Octubre de 1981
La confesión
Por el obispo J. Richard Clarke
Segundo Consejero en el Obispado Presidente
Hace varios años un joven fue hallado en delito flagrante de robo y fue llevado a la cárcel. Sus padres, sorprendidos y avergonzados, le aseguraron que no tenía que preocuparse porque conocían a «gente importante», que ocupaba altos puestos, y estaban seguros de que esas personas podrían obtener su libertad. El obispo, bien intencionado pero sin comprender que le causaría un daño, le dijo que haría todo lo que estuviera a su alcance para lograr que un muchacho tan bueno como él no tuviera que pagar por su delito. El joven finalmente se enojó y dijo:
— ¿No se dan cuenta de lo que me están haciendo? Soy culpable. Si consiguen que me dejen libre sin recibir mi castigo, me forzarán a llevar la carga de esa culpa durante toda la vida. Por favor, déjenme pagar por mi mala acción a fin de que finalmente pueda sentirme realmente libre.
Hay pocos dones más deseables que una conciencia tranquila y un alma en paz consigo misma. Solamente el poder de nuestro Salvador Jesucristo puede sanar el alma apesadumbrada, y si queremos que así sea, debemos seguir las indicaciones que Él nos ha dado.
La confesión es un requisito necesario para alcanzar el perdón completo y una señal del verdadero pesar; es parte del proceso de purificación, puesto que comenzar de nuevo requiere una página limpia en el diario de nuestra conciencia. La confesión debe hacerse a la persona que corresponda, o sea a aquella a la que hayamos hecho daño, así también como al Señor. Cuando nuestra transgresión sea demasiado grave, será necesario confesarla a un administrador legal del sacerdocio.
«No toda persona ni todo poseedor del sacerdocio está autorizado para recibir del transgresor las confesiones sagradas de sus culpas. El Señor ha organizado un programa ordenado y compatible. Todo miembro de la Iglesia es responsable ante una autoridad eclesiástica (véase Mosíah 26:29 y D. y C. 59:12). En el barrio es el obispo; en la rama, el presidente; en la estaca o en la misión, un presidente; y en el escalafón mayor de autoridad en la Iglesia, las Autoridades Generales, con la Primera Presidencia y los Doce Apóstoles a la cabeza.» (Spencer W. Kimball, El milagro del perdón, pág. 335.)
Aquellas transgresiones que requieren confesión ante un obispo son el adulterio, la fornicación y otras perversiones y desvíos sexuales, así como también pecados similares en gravedad. El presidente Kimball nos recuerda que «uno no debe transigir ni ser artificioso; debe hacer confesión franca y completa» (El milagro del perdón, pág… 180).
Recordad: lo que buscamos es la liberación total de las torturas de un alma corroída por la culpa. El profeta Alma dice que pasó «mucha tribulación, arrepintiéndome casi hasta la muerte» (Mosíah 27:28), sintiendo que era consumido por un fuego eterno. El arrepentimiento no es fácil; el pesar lleva al individuo a las profundidades de la humildad. Esta es la razón por la que el don del arrepentimiento es tan dulce, y lleva al transgresor muy cerca del Salvador mediante un lazo especial de afecto.
Durante el tiempo que ocupé el cargo de obispo, sentí que la responsabilidad más seria, y a la vez más santificante, era la de ser un «juez común» (D. y C. 107:74) de la familia de mi barrio. Sabía cuán difícil debía ser para la persona que llegaba a confesar una culpa reconocer el papel sagrado que yo desempeñaba durante una confesión sincera; sabía que estaba comprometido en un convenio por el cual debía mantener en secreto la confesión y encerrar en mi corazón la información que me era revelada. Y ¡oh, cómo oraba pidiendo sabiduría para poder discernir mediante el Espíritu cuál era la medida que correspondía tomar! Aprendí que el juicio más bondadoso consistía en permitir que la justicia fuera plenamente satisfecha mediante el «pago» justo en proporción al hecho. Requerir menos de lo que la transgresión merece sería dejar la deuda parcialmente satisfecha, y solamente quitaría parte de la carga de culpa. La compasión a menudo empuja a un obispo a ser blando, pero la suavidad sin justicia no constituye bondad.
El arrepentimiento total es el que libera al individuo y le da gozo indescriptible. Alma dijo:
«Y ¡oh qué gozo, y qué luz tan maravillosa fue la que vi! Sí, mi alma se llenó de un gozo tan profundo como lo había sido mi dolor.
Sí. . .no podía haber cosa tan intensa ni tan amarga como mis dolores. Sí…y por otra parte no puede haber cosa tan exquisita y dulce como lo fue mi gozo.» (Alma 36:20-21.)
Muchos miembros de la Iglesia me han visitado, personas que por muchos años han llevado una carga pesada en su corazón, tratando de servir y donar generosamente tiempo y dinero para pagar por sus pecados» en lugar de confesarlos al obispo; pero no podían substituir con buenas obras la confesión. Tal como el presidente Kimball lo expresó, debemos quitar todas las manzanas echadas a perder y comenzar de nuevo (véase El milagro del perdón, capítulo 12).
No tratemos de substituir la senda del Señor por un curso más fácil o por uno más corto. Comprometámonos hoy a consultar con el obispo y decir sencillamente: «Obispo, tengo un problema. Necesito su ayuda. ¿Puedo hablar con usted?» El entiende ese lenguaje, y tiene también las llaves especiales y la inspiración para poder ayudar a comenzar una vida nueva y llena de gozo a aquellos que así lo deseen.
























