Un pueblo de Dios

Septiembre de 1980
Un pueblo de Dios
por Rodney Turner

«Jehová ha dicho así: Israel es mi hijo, mi primogénito» (Ex. 4:22)

La historia de Israel es la epopeya de todas las épocas, y su alcance es enorme; tuvo sus comienzos en la eternidad, se extiende a través de la vida terrenal y nuevamente hacia lo eterno. El Padre dividió su heredad terrenal entre sus hijos espirituales siempre teniendo presente a Israel:

«Cuando el Altísimo hizo heredar a las naciones, cuando hizo dividir a los hijos de los hombres, estableció los límites de los pueblos según el número de los hijos de Israel.

Porque la porción de Jehová es su pueblo; Jacob la heredad que le tocó.» (Deut. 32:8-9.)

Existe un gran plan para la humanidad e Israel es el centro de éste. En la misma forma en que Cristo (Jehová) es el primogénito de todos los hijos del Padre, Israel es la primogénita entre todas las naciones. A Moisés se le mandó que dijera a Faraón: «Jehová ha dicho así: Israel es mi hijo, mi primogénito» (Ex. 4:22).

En la misma forma en que Israel es la principal entre todas las naciones, así también Efraín lo es entre las Doce Tribus. En una conmovedora descripción del recogimiento de Israel en los últimos días, Jeremías profetizó:

«Irán con lloro, mas con misericordia los haré volver, y los haré andar junto a arroyos de agua, por camino derecho en el cual no tropezarán; porque soy a Israel por padre, y Efraín es mi primogénito.» (Jer. 31:9.)

Cristo el Señor, Israel, Efraín. . . cada uno ha tenido la primogenitura dentro de su linaje.

Aunque Adán y los patriarcas del período antemeridiano indudablemente fueron israelitas en espíritu, en el sentido temporal la casa de Israel no tuvo sus principios hasta varios siglos después del diluvio. Abraham, descendiente de Sem, generalmente es reconocido como el padre de los Hebreos; él era uno de los «nobles y grandes» hijos de Dios preordinados para gobernar en la tierra con la majestad y el poder del Santo Sacerdocio. Abraham tenía unos 62 años cuando el Señor Dios le apareció durante su jornada en Haran:

«Me llamo Jehová, y conozco el fin desde el principio; por tanto, mi mano te cubrirá.

Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré sobremanera, y engrandeceré tu nombre entre todas las naciones, y serás una bendición a tu simiente después de ti, para que en sus manos lleven este misterio y sacerdocio a todas las naciones;

Y las bendeciré mediante tu nombre; pues cuantos reciban este evangelio llevarán tu nombre, y serán contados entre tu simiente, y se levantarán y te bendecirán como su padre;

Y bendeciré a los que te bendijeren, y maldeciré a los que te maldijeren; y en ti (es decir, en tu sacerdocio) y en tu simiente (es decir, tu sacerdocio), pues te prometo que en ti continuará este derecho, y en tu simiente después de ti (es decir la simiente literal, o sea la simiente corporal) serán bendecidas todas las familias de la tierra, aun con las bendiciones del evangelio, que son las bendiciones de salvación, aun de vida eterna.» (Abraham 2:8-11.)

La aparición del Señor Dios marcó el principio de una nueva dispensación del evangelio; Abraham tenía que establecer el fundamento de una gran obra, pues él era el patriarca de un pueblo elegido para llevar el evangelio a todo el género humano; su descendencia habría de ser la luz del mundo, la sal de la tierra. Después del nacimiento de sus doce hijos, Jacob, su nieto, recibió un nuevo nombre: Israel.

El Antiguo Testamento es esencialmente la historia de la familia de Jacob, el príncipe semita nacido en Canaán, que vivió en Harán y murió en Egipto; es una historia llena de romance, gloria, honor y vergüenza; es una historia de héroes y villanos, de éxitos y fracasos, de hombres sabios y hombres necios.

En nuestro deseo de dar énfasis a lo bueno, lo verídico y lo nebuloso, nos inclinamos a olvidar que la historia de Israel también contiene mucho de malo, de falso y de desagradable.

Abraham fue afligido por la asesina idolatría de su propio padre, la esterilidad de su esposa, por disputas familiares y finalmente por un mandato que puso a prueba su misma alma. El resentimiento de Esaú contra Jacob se hizo tan amargo que Isaac y Rebeca temieron por la vida de su hijo menor. A su vez, Jacob fue engañado por su suegro, acongojado por los celos de sus esposas y deshonrado por sus hijos, quienes asesinaron a todos los hombres de un pueblo porque habían seducido a su hermana Dinah. Esta acción llevó al patriarca a decirles: «Me habéis turbado con hacerme abominable a los moradores de esta tierra . . .» (Gen. 34:30).

Más tarde, esos mismos hijos destrozaron el corazón de su padre al decirle que su medio hermano, José, había muerto, cuando ellos mismos lo habían vendido como esclavo. Pero esto no fue lodo; Jacob también fue deshonrado por la incestuosa conducta de su hijo mayor, Rubén.

Hubo otros hechos igualmente trágicos y vergonzosos relacionados con el surgimiento de la Casa de Israel, pero los mencionados son suficientes para demostrar los elementos contradictorios que existieron en los principios de esa familia.

El primer acto del drama de Israel tuvo su fin con la muerte de José. Entre este suceso y la aparición de Moisés hubo un intervalo de silencio de varios siglos. Al levantarse el telón, nuevamente Israel se presenta como un pueblo esclavo tanto temporal como espiritualmente, y Moisés tuvo la misión de sacarlo de dicha cautividad.

La emancipación física se llevó a cabo por el poder de Dios, que se manifestó en los muchos milagros de que fue testigo el pueblo. Aun así, los israelitas eran gente incrédula; a pesar de los milagros que se llevaron a cabo para beneficiarlos, fueron prestos para lamentarse al ver acercarse a los ejércitos de Faraón, y luego de su arribo al desierto de Sinai, más o menos un mes después de contemplar el milagro de las aguas del Mar Rojo divididas, volvieron a murmurar contra el Señor. Fue después de eso que Él les proveyó el maná que habría de mantenerlos a través de sus cuarenta años en el desierto.

Luego de nuevas quejas en Refidim, el campamento de Israel llegó al monte Sinaí, donde amorosamente el Señor les dijo que los haría su pueblo escogido, «un reino de sacerdotes, y gente santa» (Ex. 19:6).

Israel inmediatamente aceptó: «Todo lo que Jehová ha dicho, haremos» (Ex. 19:8). Entonces Jehová reveló su ley a Moisés, quien obtuvo nuevamente del pueblo una promesa de obediencia; sin embargo, apenas un mes más tarde, Aarón se rindió a las insistencias de los israelitas y les hizo un ídolo de oro.

«Viendo el pueblo que Moisés tardaba en descender del monte, se acercaron entonces a Aarón, y le dijeron: Levántate, haznos dioses que vayan delante de nosotros; porque a este Moisés, el varón que nos sacó de la tierra de Egipto, no sabemos qué le haya acontecido.» (Ex. 32:1.)

Notemos que los del pueblo atribuían su liberación a Moisés y no a Dios. Los israelitas no podían librarse de su mentalidad de esclavos, y cuando la esclavitud es espiritual, ni siquiera Dios puede liberar a una persona o a un pueblo que no tiene la voluntad de liberarse a sí mismo.

A los del pueblo de Israel les faltaba la inteligencia, la luz y el conocimiento de la verdad para liberarse y permanecer libres; eran tan ignorantes e ingenuos que atribuyeron su liberación al ídolo que ellos mismos habían hecho.

En su enojo el Señor amenazó con destruirlos, pero Moisés intercedió por ellos, y se les dio otra oportunidad; no obstante, perdieron el privilegio de vivir según la ley de Cristo y de gozar de las bendiciones del Sacerdocio de Melquisedec. Ya Jehová no los acompañaba, ni podría la casa de Israel entrar en su presencia hasta los últimos días; la ley de Cristo, o sea, el camino hacia la verdadera libertad, fue reemplazada con la ley de Moisés, un sistema de mandamientos carnales. Israel no tuvo otra oportunidad de ser libre durante 1.400 años.

La mayoría de los estudiosos de la Biblia afirman que el código legal mosaico era simplemente un reflejo de la cultura del Cercano Oriente; pero sería más acertado decir que la ley de Moisés, tal como fue dada por Jehová e interpretada por sus siervos, había sido designada para levantar a Israel a altos niveles de moralidad social y personal, y de dedicación a Dios.

Específicamente esta ley tenía tres objetos principales: (1) proteger a la sencilla generación de los israelitas que habían nacido en el desierto para que no fueran seducidos y dominados por las insidiosas y tremendamente inmorales prácticas de los degenerados cananeos; (2) proveerles un código de ley unificado que les permitiera interpretar y refinar las situaciones sociales típicas de su época; y (3) ayudarlos a despojarse de su mentalidad esclava y de su carnalidad, a fin de prepararlos para la verdadera libertad que el Salvador les ofrecería cuando restaurara el evangelio en su plenitud en el meridiano de los tiempos.

El hecho de que dicha ley no pudiera cumplir totalmente con su propósito no incrimina al código en sí, sino al pueblo que lo traicionó. Sus fracasos provocaron las advertencias y los lamentos de los profetas desde Samuel hasta Jesucristo mismo; ni las propuestas misericordiosas del Señor ni los incansables esfuerzos de Moisés para sacar a su pueblo de la cautividad espiritual tuvieron mucho resultado. En sus palabras de despedida, Moisés les recordó todo lo que Jehová había hecho por ellos y agregó:

«Pero hasta hoy Jehová no os ha dado corazón para entender, ni ojos para ver, ni oídos para oír.» (Deut. 29:4.)

Después de repetir los mandamientos, este fiel profeta previno a sus compatriotas que tenían ante sí dos caminos:

«A los cielos y a la tierra llamo por testigos hoy contra vosotros, que os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia.» (Deut. 30:19.)

El recuerdo de Moisés sobrevivió su propio consejo. Aunque algunos fueron fieles, la maldición de la idolatría con todas sus maléficas consecuencias acompañó a Israel de generación en generación. No obstante, el dar a la práctica la sanción y el apoyo legales quedó librado a la decisión del rey Salomón, pues hasta su época ningún otro líder lo había hecho; es incalculable el daño que Salomón hizo a Israel autorizando oficialmente el quebrantamiento de los dos primeros mandamientos del decálogo. La adoración de Baal fue una práctica tan extendida en el siglo octavo antes de Cristo que el llamado de Elías al arrepentimiento cayó en medio de un petrificado silencio. La adoración de dioses de madera y piedra aumentó considerablemente con la sofisticada idolatría que comúnmente se asocia al materialismo moderno. El profeta Isaías denunció la hipocresía de los actos rituales que no fueran acompañados por un verdadero significado religioso:

«¿Para qué me sirve, dice Jehová, la multitud de vuestros sacrificios? Hastiado estoy de holocaustos de carneros y de sebo de animales gordos; no quiero sangre de bueyes, ni de ovejas, ni de machos cabríos.

¿Quién demanda esto de vuestras manos, cuando venís a presentaros delante de mí para hollar mis atrios?

No me traigáis más vana ofrenda: el incienso me es abominación; luna nueva y día de reposo, el convocar asambleas, no lo puedo sufrir; son iniquidad vuestras fiestas solemnes.

Lavaos y limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras obras de delante de mis ojos; dejad de hacer lo malo; aprended a hacer el bien; buscad el juicio, restituid al agraviado, haced justicia al huérfano, amparad a la viuda.» (Isa. 1:11-13; 16-17.)

Si comparamos las actitudes, las creencias y el comportamiento de los sacerdotes y el pueblo con los de personas como Elías, Isaías, Jeremías, Oseas y Miqueas, esto nos lleva a una sola conclusión: la grandeza de Israel estaba centrada en sus profetas y no en las multitudes de su pueblo.

¡Aquéllos eran hombres! Si los hubiesen honrado y obedecido en sus días, Israel hubiera estado preparado para recibir al Profeta de profetas cuando El vino a la tierra. En cambio, el prometido Mesías, el originador de la ley, fue rechazado por los principales de la ley porque sus palabras y sus acciones no estaban de acuerdo con la interpretación que ellos hacían de la ley. Finalmente, Israel, representado por los judíos, se convirtió al monoteísmo: «Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es» (Deut. 6:4).

Resulta irónico que una nación que había mostrado una dedicación tal al politeísmo durante un período tan grande de su historia, al volverse a Jehová, lo rechazara porque El declaraba ser el Hijo de Dios. A pesar de que el pueblo del convenio se había inclinado muchas veces ante dioses falsos después de entrar a la tierra prometida, aun así no quiso inclinarse ante Jesucristo, el Santo de Israel, no fuera que ofendiera al Señor único que su credo profesaba.

La ley de Moisés vio su cumplimiento no en Israel, sino en Jehová mismo. Cristo ofreció a su pueblo una nueva ley, una más alta, puesto que la tradición mosaica era una disciplina como para niños y no para hombres maduros. Quizás Pablo hubiera estado pensando en su propia liberación del judaísmo cuando escribió:

«Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; mas cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño.» (1 Cor. 13:11.)

Mas los judíos siguieron siendo como niños, conservando los vestigios de sus antiguas costumbres de esclavos. Rechazaron las «buenas nuevas» de libertad que Cristo les ofrecía y retrocedieron hacia su cautividad espiritual.

La informalidad de Israel para obedecer las enseñanzas y el ejemplo de sus antepasados, Abraham, Isaac y Jacob, los condujo a la dispersión de las Diez Tribus en el año 721 a. de C. y a la de los judíos, que comenzó en el año 70 de nuestra era; esta dispersión fue completa, y en el caso de los judíos la siguió inmediatamente un largo período de gran apostasía. Actualmente la tribu de Efraín, la primogénita entre las doce, es recogida de entre todas las naciones como preparación para la obra que tendrá que llevar a cabo en beneficio de las demás.

Sin embargo, queda mucho por hacer antes de que Israel llegue a ser el «pueblo adquirido por Dios» al que el Señor se refirió cuando empleó estos términos hace ya mucho tiempo (véase 1 Pedro 2:9). Al aplicar este término a sí mismos, los Santos de los Últimos Días tienden a hacerlo teniendo en cuenta ciertos conceptos teológicos y costumbres religiosas; características tales como nuestra creencia en una Deidad con forma humana, en la preexistencia, en la obra por los muertos, en el casamiento en el templo y en la Palabra de Sabiduría se mencionan como prueba de que somos una gente diferente.

No podemos negar que muchos de estos principios son exclusivos; no obstante, son solamente medios para alcanzar un fin. La historia pasada de Israel —tanto en Palestina como en América— es una buena evidencia de que las doctrinas, ordenanzas y prácticas religiosas en sí mismas no pueden producir un «pueblo adquirido por Dios».

¿Cuáles son entonces las características de un pueblo así? La expresión se encuentra solamente en la Biblia e indica en sí el significado que tiene; «pueblo adquirido por Dios» es aquel cuya relación con su Creador está fuera de lo común, aquel que participa de su naturaleza divina en forma muy especial. No sólo dijo Jehová que el pueblo de Israel se distinguiría entre todas las naciones, sino también que esa distinción radicaría en su superioridad moral y espiritual; en otras palabras, sería un pueblo de Dios por ser un pueblo santo. El apóstol Pedro reiteró el importante destino que Jehová daba a Israel en sus palabras a los santos de su época:

«Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable.» (1 Pe. 2:9.)

Es evidente que el Israel de nuestros días sólo puede convertirse en el pueblo del Señor si produce los frutos por los cuales ese pueblo se reconocerá. Así como el todo es la suma de sus partes, la ciudad de Sión es la suma de los puros de corazón. La pregunta a la que todo Santo de los Últimos Días debe tratar de responder no es «¿Somos un pueblo de Dios?», sino «¿Soy yo una persona de Dios?». La revisión inspirada del capítulo 5 de Mateo dice: «Os encomiendo que seáis la sal de la tierra» y «os encomiendo que seáis la luz del mundo» (cursiva agregada; traducción libre). Jesús no dijo que sus discípulos eran la sal y la luz del mundo, sino que les encomendó que lo fueran.

Todos los que forman parte de la posteridad del convenio (de Abraham) fueron llamados para ser salvadores de hombres, elegidos para llevar a todos los pueblos el mensaje de salvación.

Es un privilegio ser miembros de la Iglesia verdadera, ser conducidos por profetas de Dios, aprender los principios de vida y salvación, recibir las bendiciones del sacerdocio y gozar del indescriptible» don del Espíritu Santo. Mucho se nos ha dado; mucho se nos requerirá. Se han provisto los medios por los cuales el Israel moderno puede convertirse, ciertamente, en un pueblo de Dios, en una nación santa; y ni el Señor ni sus verdaderos discípulos fallarán.

Cuando llegue ese día feliz, Jehová finalmente recibirá a su pueblo. Al igual que la ciudad santa de Enoc, Israel ascenderá al monte del Señor y gozará de la presencia personal del Señor Jesucristo. Los santos serán suyos; y ya Israel no tendrá que depender de los profetas para conocer al Señor, porque El juzgará a las naciones y limpiará a su pueblo:

«Hasta que me conozcan todos los que quedaren, aun desde el menor hasta el mayor, y sean llenos del conocimiento del Señor, y vean ojo a ojo, y alcen sus voces y a una voz canten unánimes este nuevo cántico: El Señor de nuevo ha traído a Sión;

Redimido ha a su pueblo, Israel, Conforme a la elección de gracia Que se llevó a cabo por la fe Y el convenio de sus padres.» (D. y C. 84:98-99.)

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