Sigamos sus pasos y Él nos guiará

Julio de 1981
Sigamos sus pasos y Él nos guiará
Por el élder Vaughn J. Featherstone
Del Primer Quorum de los Setenta

Vaughn J. FeatherstoneViene a mi memoria la historia de una persona ávida por la lectura; su biblioteca estaba repleta de libros que leía cada noche al regresar del trabajo, y siempre terminaba de leer los libros que comenzaba.

Una noche decidió leer uno que había estado dejando de lado deliberadamente; lo abrió y comenzó a leer, pero era aburrido y sin sentido; sin embargo, había hecho la promesa de terminar la lectura de cada libro cine comenzara, y por lo tanto, todas las noches leía hasta que al fin llegó a la última página; luego lo puso en la estantería y mentalmente comentó: «¡Es el libró más aburrido que jamás he leído!»

Pasó el tiempo y una noche, al salir con un amigo, éste le preguntó si había leído cierto libro. Ella recordó inmediatamente que se trataba de aquel libro que había considerado aburrido.

— Sí —le contestó —, ¿por qué?

— Lo escribí yo — le respondió su amigo explicándole que había usado un seudónimo, y comenzaron a hablar de él.

Más tarde, cuando regresó a su casa, fue directamente en busca del libro, y sentándose, leyó durante toda la noche. Cuando aparecieron los primeros rayos de la alborada, lo cerró, lo puso en la estantería e hizo otro comentario mental: «Es uno de los libros más hermosos que he leído». La diferencia consistía en que había conocido al autor y hablado con él de su obra.

En Doctrina y Convenios el Señor dice:

«Escuchad al que es vuestro intercesor con el Padre, que aboga vuestra causa ante él, diciendo: Padre, ve los padecimientos y la muerte de aquel que no pecó, en quien te complaciste; ve la sangre de tu Hijo que fue derramada, la sangre de aquel que diste para que tú mismo fueses glorificado; por tanto, Padre, perdona a estos mis hermanos que creen en mi nombre, para que vengan a mí y tengan vida eterna.» (D. y C. 45:3-5.)

Debemos conocer a nuestro Autor, ya que la vida eterna depende de ello.

Supongo que en mis limitados estudios, el tema del cual más he aprendido es el de Jesucristo; he leído y aprendido más de Él y he servido más en su causa que en cualquier otra obra que haya emprendido en mi vida. Por lo tanto, es un placer para mí poder compartir con vosotros los sentimientos que tengo hacia Él.

Creo que de vez en cuando deberíamos ir atrás en el tiempo y pensar acerca de la vida del Salvador.

Alma dijo:

«Y he aquí, nacerá de María, en Jerusalén, que es la tierra de nuestros antepasados, y ella será una virgen, un vaso precioso y escogido, a quien se hará sombra y concebirá por el poder del Espíritu Santo, y dará a luz un hijo, sí, el mismo Hijo de Dios.

Y él saldrá, sufriendo dolores, aflicciones y tentaciones de todas clases; y esto para que se cumpla la palabra que dice: Tomará sobre sí los dolores y enfermedades de su pueblo.

Y tomará sobre sí la muerte, para poder soltar las ligaduras de la muerte que sujetan a su pueblo; y sus enfermedades tomará él sobre sí, para que sus entrañas sean llenas de misericordia, según la carne, a fin de que según la carne pueda saber cómo socorrer a los de su pueblo, de acuerdo con las enfermedades de ellos.

Ahora, el Espíritu sabe todas las cosas; sin embargo, el Hijo de Dios padece según la carne, a fin de tomar sobre sí los pecados de su pueblo, para poder borrar sus transgresiones según el poder de su redención; y he aquí, este es el testimonio que hay en mí.» (Alma 7:10-13.)

Supongo que para analizar la vida del Salvador necesito decir lo que El realmente hace por nosotros cada día. Siguiendo sus pasos llegaremos a situaciones a las que ni siquiera imaginamos que la vida nos puede llevar. Deseo referirme a algunas de esas situaciones.

A menudo leemos acerca de la ofrenda de la viuda y nos imaginamos cuan amargamente avergonzada debe haberse sentido pensando que su ofrenda era demasiado pequeña. Yo también he visto a una viuda ir a ver a su obispo para la reunión de ajuste de diezmos y decirle, «Este es mi diezmo fiel», luego, con una humilde y dulce actitud, agregar: «Es todo lo que tengo obispo, pero es un diezmo fiel». La cantidad era tan pequeña que indicaba un ingreso muy por debajo de lo que ya se consideraba un nivel de pobreza en su país. No estoy seguro de si todos lo comprendemos, pero existen aquellos que son pobres de alma, aquellos que son pobres de espíritu, y también aquellos que son, como esta dulce hermana, ricos de espíritu.

Cuando recordamos al Salvador, también recordamos a la mujer que desde hacía doce años padecía de flujo de sangre por lo que sufría permanentemente. Había consultado a muchos doctores y gastado todo su dinero, pero sólo había empeorado. Entonces se enteró de que Jesús pasaría por las calles de su pueblo; y allí se dirigió, observando con desesperación como Él se acercaba y, estoy seguro, abriéndose paso con dificultad entre la multitud mientras pensaba: «Si tocare tan solamente su manto, seré salva». Finalmente le alcanzó, tocó su manto, y fue sanada.

El Salvador se detuvo y preguntó: «¿Quién ha tocado mis vestidos?»

Sus discípulos le dijeron: «Ves que la multitud te aprieta, y dices: ¿Quién me ha tocado?» El miró a la gente que estaba a su alrededor e indudablemente, al ver a esta mujer de inmediato comprendería por su expresión que había sido ella. Si no me equivoco, quizás ella se sintiera culpable, y hasta pensaría: «Debería de haberle pedido». De modo que se adelantó, se arrodilló ante El y simplemente confesó: «Señor, yo fui».

Entonces Jesús le dijo: «Hija, tu fe te ha hecho salva; ve en paz, y queda libre de tu azote» (véase Marcos 5:24-34).

Amo a mi Salvador por muchos motivos y también por las situaciones a las que he llegado siguiendo sus huellas. Recientemente una joven pareja tuvo gemelos, los cuales nacieron prematuramente; uno de los bebés se encontraba bastante bien, pero al otro, que pesaba apenas poco más de medio kilo, lo llevaron en forma urgente al Centro Médico de la Universidad de Utah. El padre me llamó y me dijo: «El bebé ya ha recibido una bendición de salud, pero si es posible, desearíamos que usted pasara por el hospital y lo bendijera otra vez». Descubrí que la única hora disponible que tenía ese día en particular era las 5 de la mañana. De modo que fin al hospital esa madrugada, y al llegar al cuarto, encontré al bebé en una cámara de oxígeno. Siendo la cabecita sumamente pequeña, le puse los dedos sobre la frente para darle la bendición, y recibí de Dios la seguridad de que un día este bebé pequeñito sería un joven alto y saludable, un embajador de nuestro Salvador.

También he vivido otras experiencias. Cierta vez estaba saliendo de una conferencia cuando una simpática familia me detuvo: Conocían a un hombre que no era miembro de la Iglesia y que estaba enfrentando problemas bastante serios, y se preguntaban si sería posible que le diéramos una bendición. Fuimos hasta su departamento y al entrar en la sala de estar vimos que los únicos muebles que había eran una silla y un aparato de radio. Una niña de unos nueve años cuidaba al padre, ya que la madre, al enterarse de que el esposo padecía de cáncer, lo había abandonado dejándole sus dos hijos, la niña y un hermano más pequeño que ella. La niñita nos condujo a través de un pasillo hasta el cuarto donde se hallaba su padre tendido en una cama; se trataba de un hombre de más de 1.80 mts., de estatura y que pesaría unos 30kgs. Le dimos una bendición de salud y tuvimos la impresión de que no viviría mucho tiempo; sin embargo, recibimos la inspiración para bendecirle con las cosas que eran de más valor para él: que sus hijos estarían protegidos, que habría ángeles que los guardarían durante esta vida, y que cuando él ya no estuviera junto a ellos, los niños estarían bien cuidados. Este tipo de experiencia no se puede comprar ni con todo el oro del mundo.

El tratar de caminar siguiendo las huellas del Señor recientemente me ha llevado a ponerme en contacto con un joven y su padre. Este joven, junto con un amigo, estaban un día escalando uno de los cerros cercanos a su hogar cuando se encontraron con una línea de alto voltaje que había caído al suelo. El amigo la saltó sin mayor dificultad, pero el joven se enredó al saltar y cayó electrocutado por el cable. El otro muchacho volvió corriendo hasta donde el padre de su amigo vivía, que no era muy cerca, le contó lo que le había sucedido a su hijo, y le dijo que estaba muerto. El padre, que ya no era muy joven, corrió hasta el lugar del hecho llegando allí en quince minutos. Al ver a su hijo tendido sobre el cable de alta tensión, de alguna manera se las arregló para sacarlo de allí con la ayuda de una rama larga. Acto seguido lo tomó en sus brazos y dijo: «En el nombre de Jesucristo y mediante el poder y autoridad del Santo Sacerdocio de Melquisedec, te mando que vivas». El joven, sostenido por su padre, abrió los ojos; después fue llevado de urgencia al Centro Médico de la Universidad de Utah, donde se recuperó.

El Señor no sólo nos brinda grandes experiencias, sino que también hace que nuestra vida cambie. Recuerdo la historia de Sadrac, Mesac y Abed negó, los tres varones judíos que fueron llevados ante la presencia del rey Nabucodonosor por haber rehusado adorar imágenes que éste había levantado. Entonces Nabucodonosor, lleno de ira, les dijo:

«… ¿Estáis dispuestos para que al oír el son de la bocina… os postréis y adoréis la estatua que he hecho? Porque si no la adorareis, en la misma hora seréis echados en medio de un homo de fuego ardiendo. . .» (Dan. 3:15.)

¿Podéis imaginar el tipo de presión a la que fueron sometidos estos buenos jóvenes hebreos? No era una presión o una tentación insignificante, sino que era su vida lo que estaba comprometida.

Y ellos respondieron de la siguiente manera:

«. . . No es necesario que te respondamos sobre este asunto.

. . . nuestro Dios a quien servimos puede libramos del homo de fuego ardiendo.»

Y luego añadieron:

«Y si no, sepas, oh rey, que no serviremos a tus dioses, ni tampoco adoraremos a la estatua que has levantado.» (Dan. 3:15-18.)

Creo que para que alguien tenga una influencia tal sobre tres jóvenes, como la que el Señor tiene también sobre mí y muchas otras personas, es necesario que nos provea de una fuerza o poder substancial del cual podamos asimos; con relación a esto, viene a nuestra mente la declaración de Pedro que se cita tan a menudo: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente» (Mateo 16:16). Y la de Tomás: «Vamos también nosotros para que muramos con él» (Juan 11:16).

Pienso también en el profeta José Smith y en Hyrum su hermano, en Willard Richards, John Taylor y otros que estuvieron en peligro de muerte. Willard Richards dijo al Profeta: «José, si te condenan a morir, yo moriré en tu lugar». Pero él respondió, con un conocimiento que muchos no tenían en tal oportunidad: «Willard, no puedes hacer eso». A lo que Willard Richards insistió: «José, lo hare». (History of the Church, 6:616.)

Estas cosas nos ayudan a comprender la clase de hombres que están enrolados al servicio del Maestro, y que nos ayudan a ver lo que El hará por nosotros si se lo permitimos.

Jesús es verdaderamente nuestro Hacedor.

Cuando el Señor comenzó a enseñar ciertos puntos de la doctrina difíciles de comprender, sus discípulos comenzaron a alejarse y nunca más volvieron a caminar con El. Finalmente, los únicos que quedaron fueron los Doce Apóstoles, a quienes Él dijo, posiblemente con gran tristeza:

«¿Queréis acaso iros también vosotros?»

Le respondió Simón Pedro: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna.

Y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente» (Juan 6:67-69).

¿Habéis pensado en ello? ¿A quién iremos, sino a Él? ¿En quién pondremos nuestra confianza? ¿Dónde podremos encontrar aquella «paz que sobrepasa todo entendimiento»? ¿Dónde, cuando ya hayamos ido hasta el límite, hasta la montaña demasiado alta y demasiado grande para atravesar? ¿A quién podemos ir sino a Él, cuando necesitemos pasar al otro lado?

Supongo que deberíamos pensar de qué manera esto nos afecta. Si esperamos caminar con El, es indispensable que vivamos una vida cristiana. El presidente Harold B. Lee dijo:

«Una noche, hace ya algunos años, mientras estaba acostado, me di cuenta de que antes de que pudiera ser digno del alto cargo al cual había sido llamado, debía amar y perdonar a cada alma que caminaba sobre la tierra; y en esa oportunidad recibí conocimiento, paz y dirección, y una tranquilidad e inspiración que me hablaron de cosas por venir y me transmitieron emociones que procedían de una fuente divina.» (Improvement Era, nov. de 1946.)

Me pregunto si en tal oportunidad él sabría que iba a ser el Profeta, Vidente y Revelador de la Iglesia. Como él, yo pienso que debemos amar a cada alma que habita la tierra: al hijo descamado, a nuestros cónyuges, a alguien que quizás nos haya ofendido profundamente. Si queremos ser cristianos, debemos amar y perdonar a cada ser humano en esta tierra. Entonces estaremos en condición de recibir esa paz.

El élder James E. Talmage dijo que el costo es siempre el mismo para cualquiera de nosotros que quiera aceptar a Cristo y su sacrificio. Eternamente, el costo será siempre el mismo. Es simplemente renunciar a todo lo que tenemos. Si verdaderamente queremos ser sus discípulos, el precio no puede nunca ser inferior a todo lo que tenemos. Alguno de nosotros podría decir: «Iré hasta cierto punto y luego renunciaré». Con tal actitud no creo que podamos ser catalogados como verdaderos discípulos.

Escuchemos las palabras de un Profeta de estos tiempos, el presidente Spencer W. Kimball:

«Venid al jardín humedecido, a la sombra de árboles agradables, a la verdad invariable. Venid con nosotros hacia la certeza, la seguridad, la consistencia. Aquí manan las aguas refrescantes; el manantial nunca se seca. Venid a escuchar la voz de un profeta y a oír la palabra de Dios.» (Liahona, oct. de 1971, pág. 22.)

Esa es la clave; necesitamos saber cómo llegar al punto donde encontrarle y saber que Él es el Capitán de nuestra alma. Si lo aceptamos, nos despojamos del orgullo y servimos a nuestros semejantes, entonces estaremos siguiendo sus pasos.

El Salvador dijo:

«Elevad hacia mí todo pensamiento; no dudéis, no temáis.

Mirad las heridas que traspasaron mi costado, y también las marcas de los clavos en mis manos y pies; sed fieles; guardad mis mandamientos y heredaréis el reino de los cielos. Amén.» (D. y C. 6:36-37.)

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