Marzo de 1981
Una batalla ganada
Por Constance Polve
Al encaminarme por el sendero polvoriento y lleno de basura que conducía a la vieja y deteriorada choza, me sentí agobiada por la desesperante pobreza que veía allí. El techo de la pequeña casa estaba agujereada en un lado, los vidrios de las ventanas se habían reemplazado con periódicos viejos, y el patio se hallaba tapizado de vidrios, clavos, latas viejas y otros escombros. En las ventanas colgaban cortinas rasgadas por las que pude ver el tizne que cubría las paredes y pisos en el interior. Aproximadamente de quince a veinte gatos se me atravesaron correteando al encaminarme hacia la choza. Al tocar a la puerta, pensamientos fugaces me hicieron recordar la vida cómoda de la que disfrutaba y a la que estaba acostumbrada cuando asistía a la Universidad Brigham Young que se encuentra en Provo, Utah; anhelaba por un momento esa seguridad de la ciudad universitaria. Pero ahora me encontraba aquí, como enfermera practicante, a muchos kilómetros de Provo, y no estaba segura si estaba preparada para las pruebas que tendría que enfrentar.
Todo comenzó hace unas semanas durante mi clase relacionada con mis estudios de la salud pública. Parte del curso requería que obtuviéramos experiencia práctica como estudiantes de enfermería. Pensaba trabajar en Salt Lake City, pero durante nuestro primer día, el instructor declaró que necesitaban practicantes de enfermería en una oficina de salud pública establecida en un pequeño poblado. Súbitamente sentí algo que me impulsaba a ofrecerme como voluntaria. Traté de detenerme, pero no pude, y antes de lo que imaginara, me hallaba en camino a mi nuevo hogar y mis nuevas responsabilidades.
Un día después de mi llegada me presenté ante dos enfermeras graduadas que se hallaban en la oficina de salud pública, las únicas dos en todo el distrito. Decir que ellas estaban muy ocupadas no expresaría totalmente la situación. Vi los archivos que representaban cientos de casos diferentes, todos necesitaban de ayuda médica. Un poco temerosa, comencé a darme cuenta de que no tenía tiempo que perder en observaciones y aprendizaje; tenía que comenzar inmediatamente y confiar en la esperanza de que todo iba a salir bien.
Mi supervisora me asignó tres casos, y luego, mirándome muy pensativamente, me dijo, sosteniendo en sus manos una carpeta amarillenta: «Tengo otro caso para ti, pero me encuentro un poco indecisa. Esta anciana ha pasado por problemas de salud muy graves; ella se ha negado por dos años a recibir ayuda y yo ya me cansé de tratar de ayudarla. Si tú sientes que puedes tratar, te lo daré, pero prométeme que no te desanimarás si fallas.» Sentí cierta simpatía por esta anciana que nunca había visto, y sabía que tenía que tratar de nacerlo.
Al leer su historia clínica, me di cuenta de que la anciana tenía más de setenta años y que se había lastimado la pierna derecha en un accidente automovilístico ocurrido algunos años atrás. No aparecía fractura en los huesos, pero se había lacerado las venas y músculos principales. Aunque había recibido un tratamiento, la circulación en la parte inferior de la pierna estaba dañada. Con el tiempo la sangre se estancaría, se formarían residuos y pondría presión sobre los tejidos y de esta manera sofocaría o deterioraría los tejidos sanos en toda esa zona, causándole úlceras en la pierna.
Esto fue precisamente lo que sucedió, así es que decidió ir a ver al doctor. Era un buen doctor, pero un poco tosco e insensible. A causa de este desafortunado incidente, ella se llenó de miedo y decidió que nunca iría a ver a otro doctor. El médico no había tenido la oportunidad de terminar el tratamiento y como resultado, los dolores en la pierna eran cada vez más fuertes, ésta se le había infectado convirtiéndose en un miembro inservible. Se le había cubierto de grandes úlceras purulentas, los tejidos se habían vuelto color amarillo y negro y en ciertos lugares la carne parecía que estaba podrida.
La anciana se hallaba recluida y todo contacto con el mundo exterior se reducía a una niña vecina a quien le pagaban para que le hiciera los mandados. Hubo otras personas que trataron de ayudarla, pero la anciana tenía temor y prefería no ver a nadie.
Cuando fui a verla el primer día, todavía me encontraba muy preparada para ver a la enferma. Esta era una anciana encorvada, con cabellera larga, gris y despeinada, quien se acercó renqueando a la puerta. Apenas me dio tiempo para decirle quién era yo cuando ya me había ordenado que saliera, diciendo que quería que todas las enfermeras la dejaran en paz. Pero yo sabía que no podía hacerlo. Mientras me hallaba en su casa, pude darme cuenta de un olor muy particular que ya había sentido otra vez antes; era algo que nunca podré olvidar: El olor característico de la gangrena.
La supervisora confirmó mi diagnóstico y me pidió que dejara el caso; me dijo que la anciana iba a vivir sólo unas pocas semanas y que si moría mientras me hallaba como practicante en este caso, el procurador del distrito podría interrogarme y dudar de mi capacidad como enfermera. Me dijo que ahora ella se haría cargo del caso, pero aun así no podía aceptar que esa anciana terminara sus días en dolor y soledad. Le supliqué a mi supervisora que me permitiera esforzarme una semana más y milagrosamente aceptó.
El segundo día que fui, la anciana me permitió entrar y hablamos de todo menos de su problema. Me fui y lloré; estaba segura de que nunca podría convencerla de la ayuda que necesitaba.
El tercer día la visité nuevamente e hice que se enfrentara a la realidad de que iba a morir si no recibía un tratamiento. Aun así, no pareció importarle, la verdad es que no tenía motivos para vivir.
Regresé a mi apartamento muy descorazonada. ¿Qué podía hacer si ella rehusaba recibir ayuda? No sabía qué hacer, sólo me quedaba orar. Había orado antes por ella, pero este día mi compañera de cuarto se arrodilló a mi lado y oramos fervientemente al Señor pidiéndole sabiduría y orientación.
Pasaron algunos días sin novedad. Traté de tener fe y oré continuamente. Al quinto día llegó la respuesta cuando súbitamente supe lo que debía hacer. No oí voces, no vi visiones, no hubo sugerencias dentro ni fuera de mí. Sabía lo que debía hacer.
Ordené mi plan y me dirigí apresuradamente a la casa de la anciana. Sus ojos se llenaron de asombro al verme llegar con la espumosa agua oxigenada. Estaba muy impresionada, y me preguntó si en el hospital utilizarían medicamentos que no le causaran dolor y tratamientos como éstos. Le aseguré que todos tendrían mucho cuidado y que su estancia en el hospital iba a ser de lo más placentera. Hice una corta visita al hospital para informarles sobre esta anciana que temía tanto a los doctores, y que sería internada muy pronto.
Al siguiente día tuve que volver a Provo por el fin de semana. No deseaba dejarla, pero una vecina, la madre de la niña que le hacía los mandados, iba a cuidarla y a preocuparse por ella. La vecina se regocijaba de que la actitud de la anciana hubiera empezado a cambiar, y prometió que haría todo lo que estuviera a su alcance por ayudarla.
Cuando volví me enteré de que mi amiga había tenido el valor de entrar al hospital. Toda la oficina de salud pública del distrito lo estaba celebrando. Me dirigí rápidamente al cuarto donde se hallaba la anciana, se veía muy limpia, y con su cara radiante me saludo con una cálida sonrisa. «Usted me convenció para que viniera al hospital», me dijo. Luego me preguntó a qué iglesia pertenecía, y cuando le, contesté que era un Santo de los Últimos Días, me dijo: «Yo lo sabía. Sabía que había sido enviada desde el primer día que la vi. Tenía un resplandor en su cara que sólo he visto en aquellos de su iglesia y tuve que poner mi confianza en usted».
¡Imagínense el gozo que colmó mi alma! El Señor había cumplido en un mes lo que trataron otros por dos años. Jamás tuve un sentimiento tan grande de tranquilidad. Su pierna sanó completamente en tres meses; el barrio de Santos de los Últimos Días cercano a su casa se encargó de limpiar y arreglarle la casa y el jardín, y los misioneros la visitaron, lo cual tuvo como resultado su bautismo.
Actualmente ella asiste con regularidad a las reuniones dominicales que incluyen la Sociedad de Socorro, y es notable el deseo y gozo que tiene de vivir. Cuán agradecida estoy por haber conocido y amado a esta hija de nuestro Padre Celestial, ya que por las experiencias que pasamos juntas aprendí que por medio de la fe continua y el esfuerzo, se pueden obtener galardones espirituales.
























