Marzo de 1980
Guardad los mandamientos a cualquier precio
por el élder Gene R. Cook
del Primer Quórum de los Setenta
En mi juventud, dudaba con frecuencia de la importancia de guardar los mandamientos del Señor. Por ejemplo, me preguntaba si en realidad El necesitaría mi diezmo, ya que yo ganaba muy poco; o si sería necesario santificar el día de reposo. Pero no pasó mucho tiempo sin que me diera cuenta de que El no necesitaba mi dinero, ni mi obediencia, sino que al contrario, era yo quien necesitaba ser fiel a Su palabra para poder recibir la fortaleza espiritual y las bendiciones que sólo se pueden obtener al obedecer los mandamientos del Señor.
Cuando apenas tenía once años traté de conseguir mi primer trabajo. Es muy común en mi país que los jóvenes repartan periódicos en el vecindario y éste era mi deseo, aunque sabía que no tenía la edad suficiente pues para ese empleo se requería haber cumplido los doce años. Fue muy difícil al principio tratar de convencer al que estaba encargado de dar los trabajos, de que un muchacho tan joven pudiera ser lo suficientemente responsable como para ser empleado, pero con la ayuda de mi padre lo convencimos de que me dejara probar.
Siento que el Señor verdaderamente me bendijo en mi juventud pues pude realizar en forma eficaz aquel trabajo, el cual fue muy importante para mí porque en esos años tempranos de mi vida aprendí a ser responsable con el dinero, a vender las suscripciones del periódico, cobrar, y también a tratar con las diferentes personas. Cada mes pagaba sin falta y de todo corazón la décima parte de todo lo que ganaba.
A la edad de dieciséis años, después de haber repartido periódicos por cinco años, quedé muy sorprendido cuando el gerente de circulación me pidió que fuera supervisor de todos los muchachos de la ciudad que hacían el mismo trabajo. Para mí eso constituía un gran honor, porque era bastante joven como para tener semejante responsabilidad. Recuerdo el sentimiento de gratitud hacia el Señor que embargaba mi corazón y consideré esto como una bendición directa de mi Padre, que me permitía progresar y obtener un mayor desarrollo.
Trabajé como asistente del gerente de un período de casi dos años, y fue entonces cuando recibí una de las pruebas más grandes de mi vida, algo que nunca podré olvidar. Hasta entonces había sido fiel en el pago de los diezmos y creía en este principio, pero mi testimonio de él no era de la misma magnitud que adquiriría después de esa experiencia.
Un sábado por la tarde después de haber terminado el trabajo, el gerente me dijo que a partir de la semana siguiente sería indispensable que yo trabajara todos los domingos por la mañana. Él era miembro inactivo de la Iglesia y sabiendo que mi reacción no sería muy positiva, me dijo astutamente que aunque faltara a la reunión de sacerdocio y a la Escuela Dominical, podría buscar la manera de asistirá las demás reuniones y así el problema no sería demasiado serio. Después, pensando que quizás sus promesas me convencerían de trabajar los domingos, me prometió un aumento del treinta por ciento en mi salario.
Aún puedo recordar el impacto tan fuerte que sus palabras causaron en mi corazón, y la sinceridad de mi respuesta: «Estoy completamente seguro de que no podré trabajar los domingos».
«Mira», me dijo él, «tendrás que trabajar los domingos, o me buscaré otro asistente.»
Cuando salí ese día de la oficina, la tristeza invadía mi corazón. Me dirigí al Señor y le pregunté por qué tenía que perder mi trabajo por causa de la Iglesia; había estado ahorrando el dinero suficiente para pagarme la misión, y sólo porque no estaba dispuesto a quebrantar el día de reposo trabajando los domingos, iba a perder mi empleo.
Le pedí consejo a mi padre, pero todo lo que me dijo fue: «Estoy seguro de que harás lo que es correcto, sea lo que fuere». Sentí que me había quedado solo para tomar tan gran decisión y poco después me di cuenta de que la única manera de resolver mi dilema era preguntándole al Señor cuál era su voluntad.
El sábado siguiente fui y le dije al gerente que no trabajaría los domingos, a lo que me contestó diciendo que si esa era mi decisión, sólo me quedaba una semana más en el empleo como asistente, y que luego me reemplazaría un muchacho que «realmente tenía deseos de trabajar».
Esa tarde salí del trabajo sintiéndome muy triste y pensando que al cabo de cinco o seis días ya no tendría trabajo; en un año más saldría en la misión y todavía no había ahorrado el dinero necesario. Durante esa semana oré mucho.
Los días siguientes me parecieron interminables y no había mucha comunicación entre mi jefe y yo. El sábado se acercaba, y ése sería mi último día.
El viernes, mientras me encontraba terminando el trabajo del día, el gerente se acercó a donde yo estaba y me dijo con voz algo emocionada: «Gene, tu forma de actuar es correcta y me doy cuenta de que he procedido equivocadamente al pedirte que trabajaras los domingos. He encontrado a un joven de otra religión que está dispuesto a trabajar esos días, pero todavía quiero que te quedes como mi asistente. Recuerda que puedes contar con el aumento del treinta por ciento aunque no trabajes en el día de reposo; eres un joven ejemplar»
Nunca podré olvidar el sentimiento de gratitud que me invadió en ese momento, ni lo que sentí ese mes cuando pagué más del diezmo que me correspondía y con toda fidelidad cumplí con mis responsabilidades del día domingo.
El Señor derramará sus bendiciones sobre todo hombre o joven y le hará comprender el valor de pagar el diezmo de todo lo que gana y de mantener sagrado Su santo día. Vale la pena guardar los mandamientos del Señor, sea cual sea el precio que tengamos que pagar.
























