Julio de 1981
Superemos nuestros errores
Por Lowell L. Bennion
Hace poco tiempo, un amigo pasó más de una hora y media relatándome que su esposa cometió un grave error hace algunos años, y ahora no hace más que pensar en ello. Ha perdido toda la alegría de vivir, e incluso ha pensado en suicidarse. Todo el potencial maravilloso de este ser humano ha cesado, creando una tragedia para ella y su familia; se siente tan desdichada que hace que la vida sea muy difícil para su esposo y sus amigos.
Los historiadores han dicho que no podemos pelear una guerra desde dos frentes; si lo hacemos, generalmente perdemos. De la misma manera encuentro que es muy difícil librar personalmente en la vida dos batallas al mismo tiempo: la batalla con el mundo exterior y nuestra propia batalla. El que tiene una batalla interna generalmente está menos preparado para librar la batalla contra el mundo. De hecho, la batalla externa está siempre presente, y aprendemos a gozar de la vida cuando reconocemos que la vida en sí es una batalla y que siempre habrá problemas y dificultades que enfrentar. Siempre habrá desilusiones; por lo tanto, tenemos que aprender a disfrutar la batalla, y no la victoria que podríamos obtener.
Todos cometemos errores, algunos de ellos muy graves. Cualquier persona consciente se siente desalentada por sus faltas morales. Si hay otros pecadores en la Iglesia, aparte de mí, a ellos me dirijo, y quiero hacerles algunas sugerencias para que aprendamos juntos la manera de superar nuestras faltas, con el objeto de que éstas no obstaculicen nuestro desarrollo y nos impidan pelear la batalla exterior. He aquí lo que podemos hacer para aprender a vivir con todo el potencial del presente sin arrastrar detrás los errores del ayer.
No nos limpiamos revoleándonos en el fango; es decir, no nos purificamos por el simple hecho de martirizarnos pensando en algo malo que hicimos, aunque ciertamente sí aprendemos de nuestros errores. He llegado a saber que no hay fortaleza en la debilidad; no hay fortaleza en el pecado, y no superamos nuestras faltas atacándolas directamente. Pienso que podríamos perder nuestro deseo de redimimos si pensamos demasiado en nuestros pecados.
La segunda sugerencia que tengo es que debemos darnos cuenta de que no importa lo que hagamos en nuestra vida o lo que hayamos hecho con anterioridad, Dios y Jesucristo nos aman tanto como cuando no habíamos pecado. Ellos no se separan del pecador.
Recuerdo a un misionero recién regresado de la misión que estaba asistiendo al Instituto de Religión cuando yo estaba allí. Este joven había cometido un error muy grave y pensaba que por ello su vida estaba arruinada. Yo le dije: «Dios le ama tanto hoy como le amaba el jueves pasado». Él no podía creerlo, y lloró como un niño cuando se dio cuenta de esta gran verdad. Muchas veces pensamos que Dios nos ama según nuestros méritos, según la forma en que nos hayamos comportado. Pero nada puede estar más lejos de la verdad, porque el amor de Dios no es algo que podemos ganar con méritos. El amor viene de un corazón amante y el amor de Dios es incondicional. Yo sinceramente creo que El ama al peor de nosotros tanto como al mejor de sus hijos. Le hacemos sufrir cuando hacemos algo malo, cuando nos ve destruir nuestras vidas y hacer daño a otras personas.
Los padres no aman menos a sus hijos cuando están preocupados por ellos, ni tampoco se inquietan menos cuando los hijos se encuentran en problemas. En realidad los aman más. Esto me hace comprender por qué Jesús dijo que cuando el pastor fue en busca de la oveja perdida y la trajo a casa, se regocijó más por ésta que por las noventa y nueve que estaban a salvo. De la misma manera, habrá más regocijo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento.
En una ocasión uno de nuestros hijos se encontraba muy enfermo. Los otros niños estaban bien, mientras que éste se debatía entre la vida y la muerte. Nosotros, claro está, amábamos al niño enfermo; y cuando éste se recuperó, nos regocijamos pensando más en él que en los otros que estaban bien. En ese momento nos parecía que era lo más importante de nuestra vida. Y así debe ser el amor de Cristo; y así deben sentirse Cristo y nuestro Padre Celestial cuando un pecador regresa al redil. Yo pienso que aun antes de que pidamos perdón, Dios ya nos ha perdonado. Él nos pide que perdonemos a las personas que nos ofenden, y no nos dice que perdonemos solamente si se arrepienten de lo que nos hicieron. Nos dijo que perdonemos setenta veces siete, y yo creo que El hace lo mismo, ya que los principios del evangelio también son Sus principios.
Por lo tanto, debemos arrepentimos para poder perdonamos y esperar el perdón de Dios, y para estar otra vez en armonía con las leyes y principios del evangelio. Recordemos entonces que no nos arrepentimos para que Dios nos ame, porque de todas maneras nos ama; y aunque en algunas escrituras parece indignado con el pecador, en otras parece más indignado con el pecado mismo que con el pecador.
Otra forma de superar el pasado es compensar o restaurar lo malo que hemos hecho; pero a veces tenemos miedo de ir a aquellos que hemos ofendido; en otras ocasiones somos demasiado orgullosos para admitir nuestros errores. Sin embargo, cuando lo hacemos, encontramos que es maravilloso poder expresar nuestro arrepentimiento y nuestro deseo de reconciliación. El siguiente paso es responsabilidad del ofendido: reaccionar favorablemente a nuestros esfuerzos de reconciliación. Ahora bien, hay ocasiones en que, por diferentes razones, ya no es posible esta restauración. Entonces podemos bendecir a otras personas por medio del servicio o simplemente evitar incurrir otra vez en el mismo error. Recordemos siempre que somos hijos de un mismo Padre Eterno y pertenecemos a una misma comunidad humana; por lo tanto, podemos servir a otros de nuestros hermanos, aunque no podamos reparar el daño que hayamos hecho a algunos de los hijos de nuestro Padre.
El pasado que algunos de nosotros lamentamos tiene ciertos puntos que no son tan inalterables como generalmente pensamos. Si hay momentos en él de los que nos sentimos avergonzados, tenemos la tendencia de aislarlos y mantenerlos allí inmovibles. Pero sí, podemos cambiar nuestro pasado. No podemos cambiar hechos aislados, pero podemos cambiar el pasado como un todo; la importancia de cada hecho de nuestro pasado está cambiando constantemente porque hoy tenemos la oportunidad de edificar el pasado del mañana.
Hace años una joven confesó a mi esposa y a mí que había tenido un período muy trágico en su vida. No les voy a contar lo que pasó, pero en realidad era trágico, y nunca he visto ojos más tristes que los de esta hermosa jovencita de dieciocho años. Mientras trataba de darle un poco de consuelo y esperanza en el futuro, me di cuenta de que cada día que vivimos, estamos agregando algo a nuestro pasado. La vida no está compuesta por una cantidad de cosas fijas inmovibles, sino que toda ella es evolución, un constante movimiento. La vida toda, en conjunto, es más importante que cualquiera de sus partes y a éstas les da sentido. Mi brazo suspendido de la pared no tiene ningún significado; pero mi brazo como parte de mi cuerpo e instrumento de mi mente es otra cosa. De la misma manera, un acontecimiento o diez acontecimientos en la vida de esta joven, cuando ella se encontraba sumida en la desesperación, son una cosa. Pero ella vino al redil, fue bautizada en la Iglesia, puso su fe en Cristo, convirtió a su esposo, educó a una hermosa familia; y desde entonces su vida ha tenido un significado. Aquel valle de fracaso se convirtió en una vida útil y próspera. Esta idea hace que la vida sea un continuo progreso. Es maravilloso saber que podemos mejorar.
Creo que es así que Dios quiere que sean nuestras vidas. Un conocido versículo de Ezequiel dice: «Mas el impío, si se apartare de todos sus pecados que hizo, y guardare todos mis estatutos e hiciere según el derecho y la justicia, de cierto vivirá; no morirá.
Todas las transgresiones que cometió, no le serán recordadas. . .» (Ez. 18:21-22.)
El pasado tiene importancia solamente en la medida en que haya transformado nuestra vida. Ezequiel continúa diciendo:
«Todas las transgresiones que cometió, no le serán recordadas; en su justicia que hizo vivirá.
¿Quiero yo la muerte del impío? dice Jehová el Señor. ¿No vivirá, si se apartare de sus caminos?» (Ez. 18:22-23.)
Isaías dijo: «…si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana». (Is. 1:18.)
Verdaderamente creo que si Dios nos ama, su único interés está en nosotros. «No llaméis a un hombre desdichado hasta que haya muerto. No midáis lo hecho en un día hasta que éste haya terminado y se haya terminado toda labor». Yo diría que no midamos nuestra vida, ni siguiera en la eternidad, porque todavía estamos construyéndola y cambiándola.
Debemos ser enérgicos en nuestro deseo y en nuestros esfuerzos de hacer lo correcto. Muchos de nosotros hacemos lo malo porque no estamos pensando en lo bueno. Nuestro concepto del evangelio es muy general: Nos hace sentir bien, tenemos un testimonio; pero no tenemos una definición exacta de los principios en los que creemos. No decimos, por ejemplo: «Voy a ser honesto», y «¿qué es la honestidad?» y «¿qué significa ser casto?» Nos encontramos en desventaja cuando no tenemos una definición, ni estamos conscientes del significado de los principios que apoyamos y por los que nos regimos, o cuando no nos preguntamos por qué creemos en ellos hasta el punto de que llegan a convertirse en parte de nuestra vida. Estos principios no son leyes de Dios solamente; también son nuestras leyes, porque las hemos experimentado y creemos en ellas.
Ahora bien, ¿por qué no somos decididos y ponemos en claro los valores y principios en los que creemos? Esto se aplica a todos, a los que son creyentes y a los que no lo son, a los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, a los católicos, judíos, protestantes, ateos, etc. Todo hombre debe tener integridad, y no podemos tener integridad sin aclarar antes nuestras convicciones, valores o metas. Cuando aclaramos nuestros ideales, también nos hacemos el firme propósito de actuar de acuerdo con estos principios. Si vamos a trabajar en un banco y tenemos que manejar dinero, no decidamos si vamos a ser honestos o no mientras trabajamos con el dinero; debemos tomar la decisión antes de aceptar el empleo. En nuestra oración matutina pidamos: «¡Padre, ayúdame a no tomar lo que no me pertenece!» El dinero puede ser una gran tentación cuando los miembros de la familia necesitan tantas cosas y pensamos que es tan fácil reponerlo. Pero es ésta la manera en que empezamos a actuar en forma deshonesta. El apóstol Pablo dijo:
«Por tanto, tomad toda la armadura de Dios…
Estad, pues, firmes, ceñidos vuestros lomos con la verdad, y vestidos con la coraza de justicia,
y calzados los pies con el apresto del evangelio de la paz.» (Efesios 6:13-15.)
Estas palabras no significan mucho para nosotros como símbolos en nuestros días, pero «pongámonos la armadura de Dios» y enfrentemos la vida con los ideales que creamos son verdaderos, y desaparecerá toda duda.
Hagamos a Jesucristo nuestro amigo. Cada domingo escuchamos y decimos en la oración sacramental que damos testimonio ante el Padre de que tomamos sobre nosotros el nombre de Jesucristo, y lo recordamos siempre, y guardamos sus mandamientos y que deseamos tener su Espíritu con nosotros (véase D. y C. 20:77). Ahora bien, ¿qué significa tomar sobre sí el nombre de Cristo? ¿Cómo lo recordamos siempre? ¿Cuántos de nosotros hacemos de El parte de nuestra vida? ¿Cómo nos fortalecemos con la compañía de nuestro Salvador?
Yo tuve una experiencia memorable durante mi misión. Un hombre de mediana edad y de apariencia muy triste se acercó a mí después de los servicios. Me explicó que él había cometido un pecado muy grave antes de convertirse a la Iglesia. Su esposa no lo había perdonado nunca, ni le daba el divorcio; y lo que es peor, le recordaba constantemente que era una persona despreciable. Él dijo:
— He llegado a pensar que realmente soy lo que ella piensa. ¿Cómo puedo sentir paz en mi corazón y en mis pensamientos otra vez?
Yo le pregunté:
— ¿Que ha hecho para resolver su problema?
Y me contestó: —Lo he combatido.
Le dije que debía existir una mañera mejor de resolver el problema, además de atacar directamente al pecado. Nos arrodillamos para orar juntos, y después le di un libro basado en una escritura que se encuentra en Proverbios 23:7: «Porque cuál es su pensamiento en su corazón, tal es él. Luego puse mi brazo sobre sus hombros, le di un fuerte apretón de manos y le dije que superaría su problema. Seguidamente, no sé si por inspiración o por coincidencia le dije:
— ¿Le gustaría preparar la Santa Cena en la Escuela Dominical? (Él era maestro en el Sacerdocio Aarónico.)
— ¿Cree usted que soy digno de ello? —preguntó.
— No —de dije —. No creo que ninguno de nosotros realmente lo sea. Pero creo que Jesús se sentiría complacido si usted pudiera prestarle este servicio.
Y así fue que, desde ese día, este hermano preparó la Santa Cena todos los domingos. Como a las seis semanas, un domingo por la mañana, me encontré con él en el pasillo de la capilla. Al verlo, extendí mi mano para estrechar la suya; pero él la puso detrás de la espalda y guardó silencio. Extrañado por su actitud, le pregunté si lo había ofendido en alguna forma.
— Oh, no —me dijo— acabo de lavarme las manos con agua caliente y jabón, y no puedo estrechar su mano ni la de nadie hasta que haya preparado la mesa sacramental.
Esto es la muestra más sincera de reverencia que he visto hacia el simple acto de preparar la Santa Cena. Yo me sentía muy complacido, y lo estuve aún más cuando después de otras seis semanas, este hermano se acercó a mí y me dijo:
— Soy un nombre nuevo.
Poco tiempo después le pedí que hablara en un servicio dominical acerca de algún principio del Evangelio de Jesucristo en el cual creyera firmemente y que explicara a la congregación el porqué de esa convicción.
Sirviendo al Salvador de una manera simple y pensando en El toda la semana, se convirtió en un hombre nuevo. Fue realmente una bella experiencia para ambos. Este hombre ha sido un gran ejemplo para mí. Me ha hecho pensar en el Señor y en el hecho de que yo nunca había usado Su influencia en mi vida como mi amigo lo hizo. No tengo inconveniente en contarles que eso es lo que yo hice después. Pensando en el Salvador y haciéndolo el centro de mis oraciones y mi vida, tuve la maravillosa experiencia de superar algo que yo había considerado una debilidad en mi existencia.
La tragedia más grande de la vida es no vivir con todo nuestro potencial, con entusiasmo, con espíritu, con fe y con amor. Es mi humilde oración que ninguno de nosotros se vea tan agobiado por los errores y fracasos, que no tenga el valor y la sabiduría necesarios para volverse hacia los ideales del evangelio, al maravilloso Hijo de Dios, y a nuestro prójimo, para encontrar la fortaleza de vivir la vida como tiene que ser vivida, de la manera que nuestro Padre Celestial planeó que viviéramos. La nuestra es una existencia maravillosa y nunca es demasiado tarde para que cualquiera de nosotros pueda disfrutarla plenamente.
























