Junio de 1980
Obedecer todas las reglas
por H. Kent Rappleye
El estar acostado boca arriba, mirando la complejidad mecánica de una máquina de rayos-X, no era parte programada de mi experiencia en el Centro de Capacitación de Misioneros. Pero allí me encontraba, con el tobillo derecho muy inflamado y dolorido como consecuencia de un accidente ocurrido en el período de actividades físicas. Quince minutos antes había estado participando en un emocionante partido de fútbol; mi equipo iba ganando y quedaba solamente un minuto de tiempo; repentinamente nuestra defensa se vio debilitada y la pelota fue arrojada en dirección al arco. Corrí hacia la pelota mientras el élder Duran, mi mejor amigo que integraba el otro equipo, se arrojó al suelo para bloquear mi jugada. ¡Crac! el ruido semejante al de una rama que se quiebra, hizo que todos se estremecieran. Yo caí arrollado, sosteniéndome la pierna derecha entre las manos y gritando que llamaran a un médico.
Traté de levantarme, pero el dolor de la pierna me convenció de que debía quedarme acostado, apretando los dientes. Llegó la ambulancia y pronto me encontré acostado en la mesa de rayos-X esperando que el daño no pasara de un disloque o torcedura; sin embargo, mis esperanzas de un milagro se vieron destruidas cuando, a través de una puerta entreabierta, oí que una enfermera decía: “Es una de las peores fracturas que he visto”.
Nadie me tocó durante cuarenta y cinco minutos; luego llegó un especialista y confirmó el comentario de la enfermera en cuanto a la fractura del tobillo. A eso de las once de la noche yo estaba medio inconsciente en mi cama del hospital, todavía adormecido por la anestesia que me habían administrado para la operación, en la que me insertaron un tornillo en el hueso. Todo lo que ‘podía pensar en ese momento era que tendría que quedarme allí cuando los veintiún misioneros de mi grupo partieran para la Misión de Guatemala—El Salvador, dos semanas después.
Luego de cuatro días en el hospital, volví al Centro de Capacitación usando muletas. No encuentro palabras para describir la situación de tener que estar allí durante cinco semanas más, después de haber aprendido todas las lecciones. Ya podía repetirlas de atrás para adelante, dormido, mientras me bañaba, estando cabeza abajo y en cualquier orden.
Había un grupo de misioneros que iba a partir para Guatemala cuatro días después que me sacaron el yeso, pero yo tenía que someterme a dos semanas de fisioterapia. Sin embargo mediante el poder de persuasión ferviente que solamente un misionero puede tener, logré convencer al médico de que me dejara ir si prometía no caminar en exceso durante las primeras semanas.
¡Al fin! La emoción que sentía debe de haber sido el factor que ayudara a curar mis huesos. Cuando llegué al aeropuerto me mostraba hiperactivo y para demostrar que tenía el tobillo como nuevo, saltaba en un pie, bailaba y a todos les mostraba la cicatriz de veinte centímetros que tenía en la pierna derecha. No recuerdo todo lo que hice, pero sé que mi demostración exagerada de entusiasmo bastó para quitar el aliento y arrancar miradas de preocupación a mi madre y provocar comentarios de que “no ha cambiado nada” de parte de mis amigos.
A través de las lágrimas y la conmoción de partir de un aeropuerto, presté poca atención a las palabras de consejo que todos me daban; todo lo que yo veía era el avión que se acercaba a la puerta de embarque y contemplaba visiones de convertir por entero a las naciones de Guatemala y El Salvador. Finalmente se nos dio la voz de embarcar. Se produjo el apresuramiento de último momento con los abrazos y besos de mis padres y hermanas y, naturalmente, un apretón de manos muy especial de una hermosa jovencita que estaba al borde del llanto.
Cuando llegué a la puerta que llevaba al punto de embarque, mi padre me dijo:
—Hijo, obedece todas las reglas y serás feliz en la vida.
Asentí con un apurado:
—Naturalmente, papá —y salí.
Mientras iba hacia el avión sonreía interiormente pensando: Papá, te confundiste con las palabras. Lo que quisiste decir fue: «Obedece todas las reglas y serás feliz en tu misión». Con estos pensamientos archivé su consejo en la memoria bajo el rótulo de “Consejo Paterno”.
Siete meses después, mi padre había muerto.
En aquellas primeras horas de incertidumbre después que el presidente de la misión me informó del trágico accidente aéreo, yo me encontraba en la situación del personaje de un cuento, que tenía un demonio sobre un hombro y un ángel sobre el otro. El demonio me decía: “¿Qué estás haciendo aquí? ¡Tanto hablar de la vida después de la muerte! Todo eso no es más que una patraña. Vas a una misión y ¿qué sucede? Te quiebras un tobillo y tienes que ir al hospital. Te mandan a una tierra extraña con gente y costumbres extrañas, y ¿qué pasa? Tu padre muere. ¿Y éstos son los dos años más felices de tu vida? ¡A tres mil kilómetros de tu hogar y completamente solo!”
Esos pensamientos eran inusitados en mí, que había sido fiel miembro de la Iglesia toda mi vida. Sin embargo la idea estaba allí.
El ángel sobre el otro hombro me decía: “Sé fuerte, élder. Tuviste un excelente padre del cual puedes sentirte orgulloso; era un gran patriarca y te enseñó el evangelio en todas las cosas. Sabes que la vida eterna es un principio verdadero del evangelio y sabes que tu padre te estará esperando. Has tenido un testimonio del evangelio desde hace mucho tiempo; éste no es el momento de comenzar a dudar.”
En medio de esta lucha entre la duda y la realidad, las últimas palabras de mi padre, pronunciadas en el aeropuerto, resonaron como un eco en mi mente: “Hijo, obedece todas las reglas y serás feliz en la vida”. Papá no se confundió al decírmelo sino que aquellas palabras finales dirigidas a mí fueron un consejo inspirado que me guiará durante el resto de mi vida. Mi padre vivía tal como enseñaba y a las pocas semanas de producirse su muerte me fue manifestado el testimonio pleno de su vida.
El dinero se había transformado en un serio problema para mí; tenía suficiente en el banco para cubrir los gastos de once de los quince meses restantes de mi misión y esperaba que mamá pudiera conseguir suficiente para los otros cuatro. Mis planes de estudio quedaban reducidos a esperanzas y sueños. Sin embargo, el Señor se ocupa de sus misioneros.
Un día recibí una carta de mi madre diciéndome que no tenía que preocuparme más por las finanzas. Un hombre se había puesto en contacto con el obispo y le había preguntado si podía sostenerme financieramente durante el resto de mi misión. Esto no era cosa fuera de lo común, puesto que en la Iglesia hay muchos hombres de buen corazón, pero el caso es que aquel hombre le había dicho a mi obispo:
—Yo no soy miembro de la Iglesia, pero por el amor y respeto, que siento hacia Horace Rappleye, me gustaría mantener a su hijo durante el tiempo que le queda de la misión.
Y lo hizo. Durante quince meses el dinero fue puesto regularmente en mi cuenta bancaria por aquel benefactor anónimo, que continúa en el anonimato hasta el presente.
La vida de obediencia de mi padre le había llevado bendiciones aun después de su muerte. Su deceso llegó -a ser un punto sobresaliente en mi misión. Tal vez parezca raro que diga esto y desearía que él viviera todavía; pero desde aquel momento la misión se tornó para mí en un testimonio vivo de la vida de mi padre. Pronto me di cuenta de cuán precioso es vivir “todas las reglas”; no obstante lo pequeñas o insignificantes que parecieran, si las obedecía me sentía feliz.
El Señor nos ha dicho:
“Hay una ley, irrevocablemente decretada en el cielo antes de la fundación de este mundo, sobre la cual todas las bendiciones se basan;
“Y cuando recibimos una bendición de Dios, es porque se obedece aquella ley sobre la cual se basa.” (D. y C. 130:20-21.)
Este pasaje es verdadero. Siempre que me doy cuenta de que estoy deprimido e infeliz, usualmente encuentro que es porque no estoy obedeciendo en todas las cosas tal como debería. En esos momentos un eco consolador resuena en mi mente: “Hijo, obedece todas las reglas y serás feliz en la vida”.























