Abrid vuestra boca

Junio de 1982
Abrid vuestra boca
Joe J. Christensen

Joe J. ChristensenPensad en lo que podría pasar en los próximos veinte años si ayudáramos a una persona por año a encontrar la verdad. . .

En 1970, unos días después que mi esposa, mis hijos y yo llegáramos a la Ciudad de México donde serviría como presidente de misión, los presidentes Joseph Fielding Smith, N. Eldon Tanner y Spencer W. Kimball, con sus respectivas esposas, nos visitaron con motivo de nuestra primera conferencia de misioneros. Después de finalizada ésta, cuando llevaba en auto al presidente Kimball y su esposa hasta el hotel, nos detuvimos en una estación de servicio para comprar gasolina. Mientras nos atendían, se nos acercó una mujer india, que iba descalza y llevaba su bebé envuelto en un rebozo azul, y nos ofreció en venta unos paquetes de chicles; le compré algunos, y ella se dirigió a los que estaban en el auto que se había detenido detrás del nuestro. En ese momento, el presidente Kimball me enseñó una gran lección, con su modalidad bondadosa y suave.

—Presidente —me dijo—, ¿no sería bueno que le hiciéramos saber a esa hermana quiénes somos?

Con esa clase de aliento, por supuesto pensé que “sería bueno” que le explicáramos a aquella mujer que éramos representantes de Jesucristo. Por lo tanto, me bajé del auto y la llamé para que se acercara. Le compré otros paquetes de chicles y luego le presenté al presidente Kimball, diciéndole que era uno de los integrantes del Consejo de los Doce Apóstoles de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Le pregunté si había oído hablar de la Iglesia “Mormona”, a lo que respondió afirmativamente, diciendo que vivía en un suburbio de la ciudad y había visto a los misioneros pasar por allí, “esos jóvenes de camisa blanca”, según sus propias palabras. La insté a que escuchara el mensaje que ellos tenían para ella en la primera oportunidad que tuviera, y me prometió que así lo haría.

Aunque no estoy seguro de si habrá aprovechado la oportunidad de conocer el evangelio, yo aprendí que nosotros, los Santos de los Últimos Días, debemos hacer saber a la gente quiénes somos y, especialmente, a quién representamos.

El Señor ha dicho lo siguiente:

“Sí, de cierto, de cierto os digo, que el campo blanco está ya para la siega; por tanto, meted vuestras hoces, y cosechad con toda vuestra alma, mente y fuerza.

Abrid vuestra boca y será llena, y seréis como Nefi de antaño, que salió de Jerusalén al desierto.

Sí, abrid vuestra boca y no desistáis, y vuestras espaldas serán cargadas de gavillas, porque he aquí, estoy con vosotros.

Sí, abrid vuestra boca y será llena, y decid: Arrepentíos, arrepentíos y preparad la vía del Señor, y enderezad sus sendas; porque el reino de los cielos está cerca.” (D. y C. 33:7-10; cursiva agregada.)

Es interesante notar que en tres versículos consecutivos el Señor nos dice que abramos nuestra boca.

No nos es siempre fácil hacer lo que nos dijo del evangelio en otra oportunidad: “Publícalo sobre las montañas y en todo lugar alto, y entre todo pueblo que te sea permitido ver.” (D. y C. 19:29.) Muchos de nosotros somos tímidos, y el comenzar una conversación con un extraño puede resultarnos muy difícil. Sin embargo, si el mensaje ha de llevarse a “todo pueblo”, ése sería uno de nuestros cometidos más importantes. Hasta pueden suceder milagros si tan sólo abrimos nuestra boca.

Pensemos en lo que podría pasar en los próximos veinte años si ayudáramos a una persona por año a encontrar la verdad y luego la instáramos a que hiciera lo mismo. El crecimiento de la Iglesia sería extraordinario.

Hace poco llegué a comprender hasta qué grado puede aumentar cualquier cifra que se duplique anualmente. Me encontraba visitando a un colega profesor de la Universidad Brigham Young, profesor de matemáticas y ex misionero, que ha hecho unos cálculos muy interesantes de cómo aumentaría el número de miembros de la Iglesia si el promedio de crecimiento de ésta continuara constantemente en los próximos veinte años. Dicho hermano me demostró que si el aumento de miembros en un país determinado continuara al mismo ritmo actual durante veinte años, para el año 2000 en ese país solamente habría más de tres millones de miembros.

Yo también hice unos cálculos por mi cuenta. Si sólo cien miembros de la Iglesia pudieran encontrar anualmente a una persona con quien compartir el evangelio y que, a su vez, esa persona lo diera a conocer a otra cada año sucesivo, dentro de veinte años la Iglesia contaría con más de cien millones de miembros nuevos. Ese es el resultado cuando el ritmo de crecimiento se acelera. Aun si una sola persona trajera a la Iglesia a otra cada año, y cada una de ésas fuera responsable de la conversión de una persona anualmente, a los veinte años habría 1.048.576 miembros nuevos.

Ahora puedo comprender mejor por qué opina el presidente Kimball que nosotros, los miembros de la Iglesia, no deberíamos conformarnos con pensar en cientos de miles de conversos en los años por venir, sino en que hay millones de personas que podrían conocer el evangelio y recibir sus bendiciones. Haríamos mucho bien con sólo hacer saber a las personas quiénes somos; y muy a menudo lo único que tenemos que hacer es abrir nuestra boca. .

En el verano de 1969, mi esposa y yo asistimos a un espectáculo en Roma. Llegamos temprano y, sabiendo que luego tendríamos que estar sentados durante dos horas, nos quedamos de pie junto a nuestros asientos. Detrás de nosotros había cuatro mujeres, dos de las cuales eran monjas católicas, con quienes tuvimos una agradable conversación; eran sumamente simpáticas. En realidad, nunca he conocido una monja que no fuera encantadora. ¡Ojalá todas ellas integraran la Sociedad de Socorro!

Después continuamos conversando con las otras dos, que eran jóvenes estadounidenses, de paseo por Europa durante las vacaciones escolares. Les preguntamos qué pensaban hacer al regresar a los Estados Unidos, y una de ellas, de nombre Cathy, nos dijo que pensaba continuar sus estudios universitarios y que estaba considerando la posibilidad de asistir a la Universidad de Utah. Al oír esto le dije:

—Si va a Utah, llámenos por teléfono. Nos encantará que vaya a cenar con nosotros. Así podrá conocer a nuestra familia y también la llevaremos a mostrarle la ciudad y la universidad.

Francamente, debo confesar que había olvidado esta conversación cuando un día del mes de agosto Cathy me llamó por teléfono. Tal como le habíamos prometido, la invitamos a nuestra casa donde conoció al resto de la familia y cenó con nosotros; también la llevamos a pasear, y nos comunicó que estaba decidida a continuar sus estudios en la Universidad de Utah.

Al año siguiente, se nos llamó a presidir la misión en México, y el único contacto que mantuvimos con ella fue el fiel intercambio de tarjetas de Navidad. Unos tres años después, junto con el saludo navideño, había escrito lo siguiente:

“Estoy segura de que les interesarán los últimos acontecimientos de mi vida: Estoy enseñando danzas en la Universidad Brigham Young. En agosto fui bautizada en la Iglesia ¡y esto ha hecho que mi vida sea completamente diferente!”

Después de eso, se casó en el templo, y se encuentra en la actualidad dedicada a su familia y muy activa en la Iglesia.

Al llegar a México como presidente de misión, habían pasado casi veinte años desde que yo fuera misionero allí mismo. Me encontraba muy emocionado al volver a estar entre aquella gente a la que tanto quería, y deseaba con todo mi corazón poder visitar Cuernavaca, hermosa ciudad donde había servido durante la misión. Deseaba saber si las maravillosas personas que formaban parte de la rama en aquella época todavía estaban activas en la Iglesia; quería que conocieran a mi familia, y viceversa. Poco después de haber llegado a la misión, tuve la agradable sorpresa de enterarme de que se había planeado una conferencia de distrito en Cuernavaca. Nos propusimos llegar temprano, con tiempo suficiente para poder hablar con los miembros. ¡Qué experiencia conmovedora la de saludamos con un cálido abrazo con aquellas personas que había conocido tantos años atrás!

Entre los que se acercaron a saludarme se encontraba una hermana que tendría unos setenta años, quien después de abrazamos me dijo:

— ¿Se acuerda de mí?

Para mi bochorno tuve que reconocer que no la recordaba y disculparme por ello.

—Deberla de conocerme; usted me convirtió.

Entonces sí me sentí avergonzado, pues en mi época de misionero no teníamos tantos conversos como para poder olvidar a alguno; y yo estaba seguro de que los recordaba bien a todos. A continuación la hermana me dijo:

— ¿No se acuerda de aquel día que viajamos juntos en el mismo autobús desde México a Cuernavaca?

¡Entonces recordé! Se me había pedido que llevara un mensaje de la oficina de la misión a los misioneros que se encontraban en Cuernavaca, y en el viaje me había sentado junto a aquella señora. Ella me preguntó qué estaba haciendo en México; hablamos un poco de la Iglesia, y yo le di una tarjeta con los Artículos de Fe. Ella, a su vez, me dio su nombre y dirección y me autorizó a que se lo entregara a los élderes que trabajaban en Cuernavaca. Tres meses después, fue bautizada en la Iglesia, junto con algunos de sus hijos. Con los años, fue llamada como presidenta de la Sociedad de Socorro de la rama, y durante todo ese tiempo se había mantenido siempre fiel a la Iglesia.

En una de las reuniones de distrito la invitamos a que expresara su testimonio, y entre otras cosas dijo:

—Si el primer día que me hablaron del evangelio me hubieran preguntado si quería recibir el bautismo, hubiera aceptado, porque en ese mismo momento supe que era verdadero.

Estas palabras nos despiertan a una realidad: Nosotros no convertimos a nadie, sino que la conversión se efectúa por la influencia del Espíritu Santo; y nunca sabemos cuándo va a testificar el Espíritu a aquellos a quienes hablamos del evangelio. Por lo tanto, tenemos la responsabilidad de crear el ambiente propicio para que esto suceda.

Poco después de regresar de la última misión, recibí una invitación para acompañar al élder Boyd K. Packer, del Consejo de los Doce, a México con el fin de llevar a cabo una encuesta sobre el Sistema Educacional de la Iglesia. Llegamos un jueves y estuvimos casi continuamente ocupados en reuniones el viernes y el sábado; luego, el élder Packer presidió en una conferencia de estaca. El domingo de noche estábamos todos muy cansados. Mi compañero de viaje regresó a los Estados Unidos, y yo me quedé para llevar a cabo el lunes una reunión con los supervisores de los seminarios e institutos de religión. Ese día, por la mañana, pagué la cuenta en el hotel y busqué un taxímetro que me llevara a las oficinas de la misión. Iba en mi asiento, distraídamente revisando unos papeles cuando, casualmente, mi mirada cayó sobre el taxi metrista. Lo primero que pensé fue: Estoy ocupado y sumamente cansado. Además, probablemente no esté interesado en el evangelio, de todos modos. Pero estos justificativos no me dejaron satisfecho, particularmente al recordar mi conversación con el presidente Kimball y a la hermana con quien había viajado en autobús desde México a Cuemavaca. Finalmente, me incliné y le pregunté:

—Dígame, señor, ¿siempre ha vivido aquí, en México?

—No —me respondió—, soy de Oaxaca.

— ¿Y dónde le gusta más vivir, aquí o en su ciudad natal?

—Me gusta más Oaxaca, pero mi hijo mayor está estudiando ingeniería aquí, en el Instituto Politécnico, y piensa graduarse este año. El que le sigue también está estudiando ingeniería; se graduará el año que viene. Y mi hija mayor sigue la carrera de contaduría. Tengo ocho hijos.

Se podía notar que estaba muy orgulloso de todos ellos. A continuación, me preguntó a su vez:

—Y usted, ¿qué está haciendo aquí en México?

—He venido con una asignación especial de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. ¿Ha oído hablar de nuestra religión?

Después de pensar un momento me contestó:

—No. ¿Es como la Iglesia Católica?

—En realidad, es bastante diferente. Nosotros creemos que cuando Jesús estuvo en la tierra organizó su Iglesia, exactamente como Él quería que fuera; pero que, con el correr del tiempo, hubo una apostasía, es decir, que la Iglesia se apartó de las enseñanzas de Jesús. Luego llegó el momento, en nuestra época, en que el Señor consideró necesario volver a revelarse a los profetas y restaurar su Iglesia en la tierra.

Me llevó sólo unos cuarenta segundos darle esa sencilla explicación, y luego me recosté cómodamente en el asiento, satisfecho porque al menos había “abierto la boca”. Pero el asunto no era tan sencillo; el hombre disminuyó la velocidad y, mirándome por encima del hombro, me preguntó:

— ¿Usted podría ir a mi casa y enseñarle a mi familia su religión?

—Me encantaría —le repliqué—, pero tengo que tomar un avión a las dos de la tarde y antes debo hacer una diligencia. Si usted tiene tres minutos disponibles cuando lleguemos a destino, le presentaré a un amigo que estoy seguro podrá hacer arreglos para que alguien los visite a usted y su familia y les hable de esta Iglesia.

—No hay problema. Soy dueño del taxi, así que no tengo que dar a nadie explicaciones de mi tiempo. Iré con usted.

Cuando llegamos a la oficina de la misión, ya había podido hablarle del programa misional y de la forma en que funciona. Al entrar, lo presenté al presidente Cali, Presidente de la Misión, quien lo trató muy amablemente. Luego, mientras estaban ambos haciendo arreglos, el presidente Cali exclamó al mirar por la ventana:

— ¡Estos dos jóvenes que se acercan son justamente los misioneros que trabajan en su vecindario!

Así que allí mismo tuve el privilegio de estar presente cuando aquel hombre conoció a los misioneros e hizo con ellos los arreglos para que fueran el domingo siguiente a su casa para enseñar el mensaje del evangelio a toda la familia.

Unas semanas después, recibí del presidente una carta en la que me decía:

“Sé que estará interesado en saber lo que ha pasado con aquel taxi metrista que me presentó cuando estuvo aquí. Los misioneros están llevando a cabo reuniones con él y su familia, y con un hermano y un cuñado, y sus respectivas familias; el domingo pasado, once de esas personas asistieron a la Iglesia. Los que se muestran más interesados son los dos hijos del taxi metrista que están estudiando ingeniería.”

Seis meses más tarde volví a la Ciudad de México para asistir a una conferencia de Jóvenes Adultos, y me enteré de que el taxi metrista todavía no había aceptado la Iglesia, pero su hijo mayor había sido bautizado y ya era presbítero en el sacerdocio, y el otro que le seguía también había recibido el bautismo, y era maestro. Me gustaría saber qué ha pasado desde entonces con aquella familia.

Estoy convencido de que, si verdaderamente siguiéramos el consejo de los profetas, cada uno de nosotros sería misionero en toda oportunidad; y haríamos todo lo que estuviera a nuestro alcance por encontrar personas interesadas, a quienes los misioneros pudieran enseñar el evangelio. Además, alentaríamos a aquellos que ya lo hubieran aceptado y recibido sus bendiciones a que buscaran otros a quienes pudieran darlo a conocer. Si así lo hiciéramos, el número de miembros nuevos que tuviera la Iglesia anualmente no se limitaría a los cientos de miles, sino que se contaría en millones… y millones de millones.

El evangelio es el mensaje más valioso que podemos transmitir a cualquier persona. Y ¿no sería bueno que hiciéramos saber a nuestros hermanos quiénes somos?

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