Sed misioneros

Marzo de 1981
Sed misioneros
Por el élder LeGrand Richards
Del Consejo de los Doce

LeGrand RichardsCada uno de nosotros influye en la vida de sus amigos, y si lo deseamos, podemos» ser misioneros. No debería haber ninguna persona que viviera en los alrededores que no fuera miembro de la Iglesia, que no se le hubiera invitado a unirse a ella. Hay quienes viven al lado de nuestra «casa y nunca han sido invitados a unirse a la Iglesia.

Hace pocos años estaba en Omaha, Nebraska, donde había asistido para dar la palada inicial al Mormón Memorial Bridge (puente conmemorativo sobre el río Misuri) al lado de Winter Quarters (El Invernadero). Allí conocí a un hermano que era un presidente de distrito en el área de la misión. Había vivido en Salt Lake City, Utah, durante 17 años, y había trabajado en las oficinas del ferrocarril Union Pacific hasta que fue transferido a Omaha. Él no se había unido a la Iglesia en Salt Lake City, sino que conoció a los misioneros cuando se mudó a Omaha. Yo le pregunté: «¿Por qué no se unió a la Iglesia cuando vivía en Salt Lake?» Él contestó: «Nadie me invitó a hacerlo». En otra oportunidad, viajaba en auto con un presidente de estaca hacia Farmington, Nuevo México, y el presidente de misión, que viajaba con nosotros, comentó que había vivido en Ogden, Utah, por el periodo de doce años y había pasado por la misma experiencia. Le pregunté por qué no se había unido a la Iglesia mientras vivía en Ogden, y él me contestó que nunca nadie lo había invitado a conocerla.

Hace algunos años, estando en Wyoming, hice referencia a estas experiencias, y el presidente de estaca dijo que esto le recordaba que cuando él era obispo de un barrio, uno de los hombres que vivía en su vecindario le llamó un día y le dijo: «Obispo, ¿piensa usted que soy lo suficientemente bueno como para ser miembro de su Iglesia?» En ese momento me di cuenta de que nunca lo habíamos invitado a que perteneciera a la Iglesia, de manera que hice los arreglos pertinentes para bautizarlo el viernes siguiente por la noche. También llamé a una señora de la vecindad y le dije que este hombre iba a unirse a la Iglesia y le pregunté si le gustaría compartir ese momento. Ella dijo: ‘Obispo, me preguntaba cuánto tiempo debía vivir en su comunidad para que me invitara a unirme a su Iglesia’.»

No tenéis que ser una persona mayor o de 19 años para poder abrir la puerta a vuestros semejantes. Podéis llevar a vuestros amigos a algunas de las actividades del barrio o de seminarios, y entonces dar la referencia a los misioneros y hacer arreglos para que ellos los visiten. No haréis nada en este mundo que os traiga mayor satisfacción y felicidad que el de ser un instrumento en las manos del Señor para traer a alguien a la Iglesia.

El Señor dijo:

«Y si acontece que trabajáis todos vuestros días proclamando el arrepentimiento a este pueblo y me traéis, aun cuando fuere una sola alma, ¡cuán grande será vuestro gozo con ella en el reino de mi Padre!» (D. y C. 18:15.)

Cuando me encontraba en los estados del sur de los Estados Unidos, tuve una experiencia que me ayudó a darme cuenta de lo que creo que el Señor quiso decir con esto. Un día recibí una carta de un buen hermano de Phoenix, Arizona; era un hombre bastante mayor y decía que su abuelo había sido uno de los primeros conversos en el Estado de Misisipí, en el año 1840. El escribió: «Desde aquella época, mi padre y sus descendientes han brindado más de cien años de servicio misional a la Iglesia». En ese momento había 15 jóvenes pertenecientes a esa familia sirviendo en el campo misional, y tres de ellos estaban en nuestra misión. En 1940, luego de haber sido llamado como Obispo Presidente, exactamente cien años después que el abuelo del hombre que me escribió se convirtió a la Iglesia, conté esta historia en una reunión de misioneros, sin saber que un nieto de este último se encontraba allí. Una vez finalizada la reunión se dirigió a mí y me dijo: «Hermano Richards, ahora ya son 165 años de servicio». Cuando usted agrega de 10 a 15 a la vez, no requiere mucho tiempo para alcanzar otros 100 años. Todo esto me hizo pensar que si aquel misionero que cruzó vadeando los pantanos del Misisipí por el año 1840, cuando se viajaba sin «bolsa ni alforja», donde muchos contraían malaria, había traído solamente a aquel hombre a la Iglesia, es posible que haya pensado que no había hecho mucha obra. Pero en un periodo de 100 años, ese hombre y sus descendientes brindaron 165 años de servicio misional, sin contar todas las personas a quienes él había convertido ni las otras que estos conversos trajeron a la Iglesia. ¿Cómo podéis hacer «tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan» (Mateo 6:20), de un modo mejor que llevando a cabo un servicio como éste?

Ya sea que os encontréis en el servicio militar, cumpliendo una misión o estando con vuestros amigos, día a día surgen oportunidades para que digáis o hagáis algo para abrir el camino, e invitar a las personas a oír esta maravillosa verdad. Siempre afirmo que no existen hombres o mujeres honestos en este mundo, que amen al Señor, que no se unan a la Iglesia una vez que sepan cómo es. Para mí, es exactamente como Isaías lo llamó, «un prodigio grande y espantoso; porque perecerá la sabiduría de sus sabios, y se desvanecerá la inteligencia de sus entendidos» (Isaías 29:14). Si podemos lograr que presten la suficiente atención, para mostrarles cómo es la Iglesia, ellos se unirán a nosotros.

Me gustaría comparar a la Iglesia con un rompecabezas. Supongamos que arrojáis las piezas sobre una mesa y las recogéis una a una. Después de mirar cada una de ellas, aún no sabréis qué dibujo forman. Es posible que en una de las piezas reconozcáis el cuello de una jirafa, la trompa de un elefante, o el techo de un granero, pero en cuanto las piezas se arman correctamente, se puede apreciar un hermoso dibujo. No podríais sacar una pieza sin arruinarlo.

Cuando se sabe un poquito de doctrina mormona por aquí y otro poquito por allá, es muy difícil saber de qué se trata, pero cuando todo este conocimiento se une, nadie eliminaría nada de su doctrina.

Hace algunos años, el presidente David O. McKay me asignó a que hablara a un grupo de ministros en una convención de dos iglesias que se llevó a cabo en Salt Lake City; allí estaban presentes sus líderes de California, Oregon, Washington, Idaho, Utah, y Nevada. Por solicitud de ellos, les hablé por dos horas y media para hacerles saber lo que es en verdad el mormonismo. Al finalizar mi discurso les dije:

«Cuando yo formaba parte del Obispado Presidente de la Iglesia, éramos responsables del programa de construcción. Teníamos los planos preparados del Templo de Los Angeles y un día se los mostramos a la Primera Presidencia de la Iglesia. No teníamos los planos completos de la instalación eléctrica o sanitaria, y aun así ya teníamos 84 páginas, de alrededor de un metro veinte de largo y setenta y seis centímetros de ancho, con prácticamente cientos y cientos de cálculos, dibujos y planos. Allí estaba el templo, totalmente planificado, y sin embargo, hasta ese momento no se había hecho ni un solo hoyo en la tierra. Todo lo que el constructor tenía que hacer era saber cómo interpretar y llevar a cabo aquellos planos; él no podía tener un edificio completo si dejaba de lado veinticinco páginas.

Podéis llevar esos planos por todo el mundo y ver si coinciden con algún edificio, pero encontraréis solamente uno con el cual coinciden, y ése es el templo mormón en Los Angeles. Por supuesto, podréis encontrar edificios que tienen los mismos materiales que el templo, tales como alambres eléctricos, instalación sanitaria, y madera, pero no podréis encontrar otro edificio que sea exactamente igual a él,»

Entonces levanté la Biblia y dije: «Aquí está el plano detallado del Señor. Isaías dijo que el Señor ha declarado el fin desde el comienzo. (Véase Isaías 46:10.) Aquí está todo si sabéis cómo interpretarlo. Podéis tomar esto, el plan completo del Señor, y compararlo con cada una de las Iglesias del mundo, pero hay solamente una que coincide con él, y ésta es La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Por supuesto que encontraréis iglesias que profesan algunos de los preceptos contenidos en este libro, que es el plan completo del Señor, pero no podréis encontrar otra iglesia en el mundo que coincida exactamente con él.»

Entonces hice una demostración usando muchos pasajes; pero voy a emplear solamente uno como ejemplo para vosotros: Leí en Juan 10:16 lo que dijo el Salvador:

«También tengo otras ovejas que no son de este redil; aquéllas también debo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño, y un pastor.»

A continuación dije a los ministros: «¿Sabe alguno de ustedes por qué esto está en la Biblia? ¿Conoce alguno de ustedes alguna iglesia en el mundo que sepa por qué está en la Biblia?» Entonces lo relacioné con lo que les había dicho acerca de las nuevas tierras que se habían prometido a José «hasta el término de los collados eternos». (Véase Génesis 49:26.)

Al describir esta tierra, Moisés utiliza términos como abundancia de los collados eternos, escogidos frutos, rico producto, fruto más fino, mejores dádivas (véase Deuteronomio 33:13-17). Entonces pregunté: «¿Sabe alguno de ustedes dónde se encuentra esta tierra?» Entonces les dije lo que ya les había mencionado anteriormente, que esa tierra era el continente americano. Les hablé acerca de los dos registros que hubo que llevarse. (Véase Ezequiel 37:15, 20.) «¿Sabe alguno de ustedes algo acerca del registro de José? ¿Sabe alguno de ustedes por qué se menciona en la Biblia?» Entonces les dije que cuando el Salvador visitó a los nefitas, aquí en el continente americano, les dijo que ellos eran las otras ovejas acerca de las cuales se refirió, pero aclaró que Dios el Padre en ninguna ocasión le indicó que revelara a sus discípulos dónde estaban las otras ovejas, sólo les dijo que había otras ovejas que no estaban en ese redil (véase 3 Nefi 15:11-24).

Nosotros tenemos toda la verdad, solamente necesitamos darnos cuenta de ello. Y es por eso que el profeta lo llamó «un prodigio grande y espantoso» (Isaías 29:14). No creo que podáis hacer nada en el mundo que os dé mayor regocijo y satisfacción que llevar a la gente al conocimiento de la verdad. Nosotros lo experimentamos constantemente en nuestra obra misional.

Tenemos el caso de una hermana que se convirtió en Idaho. Ella es enfermera, viene a visitarme muy seguido y me llama después de casi cada conferencia general. Me entregó un cheque por el valor de 500 dólares para el hospital de niños, porque uno de nuestros santos la fue a visitar, después de la muerte de su esposo, y le dijo lo que ella podía esperar del futuro si sólo conocía la verdad. Recientemente me escribió y me dijo que en esta Iglesia ha encontrado más amor del que jamás haya conocido en su vida, aun de su propia madre.

También recibí una carta de una hermana de Alabama. Ella también había perdido a su esposo, y es en verdad una mujer digna y maravillosa. Por medio de Tos misioneros conoció la verdad, y ahora nos escribe diciendo que nunca ha conocido un gozo mayor en toda su vida que el que ha conocido desde que los misioneros le llevaron el conocimiento del evangelio; en la actualidad está prestando un servicio maravilloso en la Iglesia. Constantemente recibimos cartas como éstas.

Quizás recordéis el relato que el presidente Grant solía narrar acerca de un hermano escandinavo que se convirtió a la Iglesia y se mudó a los Estados Unidos. Él no había aprendido mucho acerca de la Iglesia, de modo que el obispo tuvo que enseñarle acerca de la ley de los diezmos. Finalmente él estuvo de acuerdo y los pagó. Luego el obispo deseaba que el pagara las ofrendas de ayuno, con lo que él estuvo de acuerdo. Más adelante deseaban construir una capilla. El hombre pensaba que ese dinero debía sacarse del fondo de los diezmos, pero después que el obispo le habló, hizo una donación con tal propósito. Pasado el tiempo, el obispo le dijo que su hijo debía ir a una misión. Entonces este hermano le dijo: «¡Esto colma la medida!» A lo que el obispo contestó: «Hermano fulano de tal, ¿a quién quiere más en este mundo después de su propia familia?» Pensó por un minuto y dijo: «Creo que después de mi familia, a quien quiero más es a aquel élder mormón que fue a la tierra del sol de medianoche y me enseñó el Evangelio de Jesucristo.» Entonces el obispo dijo: «Hermano, ¿no le gustaría que alguien amara a su hijo tal como usted ama a ese misionero?» A esto contestó: «Obispo, usted gana otra vez. Lléveselo.

No es posible evitar entregarse por entero al evangelio.

Cuando fui a mi primera misión, el presidente Anthon H. Lund nos dijo a los misioneros que la gente llegaría a amarnos. El dijo: «No os sintáis satisfechos y orgullosos pensando que os aman porque sois mejores que otras personas, porque ellos os aman por lo que vosotros les brindáis.» En ese momento no supe lo que él quería decir, pero cuando tuve que alejarme de la pequeña tierra holandesa lo supe perfectamente bien. Cuando me fui de allí, derramé muchas más lágrimas de las que vertí cuando dejé a mis seres queridos para ir a mi misión a Holanda.

Antes de irme fui con mi compañero a visitar a una de las familias para quienes yo había sido el primer misionero. Una pequeña y menuda mujer, con lágrimas rodando por sus mejillas y cayendo sobre su delantal, me miró a los ojos y me dijo: «Hermano Richards, fue muy difícil para mí ver partir a mi hija para Sión hace unas pocas semanas, pero es aún mucho más difícil verlo a usted partir.» Entonces supe lo que el hermano Lund quiso significar cuando dijo: «Ellos os aman por lo que vosotros les brindáis.»

Fui también a despedirme de un hombre que vestía el uniforme de su país. Él era alto y usaba una pequeña barba. Él se puso de rodillas, me tomó la mano y presionándola la besó. Entonces supe y comprendí lo que el hermano Lund quiso decir cuando dijo que ellos nos amarían.

De una manera u otra, cada uno de nosotros está en deuda con algún misionero por pertenecer a la Iglesia. ¿Por qué no habremos de asumir la responsabilidad de hacer nosotros lo mismo? Permitidme deciros que cuando compartís vuestro testimonio acerca de la divinidad de esta obra, siempre es de alguna utilidad.

¿Recordáis cuando Pedro se paró delante de la gente, después del día de Pentecostés, y oyeron la prédica del evangelio en su propia lengua? Al oír esto, se compungieron de corazón, no por la simple filosofía, sino porque Pedro testificó que Jesús era el Cristo, el Hijo del Dios viviente.

Cuando los misioneros salen al campo misional, yo les digo que ellos nunca elevarán su voz para testificar que Jesús es el Redentor del mundo, que José Smith fue su Profeta y que el Libro de Mormón es verdadero, sin que arda su pecho; y si comparten su testimonio acompañados del Espíritu del Señor, y si sus palabras no son como metal que resuena, o címbalo que retiñe, llegarán al corazón del honesto y podrán así ser todos instrumentos para traer gente a la Iglesia.

Hace algún tiempo estaba en Nueva York, y dije a los santos con los cuales me reuní, que el Presidente de la Iglesia les pedía que todos fueran misioneros. Les dije: «Ahora, deteneos y pensad por un minuto en alguna persona que conocéis que no sea miembro de la Iglesia, alguien del trabajo, algún vecino, un amigo o un familiar; alguien a quienes vosotros podáis llevar al conocimiento de la verdad. Ellos os amarán a través de todas las eternidades, ya que lo que vosotros haréis tendrá más significado para ellos que todo el dinero del mundo.» Poco tiempo después de haber estado allí recibí una carta de un joven de Houston, Texas, quien se encontraba en Nueva York al momento de mi visita para asistir a una convención relacionada con su carrera, y que también había asistido a nuestra reunión. Su carta comenzaba así: «Hermano Richards, le oí invitar a cada uno de nosotros a que fuéramos un instrumento en las manos del Señor para llevar a alguna persona al conocimiento de la verdad. Inmediatamente escribí una carta a mi esposa en la que le decía que una vez que llegara a casa, tenía algo que proponerle.» Cuando regresó a su hogar, contó a su esposa lo que yo había dicho. Él dijo: «Hay un joven que trabaja en la oficina conmigo; él sabe que soy mormón, pero nunca le he dicho por qué lo soy. Me gustaría invitarlo para que viniera con su esposa a cenar, después tendremos algo de qué hablar». Abreviando este relato, os diré que él me escribió una carta de dos páginas describiéndome el gozo que había tenido en conducir a este hombre y a su esposa a las aguas bautismales. Tuve la oportunidad de conocerlos en Houston, y creo que él es ahora presidente de la Escuela Dominical de su estaca.

En el oeste de los Estados Unidos oí a un misionero decir que él no cambiaría un millón de dólares por la experiencia de su misión. Me sentaba detrás de él y pensaba: ¿Cambiaría yo por un millón de dólares mi primera misión en la pequeña tierra de Holanda? Comencé a enumerar las personas a las cuales había tenido el privilegio de traer a la Iglesia, y el de haber vivido lo suficiente como para ver a sus hijos e hijas, a sus nietos y bisnietos ir al campo misional. Entonces me pregunté: ¿Qué clase de hombre seria yo para vender su condición de miembros de la Iglesia por un millón de dólares? Tan sólo el hijo de uno de los hombres a quienes convertí ha hecho suficiente por esta Iglesia como para compensarme por lo que yo he hecho.

El hermano Matthew Cowley fue uno de los grandes misioneros de la Iglesia. El 12 de marzo de 1946, en una reunión espiritual en la Universidad Brigham Young, hizo la siguiente declaración, la cual me gustaría compartir con vosotros porque expresa claramente mis sentimientos hacia este gran programa misional de la Iglesia. Él dijo: «Como ustedes saben, he hecho dos misiones en Nueva Zelanda; he asistido a dos universidades y diría que, si tuviera que vivir de nuevo y elegir entre las misiones en Nueva Zelanda y la educación en las dos universidades, elegiría mis misiones desde todo punto de vista: desde el punto de vista de la educación, del desarrollo espiritual, del desarrollo de la personalidad y cada otro aspecto de desarrollo que pudiéramos considerar. No cambiaría mis misiones por nada en el mundo, y en este momento es un placer para mí estar ante ustedes no como abogado ni como un estudiante graduado, sino como misionero.» (Citado en Henry A. Smith, Matthew Cowley, Man pf Faith, pág. 203.)

Así es como yo me siento. Pienso que el programa misional de la Iglesia es la cosa más grandiosa en el mundo, y es un programa en el cual todos podemos participar sin importar dónde vivamos o lo que hagamos, no solamente enseñando con nuestras palabras, sino dando ejemplo con la nobleza de nuestra vida, dejando que brille nuestra luz al mundo, para que al ver nuestras buenas obras, puedan glorificar a nuestro Padre que está en los cielos. (Véase Mateo 5:16.)

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