Noviembre de 1981
Amanecer
Por el élder Loren C. Dunn
Del Primer Quorum de los Setenta
Me gusta correr. Mientras nos hallábamos cumpliendo una asignación en Nueva Zelanda, corría todas las mañanas desde mi casa en la calle Amey, en Auckland, por otras calles de la ciudad. El corredor mañanero en Nueva Zelanda disfruta de una gran cantidad de escenarios diferentes. El país no sólo está dotado de una belleza natural impresionante, sino que tiene los amaneceres más bellos del mundo. Algunas mañanas, cuando los primeros rayos del sol bañan las nubes algodonadas, el cielo parece estar envuelto en llamas; en otras oportunidades, los colores son más tenues y discretos. A veces, el cielo está gris y lluvioso. Es imposible predecir lo que traerá cada amanecer. Hay días en que al rayar el alba parecería que fuera a ser un día soleado; pero de pronto el cielo se obscurece y empieza a llover; y cuando todo parece indicar que va a continuar lloviendo, el sol se abre paso entre las nubes y empieza a desplegarse ante los ojos un día fabuloso. Cada día es diferente y trae sus propios misterios y sus propias sorpresas.
La vida es igual. No sabemos qué esperar de una jornada para otra y tenemos que tomar cada una cómo se presenta.
El Evangelio de Jesucristo no cambia milagrosamente los días tristes y nublados por otros llenos de luz y esplendor, sino que nos da una luz interna, una fortaleza que nos ayudará a recibir los días buenos con agradecimiento y los días malos con fe y determinación, hasta que un «nuevo amanecer» nos traiga alivio.
«Porque sé que quienes pongan su confianza en Dios serán sostenidos en sus tribulaciones, y sus pesares y aflicciones, y serán exaltados en el postrer día.» (Alma 36:3.)
Hace algunos años, cuando nos encontrábamos viviendo en Boston, Massachussetts, acababa de terminar una semana muy mala. Todos sabemos lo que es una mala semana: son siete días seguidos en que todo ha salido mal. Al terminar aquella semana, me sentía deprimido y triste.
Finalmente, una noche, después que mi familia se había retirado a descansar, decidí quedarme despierto para poder dirigirme a mi Padre Celestial en oración, pero no con la misma actitud que tenía cuando decía mis oraciones regulares, sino con la determinación de acercarme más a Él.
Al arrodillarme en el estudio de la casa, que se encontraba a obscuras, las circunstancias me permitieron hablarle a nuestro Padre Celestial con profunda humildad, y pude expresar mis sentimientos más íntimos. A medida que oraba, sentía la necesidad de obtener la confirmación de que efectivamente Él estaba allí y se preocupaba por mí. Al hacer mi petición, tuve una experiencia espiritual muy especial; anteriormente había tenido experiencias similares, pero ésta fue aún más extraordinaria. Pude sentir que el Espíritu se vertía sobre mí y llenaba mi alma. No fue sólo una vez, sino que durante esos minutos lo pude sentir varias veces.
Cuando subí a mi dormitorio esa noche, tenía el conocimiento absoluto, nacido del Espíritu, no sólo de que el Salvador vive, sino de que me conoce y se preocupa por mí, con un amor realmente divino.
La influencia de esa experiencia me acompañó por muchos días y engendró en mi corazón un sincero sentimiento de amor e interés por mis semejantes, aun por las personas que no conocía, que caminaban por las calles. Anteriormente, cuando pasaban a mi lado, ni siquiera me daba cuenta de que existían; ahora me interesaba por ellos. Mi propia familia parecía significar mas para mí. Me sentía unido a los santos en todo el mundo, y sentía el deseo de servir a mi prójimo.
No recuerdo qué problemas había tenido esa semana; sólo sé que pasaron como pasan casi todos los problemas con los que nos enfrentamos. Pero siempre recordaré la experiencia que tuve aquella noche en que recibí la influencia vivificante del Espíritu.
En ese momento me fue reconfirmado el conocimiento de que si somos justos, podemos ir al Señor, y que El, en su sabiduría infinita, nos dará, de una manera u otra, el consuelo y la fortaleza que necesitamos; y supe que el Espíritu no sólo nos vivifica, sino que nos unifica. Estas experiencias no tienen necesariamente que ocurrir sólo una vez, sino que pueden ser frecuentes.
Espero que al comenzar cada día podamos fortalecernos por medio de la oración y de la obediencia a los mandamientos; de esa forma la luz del Espíritu Santo brillará desde nuestro interior y nos dará aliento; nos ayudará a aprovechar las buenas oportunidades que el futuro nos trae; nos ayudara a cambiar aquellas cosas que podemos y debemos cambiar y a sostenernos firmemente mientras atravesamos circunstancias que no nos es posible modificar.
«Porque sol y escudo es Jehová Dios;
Gracia y gloria dará Jehová.
No quitará bien a los que andan en integridad.» (Salmo 84:11.)
























