Marzo de 1981
El cactus, la cruz, y la Pascua
Por Jeffrey R. Holland
Comisionado de Educación de la Iglesia
Es probable que todos nosotros hayamos tenido experiencias en las cuales realmente hemos necesitado que alguien nos ayudara. Recuerdo que cuando era un niño pequeño, una vez en verdad necesité ayuda. Estaba jugando en la ladera de una montaña cerca de casa, y me caí sobre un gran cactus espinoso.
¡Como dolía! Las espinas atravesaron la lona de mis zapatos, mis medias, mis pantalones, mi camisa… Me pinchaban por todos lados y me sentía como un tablero humano de dardos.
Al caer grite de una manera como para sacudir las montañas. No podía levantarme, no podía agacharme, no podía moverme en absoluto, porque con cada movimiento parecía que aquellas agujas se hundían más y más profundamente en mi piel, de modo que me quede quieto llorando y gritando desesperadamente.
En ese entonces yo tenía cinco años, y mi hermano mayor, quien inmediatamente se apresuró para ayudarme, tenía ocho. Aunque quedó atónito al verme preso de una situación tan difícil, comenzó a arrancar algunas de las espinas; pero al sacarlas me causaban más dolor que cuando caí en el cactus, por lo que lloraba y gritaba con más fuerzas. Además, las lastimaduras del tamaño de un alfiler sangraban tanto cuando él arrancaba las espinas, que en pocos minutos parecía que yo estaba haciendo propaganda para que se donara sangre a la Cruz Roja.
Finalmente, mi hermano se dio cuenta de que no estaba haciéndolo eficazmente y que su esfuerzo era inútil, pues todavía quedaban docenas de espinas por sacar y yo seguía gritando y llorando tan fuerte como podía. Fue entonces que él hizo lo único que un hermano de ocho años podría haber hecho.
Corrió montaña abajo y buscó su carrito rojo de juguete y con grandes y esmerados esfuerzos logró subirlo hasta la colina donde, de acuerdo con mi criterio, yo estaba allí sólo esperando la muerte. Finalmente, a pesar de mis gritos y lamentos, halándome, arrastrándome y levantándome, pudo sacarme del cactus y sentarme en su carrito. Entonces, en forma milagrosa, solamente conocida por los niños y la Divina Providencia, me bajó de aquella empinada montaña.
Lo que sucedió después no está muy claro en mi mente, pero recuerdo que mi madre me quitó la ropa y el resto de las espinas. Lo que sí recuerdo claramente, y que jamás olvidaré, es a mi hermano arrastrando aquel cochecito de juguete y buscando con determinación la manera de llegar hasta donde yo estaba. Se encontraba tan preocupado, que lo hizo de una manera maravillosa.
Creo que si viviera hasta tener cien años, no habría nada acerca de mi hermano que pudiera recordar más vívidamente que su esmerado e indescriptible esfuerzo de aquel día. Yo le necesitaba en forma desesperada y él estuvo allí para ayudarme.
La Pascua es siempre una fecha especial para nosotros (para mí, es el mejor día de todo el año), de manera que todos deberíamos tratar de recordar que una vez nos enfrentamos a un problema muy difícil y necesitamos a alguien que nos ayudara. Fue un problema de mayor magnitud que la pérdida de un perrito, la rotura de un juguete, o la caída sobre un cactus. A través de toda la larga historia, comenzando con Adán y Eva hasta nuestro tiempo, fue un problema que si no se hubiera resuelto, nos habría dejado en presencia de Satanás y de sus abominables seguidores. De haber sucedido así, nunca hubiéramos podido estar unidos otra vez con nuestra familia, con nuestros amigos, y con nuestro Padre Celestial que nos ama tanto, sino que hubiéramos estado en una prisión para siempre.
Pero Jesús, nuestro hermano mayor, no permitió que Satanás lo capturara, sino que permaneció a salvo fuera de los portones de la prisión. De una manera en que no podemos llegar a comprender totalmente, aun cuando lleguemos a nuestra plena madurez. Jesús nos liberó. Fue como si Él hubiera tenido la única llave de la puerta de la prisión, y como si Él hubiera sido el único con las fuerzas suficientes como para abrirla. Al hacerlo. El salvó nuestra vida para que nuestra familia pudiera permanecer junta y para que algún día pudiéramos regresar a nuestro hogar celestial.
Pero para hacer esto por nosotros, tuvo que pagar un precio terrible, un precio por el cual debemos honrarle y venerarle guardando sus mandamientos. Sufrió una muerte espantosa en la cruz, y en medio de la angustia del dolor físico y espiritual, Jesús también pensó por un momento que estaba solo y sin ayuda, y aun así, siguió adelante con su martirio para ayudarnos a todos.
Jesús murió por nosotros y solamente las montañas que se estremecieron y el sol que se obscureció parecieron ser los únicos en comprender el precioso e invalorable don que estaba dando a la humanidad. Luego sucedió algo maravilloso. Jesús, el que había muerto y sido enterrado, volvió a la vida de una manera muy especial llamada resurrección.
En un pacífico y sereno jardín primaveral, Jesús se levantó de la tumba para volver a vivir con nuestro Padre Celestial, y de una manera maravillosa y milagrosa nos concedió el mismo poder y privilegio. No sé exactamente cómo sucederá esto, pero sí sé que por medio de Jesús, se nos ha dado la oportunidad de vencer toda duda, desesperación y aun la muerte. Eso es lo que la Pascua significa para mí.
Me gustaría que todos los años, en la época de la Pascua, recordáramos cuanto más hermosas son las flores primaverales que las espinas del cactus sobre el cual me caí una vez.
Y especialmente me gustaría que todos recordáramos a nuestro hermano mayor. Jesucristo, a quien todo le debemos, porque El vino a sanar nuestras heridas, a calmar nuestros temores y a llevamos sanos y salvos a nuestro hogar cuando más lo necesitábamos.
























