Marzo de 1981
Enseñemos a los hijos de Dios
Por el presidente N. Eldon Tanner
Primer Consejero en la Primera Presidencia
Este mensaje va dirigido a todos aquellos que actualmente están sirviendo en cargos directivos en la Iglesia, a los que algún día ocuparán estos cargos y también a todos los que siguen a estos directores.
Como miembros de la Iglesia debemos reconocer nuestra responsabilidad individual de promover el reino de Dios, o sea, su Iglesia sobre la tierra. Hay ciertos puntos fundamentales que ‘debemos reconocer antes de asumir y cumplir estas responsabilidades.
Primeramente, debemos reconocer que somos hijos espirituales de Dios, y no creo’ que haya otra manera mejor de explicar quiénes somos y por qué estamos aquí que citando las palabras del conocido himno. «Soy un hijo de Dios»:
Soy un hijo de Dios,
por El enviado aquí;
me ha dado un hogar
y padres caros para mí.
Soy un hijo de Dios,
no me desamparéis;
a enseñarme hoy su ley,
precisa que empecéis.
Soy un hijo de Dios,
y galardón tendré,
si cumplo con su ley aquí
con El vivir podré.
Guiadme, enseñadme por sus vías a marchar,
para que algún día yo con Él pueda morar.
(Canta conmigo, pág. B-76.)
Es un privilegio maravilloso ser miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, trabajar bajo la dirección de un profeta y saber que estamos haciendo la voluntad del Padre Celestial. Sé y os testifico que el presidente Spencer W. Kimball es un profeta de Dios que dirige los asuntos de Su Iglesia sobre la tierra.
En mi opinión, no existe mayor llamamiento para cualquier persona que aquel de ser maestro en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. En una forma u otra todos somos maestros, seamos llamados y apartados para enseñar o no. El Salvador es el Maestro más grande de todos; tratemos en toda manera de emular y seguir su ejemplo.
Mi corazón siempre se enternece cuando pienso en su visita a los habitantes del continente americano. Esta historia, otras anécdotas de su vida y sus parábolas son el mejor medio para ayudarnos a entender que Jesucristo ciertamente vive, que se interesa por nosotros y nos ama, y que desea que hagamos lo que es correcto a fin de que podamos ser felices.
Ciertamente, no existe manera mejor de hacer hincapié a los niños ―y todos a los ojos de nuestro Padre Celestial somos niños— sobre el gran amor e interés que Jesús tiene por cada uno de ellos que leer las Escrituras, especialmente su visita a los habitantes del continente americano.
«Y aconteció que mandó que trajesen a sus niños pequeñitos.
De modo que trajeron a sus niños pequeñitos, y los colocaron en el suelo alrededor de él, y Jesús quedó en medio; y la multitud cedió el paso hasta que todos le fueron traídos.
«Y aconteció que cuando los hubieron traído a todos, y Jesús estaba en medio, mandó a los de la multitud que se arrodillasen en el suelo.
Y sucedió que cuando se hubieron arrodillado en el suelo, gimió Jesús dentro de sí y dijo: Padre, turbado estoy por causa de la iniquidad del pueblo de la casa de Israel.
Y cuando hubo pronunciado estas palabras, se arrodilló él mismo también en el suelo; y he aquí, oró al Padre, y las cosas que oró no se pueden escribir, y los de la multitud que lo oyeron, dieron testimonio.
Y de esta manera testifican: Jamás el ojo ha visto ni el oído escuchado, antes de ahora, tan grandes y maravillosas cosas como las que vimos y oímos que Jesús hablo al Padre;
Y no hay lengua que pueda hablar, ni hombre alguno que, pueda escribir, ni corazón de hombre que pueda concebir tan grandes y maravillosas cosas como las que vimos y oímos a Jesús hablar; y nadie puede conceptuar el gozo que llenó nuestras almas cuando lo oímos rogar por nosotros al Padre.
Y aconteció que cuando Jesús hubo concluido de orar al Padre, se levantó; pero era tan grande el gozo de la multitud, que fueron dominados.
Y sucedió que Jesús les habló, y mandó que se levantaran.
Y se levantaron del suelo, y les dijo: Benditos sois a causa de vuestra fe. Y ahora, he aquí, es completo mi gozo.
Y cuando hubo dicho estas palabras, lloró, y la multitud dio testimonio de ello; y tomó a sus niños pequeños, uno por uno, y les bendijo, y rogó al Padre por ellos.
Y cuando hubo hecho esto, lloró de nuevo;
Y habló a la multitud, y les dijo: Mirad a vuestros pequeñitos.
Y he aquí, al levantar la vista para ver, dirigieron la mirada al cielo, y vieron abrirse los cielos, y vieron ángeles que descendían del cielo, cual si fuera en medio de fuego; y bajaron y cercaron a aquellos pequeñitos, y fueron rodeados de ruego; y los ángeles los ministraron.
Y la multitud vio y oyó y dio testimonio; y saben que su testimonio es verdadero, porque todos ellos vieron y oyeron, cada cual por sí mismo; y llegaba su número a unas dos mil quinientas almas; y se componía de nombres, mujeres y niños.» (3 Nefi 17:11-24.)
¿Podéis imaginar una escena más preciosa que ésta o una experiencia más hermosa? Esta historia nos enseña que el Señor nos ama y que los ángeles velan por nosotros; también aprendemos que podemos orar a un amoroso Padre Celestial que escucha y contesta nuestras oraciones.
Uno de los medios más positivos para influir en la manera de pensar y en la vida de nuestros hijos es alimentarlos constantemente con buenas historias, láminas e ideales.
Los miembros de la Iglesia somos muy afortunados al tener y poder expresar un testimonio firme de que Dios vive, que Jesús es el Cristo, que ellos se interesan por nosotros personalmente, y que tenemos el verdadero y sempiterno evangelio. Vivamos cada día de tal manera que otros puedan saber que tenemos ese testimonio; que no exista ninguna duda en nuestra mente de que amamos al Señor nuestro Dios de todo corazón, alma, mente y fuerza, y que estamos preparados para servirle en todo momento. Él nos ha dicho:
«Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor.» (Juan 15:10.)
He observado y comprobado muchas veces la veracidad de la amonestación y promesa que el Salvador hizo con las siguientes palabras:
«Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas.» (Mateo 6:33.)
En nuestro día es muy fácil dejarnos interesar por los asuntos del mundo y gozar de todas las cosas mundanas, en lugar de continuar religiosamente buscando el reino de Dios y su justicia; por lo tanto, es más importante que estemos siempre alerta, recordando siempre que uno enseña más eficazmente por medio del ejemplo que del precepto. Nunca olvidemos el viejo axioma que dice: «Tus acciones hablan tan fuertemente que no puedo oír tus palabras».
Este mundo sería mucho mejor si los líderes de cada organización vivieran de tal forma que pudieran decir: «Ven, sígueme», de la misma manera que el Salvador lo dijo, y supieran que los hijos de nuestro Padre son guiados por las sendas de la verdad y la rectitud.
Siempre me han impresionado las siguientes líneas que aprendí hace muchos años:
Yo soy el niño.
En tu mano, tienes mi destino;
Tú determinas principalmente si he de lograr el éxito o de fracasar.
Enséñame de nuevo aquellas cosas que me traerán felicidad; prepárame, te ruego, para que sea una bendición para el mundo.
Si podemos vivir y enseñar de tal forma que por nuestro ejemplo y palabra podamos ayudar a otros a hacer de éste un mundo mejor, ya habremos cumplido una parte de nuestra obligación con nuestro Padre Celestial. Ruego que todos tomemos la decisión de hacerlo.
























