La oración

Marzo de 1981
La oración
Por Susan Piele

Cuando Calvin empezó a tartamudear sólo para pedir la sal o la pimienta, supe que algo estaba mal. Él siempre tuvo problemas para hablar; era divertido cuando tenía dos o tres años de edad, y se hacía querer cuando tenía cinco o seis. Pero cuando llegó a los siete u ocho años y aún tartamudeaba, mi madre lo llevó a un hospital especializado. Después de eso el problema pareció mejorar, excepto en algunas oportunidades cuando Calvin se inquietaba por algo.

Calvin es mi hermano mayor, y puedo saber cuándo él está asustado por algo, en parte por su tartamudeo, pero también por pequeñas cosas que hace o dice.

Estaba muy preocupado por llegar a ser un presbítero y tener que bendecir la Santa Cena. No era porque no quisiera hacerlo, porque sí quería, y ese era todo el problema. Calvin toma este tipo de cosas muy en serio. No quería que nadie tuviera una excusa para reírse durante esa sagrada ordenanza, especialmente los diáconos del banco del frente, aún si sólo lo hacían por la forma en que Calvin decía la oración.

Calvin lee mucho y yo creo que de su lectura sacó la idea de las canicas. Un griego, de nombre Demóstenes, acostumbraba a recitar en voz alta mientras subía escalones o una colina, o ponía piedras en su boca y daba discursos frente a las olas del mar para acostumbrarse a hablar más claramente. Yo pensé que era una cosa absurda cuando mi hermano me habló de esto; se podía tragar las piedras o algo así, pero creo que estaba desesperado. Él sabía que nuestra madre se enojaría si sabía que iba a poner piedras en su boca, de manera que las canicas parecían ser el substituto más cercano que podía pensar.

Yo colecciono canicas, aun cuando no puedo hacer mucho con ellas, pero me gusta ver sus diferentes colores y los cambios que puede tener la luz cuando pasa a través de ellas. Un día Calvin vino a mi cuarto y se paró junto a la puerta por un largo rato observándome. Mi hermano tiene a veces una forma de pararse que en seguida me doy cuenta de que tiene algo entre manos, y ésa era una de las veces.

Él es un joven alto, quizás demasiado delgado, de cabello muy rubio y también muy corto porque le gusta jugar a la pelota en el verano y le molesta tenerlo sobre la cara.

Tenía en su rostro una extraña expresión mientras me observaba.

Yo estaba sentada en la cama con todas mis canicas esparcidas frente a mí. Se veían hermosas.

—Jenny —me dijo finalmente.

Lo miré y esperé.

—¿Me venderías cinco o seis de tus canicas?

Luego se puso rojo, completamente confuso. Mi hermano siempre se pone rojo cuando habla sobre algo que es importante para él. El especialista que lo trata dice que es parte del problema que lo hace tartamudear y que con el tiempo irá desapareciendo; pero hasta el momento esto sigue igual.

Luego Calvin pareció cambiar de idea y dijo:

—No es importante.

Puse una canica roja en la palma de mi mano y la levanté a la luz para poder ver sus burbujas.

—Si no es importante -le pregunté —, ¿por qué quieres comprarlas?

No dijo nada. Yo sabía que si trataba de hablar, las palabras saldrían en un desbordante tartamudeo. Me miró; había angustia; en su expresión. Luego se volvió y salió de mi cuarto.

Más tarde, por supuesto, le di algunas canicas, ¿qué otra cosa podía hacer? Lavé seis de ellas, las sequé y las puse en una caja que luego coloqué sobre su cama.

Cuando vino a sentarse a la mesa para la cena, le dije:

—Hay algo para ti sobre tu cama, Calvin.

Tampoco entonces me contestó pero pude ver la expresión que había en sus ojos.

No supe más sobre las canicas por un buen tiempo. Calvin es muy cauteloso cuando no quiere que la gente sepa algo, pero se aproximaba el día de su cumpleaños, y cada domingo, mientras se preparaba la Santa Cena, me encontraba observando a mi hermano. Se revolvía en su asiento y yo podía imaginar lo que estaba pensando. Algunas veces, mientras se decía la oración, casi me olvidaba de cerrar los ojos. El escuchaba tan intensamente que parecía que estaba escuchando para él y para mí al mismo tiempo.

Lo que más me asustaba era cuando alguien se equivocaba al repetir la oración sacramental.

Cuando esto sucedía, miraba a Calvin y lo podía ver herido por dentro, esperando el momento en que tendría que arrodillarse y decir la oración. Él tenía un sentimiento tal sobre esa oración, que quería que fuera perfecta. Realmente le importaba, ¡y yo lo sabía!

Un día, cuando bajaba por la escalera, escuché unos murmullos y empecé a buscar de dónde provenían. Venían del cuarto del lavado. Me acerqué tan cuidadosamente como pude y abrí la puerta. Calvin estaba parado frente a la máquina de lavar con mis canicas en la boca. Decía algo pero no pude entender las palabras a causa de todas las canicas que tenía.

Permanecí allí por un largo rato, pero no quería que Calvin supiera que lo había visto, así es que me volví y me alejé. Luego regresé al cuarto por segunda vez haciendo bastante ruido, con el pretexto de buscar jabón. El murmullo se detuvo inmediatamente, Calvin movió la cabeza, y yo regresé a mi cuarto.

Pocos minutos después lo oí que subía la escalera.

Varias semanas más tarde fue el cumpleaños de Calvin y el domingo siguiente se le ordenó al oficio de presbítero y se le asignó dar una de las oraciones sacramentales.

Aún puedo recordar que estaba sentada allí, con mis ojos clavados en él, viendo que la luz daba sobre sus cabellos haciéndolos brillar. Creo que los muchachos no deben ser hermosos, o por lo menos que no se debe admitir que lo son, pero mi hermano era hermoso. Me sentía tan asustada por él que pensé que mi corazón se detenía. Estaba segura de que su angustia me iba a hacer llorar.

Repentinamente me miró y en sus ojos había una expresión que me dio a entender que él sabía que todo saldría bien. Luego se arrodilló, en la forma que los presbíteros lo hacen, y empezó la oración.

Nadie llora durante el sacramento, pero ese domingo no pude evitarlo. La voz de Calvin era suave, pero llegó hasta el final de la capilla.

Jamás he escuchado a nadie dar la oración en la forma que él lo hizo ese domingo. Empezó: «Oh Dios, Padre eterno, en el nombre de Jesucristo» (D. y C. 20:77). Y no hizo ni siquiera un error.

Permanecí en mi asiento llorando, porque era hermoso, ¡y porque amo a mi hermano! Aquella noche, cuando fui a mi dormitorio, encontré las canicas sobre mi cama.

Me imagino que algún día voy a ser vieja, y no hay nada que pueda hacer al respecto, pero aun cuando tenga noventa años, jamás me desprenderé de esas canicas, porque jamás podré olvidar la primera vez que Calvin bendijo la Santa Cena.

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