Hacedores de la palabra

Octubre de 1980
Hacedores de la palabra
por Darla Larsen Hanks

Margarita abrió los ojos con desgano al oír que el, bebé estaba llorando. Mal momento para estar con gripe, pensó al sentir que le dolían los músculos y que tenía la mente embotada. Su marido había salido en viaje de negocios, y ella sabía que sus dos hijos pequeños muy pronto reclamarían ser alimentados. Como era nueva en el pueblo, no tenía parientes o amigas a quienes recurrir para pedir ayuda; y además, carecía de teléfono.

Se levantó y, un poco temblorosa, se esforzó en preparar el desayuno para los niños; pero el esfuerzo que tuvo que hacer la hizo llorar. Cuando al fin pudo volver a acostarse, se sintió agradecida. Temblaba con los escalofríos producidos por la fiebre. Debido a que Martín, de dos años de edad, y Carlos, de uno, eran demasiado pequeños para comprender, no tardaron mucho en subirse a la Cama para jugar con ella.

A media mañana los problemas de Margarita habían aumentado; Carlos mostraba síntomas similares a los suyos y se mostraba inquieto e impertinente. A medida que la temperatura del pequeño ascendía, la madre más se desmoralizaba. ¿Cómo voy a cuidar a un niño enfermo, se preguntaba, si yo misma necesito cuidados? En el momento en que oyó que alguien llamaba a la puerta, sintió profundo alivio, pues pensó que si alguien se enteraba de su situación, ciertamente recibiría ofrecimiento de ayuda.

Llevando en brazos al bebé, se dirigió hacia la puerta mientras Martín se aferraba a su falda. La visitante era la hermana Corrales, una vecina y miembro activa del barrio. Esta hermana se había mostrado muy amable con ella en la reunión de la Sociedad de Socorro realizada la semana anterior.

― ¡Oh, hermana Corrales, cuánto me alegro de verla! -Las palabras de Margarita se agolpaban―. No me siento muy bien y me parece que Carlos está enfermo también.

― ¡Qué pena, querida! Lo lamento mucho- dijo la hermana Corrales; y prosiguió—. Solamente vine a solicitarle ayuda para mi clase de la Sociedad de Socorro la semana próxima. Como usted sabe, soy la maestra de Relaciones Sociales y me gustaría que leyera algo en la clase.

La hermana Corrales le entregó una hoja con algunas líneas escritas a máquina.

―Sí, como no— murmuró Margarita, bajando la vista.

La hermana Corrales continuó con el mismo tono alegre:

― ¡Muchas gracias! y ahora me voy. La hermana Peralta y yo tenemos que hacer las visitas de maestras visitantes esta mañana. Espero que se mejore. ¡Hasta pronto!

El orgullo le impidió a Margarita decir nada más que un saludó cortés como respuesta mientras cerraba la puerta.

Como sonámbula se dirigió hacia la sala y se sentó en el sofá con Carlos junto a ella; tratando de no llorar, miró la hoja que tenía estrujada en la mano. El encabezamiento escrito con mayúsculas decía: “APACIENTA MIS OVEJAS» (véase Juan 21:17). La incongruencia entre la forma de actuar de la hermana Corrales y las palabras escritas en la hoja que le había dado la hicieron reír con sarcasmo y llorar al mismo tiempo.

¿Cuántas veces en el transcurso del día fracasamos en reconocer y satisfacer las necesidades reales de aquellos que nos rodean? ¿Cuántas de las ovejas del rebaño del Señor se acuestan sin ser alimentadas por causa de la forma errónea en que establecemos la prioridad en nuestras cosas? Aunque todos corremos para ofrecer ayuda en una emergencia, a menudo no vemos los pequeños conflictos en la vida de los demás, dificultades que no son menos reales, ni menos opresivas o importantes por el hecho de ser menos dramáticas. Muchos estamos tan preocupados con los programas establecidos en la Iglesia que nos volvemos insensibles a las oportunidades inesperadas de satisfacer estas reales necesidades humanas. Aunque nos felicitamos por todas las marcas que puedan aparecer en nuestras gráficas de actividad, nuestra básica definición de lo que significa hacer el bien tal vez esté lamentablemente incompleta.

Hace algunos años en una clase del Instituto de Religión en la Universidad del Estado de Utah, un excelente maestro presentó una lección sumamente inspiradora. Pidió que los alumnos hicieran una lista de todo lo que pensaban que estaban haciendo para vivir realmente el evangelio, La mayoría de las listas contenían las respuestas usuales: “Concurro asiduamente a todas las reuniones”, “Obedezco la Palabra de Sabiduría”, “Estudio las Escrituras”, “Oro con regularidad”. El maestro señaló acertadamente que casi todas esas respuestas a menudo solamente son preparativos para vivir el evangelio, y que no son evidencia absoluta de que realmente lo vivamos.

Escuchar o dar muchas lecciones y discursos en las reuniones de la Iglesia no es evidencia de rectitud, a menos que nuestros hechos reflejen los principios que escuchamos y enseñamos. Si escuchamos cientos de lecciones sobre la honestidad, pero encontramos que “no es práctico” ser completamente veraz en nuestros tratos con los demás, ¿nos ha sido de provecho el tiempo pasado en la Iglesia?

Si vivimos estrictamente la Palabra de Sabiduría y luego la utilizamos solamente para demostrar nuestra “superioridad” sobre aquellos que no la viven, o si tenemos un gran conocimiento de las Escrituras pero nuestros hechos carecen de amor y les sobra intolerancia, ¿en qué nos diferenciamos de los fariseos?

Aun el orar regularmente no nos coloca necesariamente en la categoría de activos seguidores de Cristo, a menos que esas oraciones sean en realidad una comunicación con el Señor en ambas direcciones, que den como resultado la fuerza y guía necesarias para su obra. Las oraciones más fervientes solicitando alivio para los enfermos y afligidos son meras palabras si estamos tan ocupados que nos alejamos del niño que tiene necesidad de que se le escuche, o de un vecino enfermo que necesita ayuda.

No es suficiente leer, escuchar, concurrir a las reuniones o causar buena impresión en los demás; lo que más cuenta son nuestras buenas acciones para con los hijos del Señor. En el libro de Santiago leemos: “Sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores” (Santiago 1:22). Ser hacedores de la palabra significa ocuparnos de los que nos rodean, participar con ellos y ver más allá de las apariencias y fracasos para poder mirar dentro de sus corazones. Significa preocupamos lo suficiente como para cambiar nuestro horario de rutina, enfrentar inconvenientes, dejar de acudir a una cita ya concertada, si fuere necesario, a fin de poder auxiliar a alguien que esté esperando ayuda.

Naturalmente es importante obedecer la ley estrictamente para poder con ello alcanzar el espíritu de ésta. Como dijo el Salvador: “Esto era necesario hacer, sin dejar de hacer aquello” (Mateo 23:23).

Muchos Santos de los Últimos Días han tenido experiencias que indican cómo una vida puede cambiar a causa de las posibilidades que trae consigo esta clase de interés activo. La historia siguiente es verdadera, aunque los nombres son ficticios.

La hermana Lawson había tenido un día muy ocupado con conferencias, traslados de un punto a otro y demás detalles. Esa noche, ante un grupo de jovencitas de la Estaca de Long Beach, presentó un discurso sobre la moralidad. Entre las asistentes había una joven llamada Joyce, que se sintió profundamente conmovida y preocupada por el mensaje.

Después de la reunión la hermana Lawson se vio rodeada por las jóvenes que deseaban hablar con ella. Joyce permaneció en su asiento, vacilando en unirse a las demás y al mismo tiempo no queriendo retirarse; sin hacerse notar, esperó sentada en la última fila de bancos hasta que las otras se retiraron. Era tarde, y la hermana Lawson estaba cansada y ansiosa de llegar a su casa para estar con su familia, teniendo todavía que viajar muchos kilómetros para poder hacerlo.

Los líderes de la estaca estaban apagando las luces y cerrando el edificio, y Joyce se sentía indecisa y nerviosa e inició la retirada varias veces mientras la hermana Lawson recogía sus pertenencias; pero luego, con un giro rápido, la joven la enfrentó y con un apremiante tono en la voz le dijo: “Por favor, hermana, ¿me permitiría hablarle?” La hermana Lawson olvidó cuán cansada se sentía; tomó a Joyce por el brazo, se sentaron en los escalones del frente del edificio y esperaron que se retiraran los últimos líderes que habían quedado por allí. Entonces la joven le contó su historia: Se encontraba al borde de cometer un grave error que mancharía permanentemente su vida. El consejo de la hermana Lawson y la ayuda que le brindó impidieron que cometiera aquel error.

Joyce vivía a ochenta kilómetros de distancia en la dirección opuesta a la casa de la hermana Lawson, de manera que ésta tuvo que viajar ciento sesenta kilómetros sólo para llevar a la joven hasta su casa. Empleó cada minuto del viajé para interesarse en los sentimientos que la joven le expresó, para comunicarle su propia comprensión y para explicarle, con bondad, la gravedad del hecho que había estado por cometer. Cuando Joyce bajó del automóvil, prometió que les contaría a sus padres acerca de su problema y que nunca se colocaría otra vez en aquella clase de encrucijada.

Pocos años más tarde, mientras asistía a una sesión en el Templo de Los Angeles, la hermana Lawson se sorprendió al ver que una novia radiante corría hacia ella y la rodeaba con sus brazos. “Usted no me recuerda, ¿verdad?”, le preguntó la novia. “Soy Joyce, aquella joven que usted salvó de cometer un grave error hace cinco años en Garden Grove. Hermana Lawson, gracias a que usted dedicó tiempo a escucharme y ayudarme aquella noche, es que estoy aquí para casarme en la forma debida.”

Los gozos de pastorear a las ovejas del Señor son grandes, y la necesidad de pastores humildes es también enorme,

“Sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores.” (Santiago 1:22.)

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