La boca blasfema

La boca blasfema

Spencer W. KimballPor el presidente Spencer W. Kimball

En cierta ocasión, mientras uno de los empleados del hospital donde me encontraba intimado me llevaba en una camilla hacia la sala de operaciones, de repente tropezó y al hacerlo, brotaron de sus labios palabras profanas y vulgares con las cuales estaba insultando al Señor. A pesar de que me encontraba casi inconsciente, levanté un poco la cabeza e implorando, le dije: «¡Por favor! ¡No blasfeme!» El silencio se hizo sepulcral y una voz mansa susurró: «Lo siento». Por un momento el joven había olvidado el mandamiento tan sagrado que el Señor dio a su pueblo:

«No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano» (Ex. 20:7).

Muchas personas se excusan al tomar el nombre del Señor en vano diciendo que los Diez Mandamientos fueron dados hace miles de años a un pueblo en una tierra lejana; sin embargo, es necesario recordar que el Padre-no solamente los dio con todo su poder a los israelitas, sino que también una y otra vez los dio a los judíos en el meridiano de los tiempos, y aun en nuestra propia dispensación los ha repetido para nuestra guía y beneficio.

Al joven rico de Jerusalén que le preguntó qué podía hacer para obtener la vida eterna. Cristo le dijo:

«Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt. 19:17).

Con ansiedad nuevamente le preguntó. «¿Cuáles?»

El Señor entonces le repitió los Diez Mandamientos, que al igual que en nuestra época, todavía estaban vigentes. También dijo en el Sermón del Monte, «No juréis en ninguna manera» (Mt. 5:34).

El apóstol Pablo condenó a la gente profana diciendo:

«Sepulcro abierto es su garganta; con su lengua engañan.

Veneno de áspides hay debajo de sus labios; su boca está llena de maldición y de amargura.» (Ro. 3:13-14.)

El apóstol Santiago, hablando de la boca blasfema, dijo:

«Pero ningún hombre puede domar la lengua, que es un mal que no puede ser refrenado, llena de veneno mortal. . .

De una misma boca proceden bendición y maldición. Hermanos míos, esto no debe ser así.» (Stg. 3:8, 10.)

En la última dispensación el Señor nos amonesta diciendo:

«Por tanto, cuídense todos los hombres de cómo toman mi nombre en sus labios; porque he aquí, de cierto os digo, que hay muchos que están bajo esta condenación, que toman el nombre del Señor y lo usan en vano sin tener autoridad.» (D. y C. 63:61-62.)

Pero aún a pesar de todas estas amonestaciones, en las calles, en los lugares públicos, en los sitios de trabajo, en las mesas de banquetes, se oyen palabras obscenas y en muchas ocasiones se menciona el nombre de Dios en vano. Cuando vamos a lugares de entretenimiento y nos mezclamos entre la gente, quedamos aterrados al oír tanta blasfemia que entre ellos parece ser aceptada sin problemas. Los escenarios, las películas, la televisión y la radio están llenos de ella. Ahora entendemos cómo se sintió Lot cuando, de acuerdo con las enseñanzas de Pedro, estaba «abrumado por la nefanda conducta de los malvados» (2 P. 2:7). Nos preguntamos sobre aquellos que usan esa clase de vocabulario grosero y profano, aun cuando no están dispuestos a obedecer la voluntad de Dios, ¿por qué tienen que tener esa mentalidad tan limitada que destruye poco a poco su capacidad de comunicarse en otros términos? El idioma es como la música, puesto que de ambos nos regocijan la belleza, la dulzura y la armonía; pero al mismo tiempo nos desagrada de ellos la repetición de notas disonantes.

Hace poco tiempo tomé para leer un libro muy famoso, pero quedé aterrado al ver que en él se encontraban las conversaciones más vulgares y profanas, y me sentí deprimido al ver que los protagonistas utilizaban el nombre de su Creador en una forma vulgar. ¿Por qué lo hacían? ¿Cuál es la razón por la que los autores se venden de una forma tan barata y profanan los talentos que Dios les ha dado? ¿Por qué blasfeman y juran? ¿Por qué de sus labios impuros y de sus manos surge en forma sacrílega el nombre de su propio Creador, el santo nombre de su Redentor? ¿Por qué se olvidan del mandamiento que Él les dio?

«Y no juraréis falsamente por mi nombre, profanando así el nombre de tu Dios. Yo Jehová.» (Lv. 19:12.)

«¿Se gloriará el hacha contra el que con ella corta?» (Is. 10:15.)

En una ocasión un grupo de jóvenes jugadores de basquetbol subieron en el ómnibus en donde yo iba. Al hablar parecía que estaban compitiendo entre ellos mismos para ver quién podía proferir las palabras más blasfemas. Quizás lo aprendieran de personas mayores con quienes se habían relacionado en sus actividades; lo que sé es que no comprendían completamente la gravedad de lo que sus labios pronunciaban.

Un día mientras un grupo de jóvenes iban en automóvil por la playa, éste quedó atascado en la arena. Todos combinaron sus fuerzas para tratar de desenterrar el auto. Al verlos, les ofrecí ayuda; sin embargo, tuve que retirarme al oír las palabras tan soeces que salían de su boca. Sin reparo alguno blasfemaban y, por lo tanto, espantado por su lenguaje, me retiré del lugar.

Hace algún tiempo asistí a un espectáculo que se presentaba en un teatro de San Francisco y que por mucho tiempo había sido el número uno en los teatros de Nueva York; era una obra muy aplaudida, sin embargo, los actores indignos de desatar las correas de las sandalias del Salvador, con un lenguaje vulgar, tomaban Su santo nombre en vano. Estaban repitiendo las palabras del autor, palabras que profanaban el santo nombre de su Creador. Mientras que la gente se reía y aplaudía yo pensaba en el autor, en los que protagonizaban el espectáculo y en la audiencia, y no pude evitar el sentimiento de que todos estaban participando en un crimen, y a mi mente surgieron las severas palabras de crítica que se encuentran en el libro de Proverbios contra aquellos que toleran el mal:

«El cómplice del ladrón aborrece su propia alma; pues oye la imprecación y no dice nada.» (Pr. 29:24.)

Por todas partes, con frecuencia se ofende a aquellos que no están dispuestos a blasfemar y a mencionar el nombre del Señor su Dios en vano. En los clubes, en las granjas, en las actividades sociales, en los negocios, y en todo lugar se oyen blasfemias e imprecaciones. Los viciosos e insolentes deben recordar que no podemos tomar el nombre del Señor en vano sin recibir por ello un castigo. Al deshonrar las cosas sagradas y al usar en nuestras conversaciones diarias el nombre de Dios en vano ¿acaso no estamos haciendo que la destrucción recaiga sobre nosotros?

El Señor nos ha dicho que somos responsables por el lenguaje indecente. Mis queridos jóvenes, vosotros no usáis un lenguaje indecente, ¿verdad? Si así fuera sería una desgracia. La palabra obscena dicha con la intención de impresionar a otros llenará de tristeza a quienes la oyen al igual que a quien la pronuncia. Si el género humano pudiera darse cuenta de que la indecencia es una señal de debilidad y falta de integridad, entonces podría ver claramente la fortaleza de Jesucristo, el Ser más honesto y decente que jamás haya vivido sobre la faz de la tierra.

Es terrible que alguien use el nombre de la Deidad en forma irreverente; en esa irreverencia se incluye también el usurpar su divina autoridad y afirmar que se ha recibido directamente del Señor cuando no es así.

A través de las edades los profetas nunca han dejado de censurar tan grave pecado. El profeta Isaías instó a arrepentirse a aquellos «que juran en el nombre de Jehová, y hacen memoria del Dios de Israel, mas no en verdad ni en justicia» (Is. 48:1).

Cuando le informaban a Job que sus hijos se reunían en forma disoluta para festejar en sus casas, se levantaba «y ofrecía holocaustos conforme al número de todos ellos. Porque decía Job: Quizá habrán pecado mis hijos, y habrán blasfemado contra Dios en sus corazones» (Job 1:5).

Su aflicción era muy grande, sus huesos le causaban dolor, su carne se había corrompido, su corazón seguía siendo probado y ya casi no tenía ninguna esperanza; sin embargo, cuando su esposa se rebelaba diciendo: «¿Aún retienes tu integridad? Maldice a Dios y muérete», el fiel Job la regañaba severamente: «Como suele hablar cualquiera de las mujeres fatuas, has hablado» (Job 2:9-10).

George Washington (primer Presidente de los Estados Unidos de América) también nos dio un buen ejemplo sobre este tema. Cuando se enteró de que algunos de sus oficiales blasfemaban, les envió una carta el 1 de julio de 1776, de la cual citamos:

«Es motivo de gran tristeza para mí enterarme de que la práctica inicua de blasfemar y maldecir, un vicio hasta ahora poco conocido en el ejército, se está naciendo muy popular. Espero que los oficiales, tanto por su ejemplo como por la influencia que tienen, se comprometan a dejar esa práctica inicua; y que tanto ellos como sus hombres se den cuenta de que al insultar los poderes divinos, hacemos vana la esperanza de recibir las bendiciones del cielo. Además de esto, es un vicio tan vulgar, sin ninguna razón, que todo hombre de buen sentido y carácter lo detesta y aborrece.»

El mencionar el nombre del Señor con reverencia debe ser, simplemente, parte de nuestra vida como miembros de la Iglesia. Por ejemplo, como Santos de los Últimos Días, nos abstenemos del tabaco, las bebidas alcohólicas, el té y el café, y también de las drogas perjudiciales; de la misma manera debemos abstenernos del lenguaje obsceno. No maldecimos ni difamamos, no tomamos el nombre del Señor en vano, y no es difícil perfeccionamos en este aspecto de nuestra vida si cerramos la boca y evitamos el hábito de maldecir y decir palabras obscenas.

Sin embargo, nuestra responsabilidad no termina ahí, pues lograr este cometido significa que simplemente nos estamos refrenando de cometer pecado. Para actuar en justicia debemos mencionar el nombre de nuestro Señor con reverencia y santidad en nuestras oraciones, discursos y en otras conversaciones. Isaías expresó en un cántico:

«Poique un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz.» (Is. 9:6.)

Jesús perfeccionó su vida y fue el Cristo que el mundo esperaba; que derramo su preciosa sangre y se convirtió en nuestro Salvador; entregó su perfecta vida para poder ser nuestro Redentor; por medio de su sacrificio expiatorio El hace posible que regresemos a nuestro Padre Celestial y aún así, ¡qué inconscientes y desagradecidos son la mayoría de los beneficiados! La ingratitud es un pecado de las todas las épocas.

Gran número de personas profesan creer en El y en sus obras, mas son muy pocos los que le honran. Millones de nosotros nos hacemos llamar cristianos; sin embargo, muy rara vez nos arrodillamos para expresar gratitud por el don tan supremo que Él nos dio: su vida.

Volvamos a dedicarnos con renovado fervor a la actitud de reverencia y de agradecimiento hacia nuestro Salvador por su incomparable sacrificio. Recordemos siempre el mandamiento de los últimos días:

«Por tanto, cuídense todos los hombres de cómo toman mi nombre en sus labios.» (D. y C. 63:61.)

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1 Response to La boca blasfema

  1. Avatar de Veronica Veronica dice:

    Muy Buen mensaje, es algo dificil de controlar, pero si nos aferramos a Jesucristo en nuestro deseo de cambiar y mejorar poco a poco, sabiendo El nuestro deseo en nuestro corazón podremos lograrlo. Evitemos pues lo mas que podamos controlar los lugares que frecuentamos y la television, ya que siempre sin que querramos escuchamos cosas feas, mas si sabemos como es simplemente debemos tener el verdadero valor de evitarlo, quizas ni television deberiamos ver.

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