique se agrupó rápidamente para poder controlar la situación. Uno de los zagueros se apoderó de la pelota y la pasó a Enrique, tomándolo por sorpresa total.
Este era el momento culminante de su corta carrera en el fútbol. Retumbando en sus oídos los gritos de la multitud, vaciló solamente un instante antes de empezar a correr a lo largo del campo tan rápidamente como le fuera posible. ¡No podía creerlo… entre él y el gol se interponía únicamente el portero! El público tampoco podía creerlo mientras lo observaba correr en dirección a su propia valla: ¡Iba a convertir un gol en contra! Afortunadamente el equipo de Oklahoma estaba bastante confundido al punto de que uno de sus jugadores se le interpuso antes de que llegara demasiado lejos. Enrique luchó denodadamente para defender la pelota. Súbitamente la gritería de la multitud cambió de tono en sus oídos… y comprendió lo que había sucedido. Si la humillación puede ser representada por un sonido, aquel era el indicado.
Han pasado varios años, y los gritos han llegado a ser parte del nombre de aquel jovencito que ahora le dicen “Enrique el despistado”.
Pero en la actualidad, recuerda los sonidos magníficos que se oían en el estadio olímpico de Montreal, Canadá, cuando estaba de pie junto al resto de los atletas representando a los Estados Unidos en las Olimpíadas de 1976.
La historia del ascenso de Enrique desde el equipo de fútbol de la escuela segundaría hasta la escuadra olímpica demuestra que no importa cuán grande haya sido el fracaso, sino que lo que importa es la altura a la que uno se eleva al hacer un nuevo intento. A los catorce corría dieciséis kilómetros diarios como parte de su entrenamiento. Después que su familia se trasladó a Hawaii, obtuvo el título de campeón del estado en carrera de obstáculos a campo traviesa. Pero no todo fue color de rosas para Enrique. En el transcurso de su primer año en la Universidad Brigham Young, no alcanzó el puntaje necesario para integrar el equipo de atletismo.
No sabiendo qué hacer con él, el entrenador dijo: “¿Por qué no ponemos a Marsh en las carreras de obstáculos?” Ésta carrera es agotadora ya que hay que recorrer una distancia de tres kilómetros doscientos metros, y en ese trecho hay obstáculos sólidos y barreras de agua que tienen que ser vencidos. Ese año obtuvo el séptimo lugar entre los atletas con los cuales compitió. Parecía haber encontrado su especialidad en carreras.
Para Enrique Marsh una misión no representaba algo que lo hiciera vacilar, sino que era algo que siempre había querido desde que tenía memoria; por lo tanto, cuando llegó su llamamiento, no tuvo absolutamente ninguna duda.
Era un nuevo Enrique Marsh el que regresó después de dos años en el campo misional. Sus músculos estaban un poco flácidos, pero dentro de sí había una fuerza nueva, una fuerza que representaría una gran diferencia en todo lo que iba a hacer. Mirando hacia el pasado, Enrique dice: “Si no hubiera ido a cumplir una misión, nunca habría llegado a las Olimpíadas”.
Sin embargo, aún le faltaba ponerse a prueba. No poseía ninguna beca, no contaba con dinero para pagar su ingreso a la universidad y los entrenadores no esperaban mucho de él. Durante algún tiempo corrió por el puro placer de hacerlo. Se preguntaba si lograría clasificarse para integrar al equipo, si sería lo bastante bueno, si valdría la pena hacer el esfuerzo.
En enero de ese año, abandonó el equipo tras haber sido admitidos otros dos corredores. Después, mirando la situación bien a fondo, se dijo: “Enrique, nunca vas a saber cuán bueno eres si no sigues adelante y lo pruebas.” Una semana después estaba otra vez en el, equipo.
Ese fue el punto decisivo para Enrique como competidor. Ocasionalmente seguía fracasando, pero parecía mejorar después de cada fracaso. En una carrera clasificatoria para los juegos olímpicos, le sacó una ventaja de 22 segundos al corredor favorito. En las Olimpíadas de Montreal, Canadá, fue el único miembro del equipo de los Estados Unidos que se clasificó para las finales en carrera de obstáculos.
Enrique tuvo que pellizcarse para asegurarse de que no era un sueño: las Olimpíadas, la entrevista con el Presidente de los Estados Unidos, conocer a algunos de los mejores atletas del mundo y luego la competencia. Alcanzó el décimo lugar en la carrera, mejorando su propio tiempo en cuatro segundos. La mejor edad para competir en carreras de obstáculos es alrededor de los veintinueve años, y a los 21 él ya era el segundo competidor más joven en esa especialidad.
Posteriormente, el 8 de julio de 1979, “Enrique el despistado” ganó una medalla de oro en la carrera de obstáculos de los Juegos Panamericanos de Puerto Rico. El tiempo que marcó fue de 8 minutos, 43,5 segundos. La mejor marca de toda su carrera atlética es de 8 minutos, 21,5 segundos. “Este es el punto culminante de mi carrera”, dijo Marsh.
Tres semanas después, ganó una segunda medalla de oro en una competencia internacional realizada en los Juegos Espartanos de Rusia, el 25 de julio. En estos juegos, realizados para quince de las Repúblicas Soviéticas como un evento preolímpico, Marsh realizó lo que los observadores calificaron como “un esfuerzo supremo” en el último tramo, para ganar en un tiempo de 8 minutos, 28,09 segundos.
En cuanto a las Olimpíadas del futuro, Enrique sencillamente dice que para él las metas son de carácter diario. “Mi meta”, dice, “es mañana correr mejor que hoy.”
























