La oración

La oración

Spencer W. Kimballpor el presidente Spencer W. Kimball

Las Escrituras dicen:

«Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él.» (Prov. 22:6.)

También se ha dicho que el «árbol que crece torcido nunca su tronco endereza». Por estos dos sabios dichos es obvio que si en la juventud se establecen hábitos correctos de pensamiento y acción, se evitarán las caídas y se desarrollará una generación grande y extraordinaria.

¿Por qué debemos orar? Porque somos los hijos de nuestro Padre Celestial, de quien hemos recibido todo lo que gozamos: la comida y la ropa, la salud y la misma vida, la vista y el oído, la voz, la habilidad de movernos e incluso nuestro intelecto. Sin embargo, hay muchas personas que no saben orar: pero nuestro sabio Padre Celestial nos manda que lo hagamos:

«Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche y le será dada.» (Sant. 1:5.)

Hubo un joven adolescente a quien le faltaba sabiduría, pero no fe ni sinceridad: su oración abrió los cielos que habían estado sellados y un mundo nuevo y desconocido para el hombre; ese día, una arboleda común y corriente se convirtió en un sitio sagrado y refulgió de gloria: los árboles y el suelo de aquel lugar se santificaron.

El Señor nos ha dado este solemne mandamiento: «Quien no cumpla con sus oraciones ante el Señor, cuando sea tiempo, será tenido en cuenta ante el juez de mi pueblo.» (D. y C. 68:33.)

«Y también han de enseñar a sus hijos a orar y a andar rectamente delante del Señor.» (D. y C. 68:28.)

«Y además, te mando que ores, tanto vocalmente como en tu corazón; sí, ante el mundo así como en secreto; en público así como en privado.» (D. y C. 19:28.)

¿Cuándo debemos orar? La respuesta es: siempre. Para ser más específico diré que la Iglesia exhorta a que se ofrezca una oración con toda la familia siempre que sea posible; no es necesario que estas oraciones sean largas, especialmente si hay niñitos pequeños que deben arrodillarse; pero todos los miembros de la familia, incluyéndolos a ellos, deben tener la oportunidad de decir la oración en nombre de los demás.

En nuestras oraciones debemos expresar gratitud por las bendiciones recibidas. Además, la obra misional debe ser uno de nuestros temas constantes cuando oramos; si cada niño se acostumbra a orar desde pequeño por los misioneros, cuando crezca será él mismo un gran misionero. Oramos para pedir comprensión, sabiduría, discernimiento; oramos por nuestros amados, por los enfermos y por aquellos que necesitan una ayuda especial; oramos por los frustrados, los inadaptados, los pecadores. Esas oraciones son más bien generalizadas. Nuestras oraciones personales deben ser más específicas y podríamos clasificarlas dentro de dos categorías:

Unas son las oraciones solemnes; en este caso nos arrodillamos y hablamos con el Señor en una forma más íntima; quizás pidamos lo mismo que hemos pedido en nuestras oraciones familiares, pero además le comunicamos nuestras necesidades inmediatas y más serias; le expresamos nuestros pensamientos más íntimos, le confesamos nuestras debilidades, le rogamos ayuda para sobreponernos a ellas y perdón para nuestras transgresiones y nuestros malos pensamientos. En una palabra le desnudamos nuestra alma. ¿Podría alguien tener como enemigo u odiar a aquel por quién ora? En estas oraciones nos despojamos de todo fingimiento y falsedad, y nos presentamos frente a nuestro Creador como realmente somos, sin afectaciones ni subterfugios.

Por otra parte hay las oraciones espontáneas; éstas son las que tenemos siempre en el corazón para que podamos dar lo mejor de nosotros y recordar las cosas que hemos aprendido; oramos al ponernos de pie para hablar en una reunión, mientras damos un paseo caminando, mientras vamos en el autobús; recordamos a nuestros amigos y a nuestros enemigos; oramos pidiendo sabiduría y discernimiento;» oramos para recibir protección en lugares donde nos sentimos en peligro y para recibir fortaleza en momentos de tentación; a veces, musitamos una oración rápidamente en forma oral o en pensamiento, en voz alta o en el más profundo silencio. ¿Puede una persona dedicarse al mal cuando tiene en su corazón y sus labios una oración sincera?

La mayoría de nosotros se ve enfrentada constantemente a importantes decisiones; pero el Señor nos ha dado una forma para poder tomarlas juiciosamente. Si la duda que tenemos se refiere a la universidad que debemos asistir, la ocupación que debemos aceptar, el lugar donde viviremos, la persona con quien nos casaremos o cualquier otra que sea esencial para nuestra vida, debemos hacer todo lo posible por resolverlo primeramente. A menudo hacemos como Oliverio Cowdery y queremos obtener las respuestas sin poner ningún esfuerzo de nuestra parte. A él el Señor le dijo:

«He aquí no has entendido: has supuesto que yo te lo concedería cuando no pensaste sino en preguntarme.

Pero he aquí, te digo que tienes que estudiarlo en tu mente; entonces has de preguntarme si está bien; y si así fuere causaré que arda tu pecho dentro de ti; por lo tanto, sentirás que está bien.

Mas si no estuviere bien, no sentirás tal cosa, sino que vendrá sobre ti un estupor de pensamiento que te hará olvidar la cosa errónea; por lo tanto no puedes escribir lo que sea sagrado; a no ser que te lo diga yo.» (D. y C. 9:7-9.)

El Señor contesta siempre nuestras oraciones, pero algunas veces no somos lo suficientemente sensibles como para saber cuándo y cómo recibimos esa respuesta; esperamos algo espectacular como la aparición ele un ángel o una voz celestial que nos hable. A menudo nuestros pedidos son tan absurdos que el Señor ha tenido que decirnos: «No juegues con estas cosas; no pidas lo que no debes pedir» (D. y C. 8:10).

Junto con la fe debemos poner en práctica las obras. Sería totalmente inútil pedirle al Señor que nos diera conocimiento, si no estuviéramos dispuestos a tratar de adquirirlo, a estudiar, a tener claridad de pensamiento y retener todo aquello que hemos aprendido. En la misma forma, sería tonto pedirle al Señor que nos protegiera si nos ponemos en peligro innecesariamente, si bebemos o comemos elementos destructivos. ¿Podemos pedirle que nos dé cosas por las cuales no hacemos un esfuerzo? «. . . la fe sin obras es muerta . . .» (Sant. 2:20). Vosotros, los que oráis de vez en cuando, ¿por qué no hacerlo más regularmente, más a menudo, con mayor devoción? ¿Os es el tiempo tan escaso, la vida tan corta o la fe tan inexistente?

¿Cómo debemos orar? ¿Debemos hacerlo como los publícanos, arrogantes oficiales de la época de Jesús? (véase Lúeas 18:11-13).

En vuestras oraciones secretas, ¿os presentáis con vuestra alma desnuda, o la disfrazáis e importunáis a Dios para que vea vuestras virtudes? ¿Tratáis de hacer resaltar vuestra bondad y esconder vuestros pecados con una cubierta de falsedad? ¿O suplicáis la misericordia al Rey de la Providencia?

¿Obtenéis respuesta a vuestras oraciones? Si no es así, quizás no estéis haciendo lo debido. ¿Ofrecéis unas pocas palabras bonitas y frases gastadas, o tratáis de hablar íntimamente al Señor? ¿Oráis ocasionalmente, cuando deberíais hacerlo en forma regular y constante?

Cuando oráis, ¿Os limitáis a hablar o también escucháis? El Salvador dijo: «He aquí yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él, y él conmigo.» (Ap. 3:20.)

Esta promesa es para todos. No hay discriminación, no hay favoritismos. Pero el Señor no nos ha prometido que echará la puerta abajo, sino que estará a la puerta y llamará; si no lo escuchamos, El no permanecerá ni responderá a nuestras oraciones. ¿Sabéis cómo escuchar, interpretar, comprender? El Señor llama a nuestra puerta y jamás se retira; pero tampoco nos obligará jamás a recibirlo; si nos apartamos somos nosotros quienes lo hacemos y no El. Y si alguna vez no recibimos respuesta a nuestras oraciones, debemos examinar nuestra propia vida en procura del motivo; quizás hayamos hecho algo que no debíamos o dejado de hacer algo que se esperaba de nosotros; algo que nos dificulte oír o nuble nuestra vista.

Un joven me dijo una vez: «A veces me siento muy cerca de mi Padre Celestial y puedo sentir su influencia dulce y espiritual, ¿por qué no puede ser así siempre?» Yo le respondí: «La respuesta está en ti y no en el Señor, porque Él está siempre listo y ansioso por entrar».

Si habéis perdido el espíritu de paz y resignación, entonces es cuando debéis hacer todo esfuerzo posible para recuperarlo y retenerlo. ¿Podéis escuchar, ver, sentir, u os encontráis alguna vez en una situación similar a la de los hermanos de Nefi? A éstos él les dijo:

«. . . habéis oído su voz de cuando en cuando. . . pero habíais perdido todo sentimiento, de modo que no pudisteis percibir sus palabras . . .»(1 Nefi 17:45.)

Cuando nos alejamos del Señor, parece como si nos recubriera una capa de tendencias mundanas, similar a la capa de grasa con que cubren su cuerpo los nadadores que quieren recorrer largas distancias; esta grasa cubre los poros y la piel de tal manera que impide que el frío penetre. Pero cuando tratamos de atravesarla, mostrándonos humildes, desnudando nuestra alma y limpiando nuestra vida, y elevamos una súplica sincera, nuestras oraciones son siempre contestadas. Podemos llegar al estado que Pedro alcanzó y como él ser «participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia» (véase 2 Pedro 1:4).

Al orar ¿Agradecéis o simplemente pedís favores? ¿O sois como los leprosos que se encontraron con Jesús en el camino? (Véase Lucas 17:12-13.)

Si oramos en público no debemos ser como los fariseos hipócritas, quienes gustaban de orar en las sinagogas y en las calles para poder ser vistos por los hombres. (Véase Mateo 6:5.)

Todos tenemos una seria obligación hacia el Señor; ninguno de nosotros ha alcanzado la perfección, ninguno está libre de error. A todas las personas se les requiere que oren, al igual que se les exige la castidad, la observancia del día sabático, y del pago del diezmo, la obediencia a la Palabra de Sabiduría y a la ordenanza del matrimonio celestial. Este es un mandamiento del Señor igual que cualquier otro.

Aquellos de nosotros que tengamos la tendencia a hacer pequeños pagos en nuestra enorme deuda, recordemos a Enós quien, como muchos hijos de buenas familias, se había extraviado del camino. No tenemos idea de cuan terribles eran sus pecados, pero deben haber sido muy graves porque él escribió:

«Y os diré de la lucha que tuve ante Dios antes de recibir la remisión de mis pecados.»

Su relato es muy gráfico y sus palabras causan una profunda impresión. «He aquí salí al bosque a cazar . . .», pero no cazó ni capturó animal alguno. Se encontraba recorriendo un sendero en el que jamás había caminado; buscó, llamó, pidió, suplicó; fue como un nuevo nacimiento. Estaba en busca de su alma y podía ver los hermosos valles más allá del árido desierto; había vivido toda su vida en un campo de hierbas dañinas, pero buscaba un fresco jardín.

«… y las palabras que frecuentemente había oído de mi padre sobre la vida eterna y el gozo de los santos penetraron en mi corazón profundamente.»

La memoria le era al mismo tiempo cruel y bondadosa. Las imágenes que su padre había dibujado llegaban a conmover su alma y le hicieron sentir calidez e inspiración; pero entonces la memoria le abrió las puertas a su repugnante pasado y su alma se rebeló al revivir toda aquella bajeza, mas sintió un anhelo de algo mejor. Se encontraba en el proceso de renacer, un proceso doloroso pero compensador.

«Y mi alma tuvo hambre…»

Lo invadía el espíritu del arrepentimiento; sentía remordimiento por sus transgresiones, y estaba ansioso por enterrar al hombre de pecado y hacer resucitar a uno nuevo con fe y pureza.

«. . . y me arrodillé ante mi Hacedor, a quien clamé con ferviente oración y súplica por mi propia alma…» Había llegado a comprender que nadie puede salvarse en sus pecados, que nada impuro puede entrar en el reino de Dios, que debe existir una purificación, que las manchas se deben eliminar y es necesario que nazca nueva piel sobre las cicatrices de las heridas pasadas. Había comprendido que debe existir la purgación del arrepentimiento, como un corazón nuevo para el nuevo hombre; pero también sabía que no es fácil cambiar el alma ni la mente.

«. . . y clamé a El todo el día. . .»

Aquella no fue una oración rápida; no hubo en ella palabras vanas ni frases gastadas, ni nada casual. «Podo el día duró aquella oración, con los segundos transformándose en minutos, los minutos en horas, y las horas en el día entero. Pero cuando el sol se ocultó todavía no había recibido alivio; porque el arrepentimiento no es una acción simple ni el perdón una dádiva que se recibe inmerecidamente. Tan preciosa le era la comunicación con su Redentor y la aprobación que de El recibiera, (pie insistió con determinación y sin detenerse.

«… sí, y cuando anocheció aún elevaba mi voz hasta que llegó a los cielos.» (Enós 1:2-4.)

¿Podía el Salvador resistirse a tan determinada imploración? ¿Cuánto habéis persistido en una situación así? ¿Cuántos habéis orado por muchas horas, hayáis o no cometido transgresiones serias? ¿Cuántos habéis orado durante cinco horas? ¿Una hora? ¿Treinta minutos, diez minutos? Si tenéis errores de los cuales arrepentiros, ¿habéis luchado ante el Señor? ¿Habéis encontrado vuestro «bosque solitario» donde pudierais orar? ¿Ha tenido hambre vuestra alma? ¿Cuán profundamente os han impresionado vuestras necesidades espirituales? ¿Cuándo os arrodillasteis ante vuestro Hacedor en absoluta soledad? ¿Orasteis por vosotros mismos? ¿Cuánto tiempo orasteis? ¿Fue todo el día? Y cuando anocheció, ¿todavía elevabais vuestra voz en oración o le disteis fin con alguna palabra vana?

Mientras vuestro espíritu se encuentre luchando, si clamáis con fervor y hacéis un convenio sincero, la voz del Señor Dios hablará a vuestra mente como lo hizo a la de Enós’:

«Tus pecados te son perdonados y serás bendecido.» (Enós 1:5.)

¿Pensáis que vuestra oración no recibe respuesta porque no comprendéis? Algunas personas oyen un sonido, otras creen que es un trueno, mientras que otras oyen y comprenden la voz de Dios y lo ven personalmente,

Cuando oramos a solas a Dios, nos despojamos de toda vanidad y falsedad, de toda hipocresía y arrogancia.

Todos necesitamos de la oración a fin de que nos acerque a Dios, que nos permita renacer. Y al orar debemos recordar nuestras limitaciones, nuestra dependencia, nuestra falta de sabiduría. Somos como niños ante el Señor, sin saber siempre qué es lo mejor para nosotros, qué es lo más conveniente; por lo tanto, en todas nuestras oraciones debemos decir «que se haga tu voluntad»; decirlo y sinceramente pensarlo. Así como no molestaríamos a un líder de la Iglesia pidiéndole un consejo para luego desatenderlo, tampoco debemos pedir al Señor bendiciones, para luego no prestar atención a la respuesta.

Siempre debemos decir: «Que se haga tu voluntad, Señor. Tú sabes más que yo, bondadoso Padre. Me conformaré y aceptaré tu respuesta con gratitud».

(Liahona Mayo 1980)

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