El amor nunca deja de ser

26 de septiembre de 1981
“El amor nunca deja de ser”
Por el presidente Gordon B. Hinckley
Consejero en la Primera Presidencia

Gordon B. HinckleyMis queridas hermanas, me siento muy agradecido por este tema, el cual es también el lema de la Sociedad de Socorro: “El amor nunca deja de ser.” (1 Corintios 13:8.)

Hace poco tuve oportunidad de hacer algo de investigación con respecto a las compañías de carretas de mano Willie y Martin que viajaron en 1856. Entre las personas que componían esas compañías había muchos conversos a la Iglesia procedentes de Escandinavia y las Islas Británicas. Estos inmigrantes llegaron más tarde a los Estados Unidos que los anteriores ese mismo año, y salieron de Iowa City* peligrosamente retrasados, ya muy avanzado el verano, para iniciar la larga caminata a este valle; y por lo tanto, se vieron atrapados por las profundas nevadas en los altos valles de la gran cadena montañosa que debían atravesar antes de llegar a destino. Afortunadamente, se encontraron con algunos misioneros, quienes volvían a sus hogares después de haber cumplido una misión en Inglaterra, y que al ver la situación dramática por la que estaban pasando los santos, se apresuraron a llegar al Valle de Lago Salado y comunicársela al presidente Brigham Young, precisamente el sábado de la conferencia de octubre. A la mañana siguiente, durante la sesión del domingo por la mañana, él se paró frente a la congregación, que se encontraba reunida en el antiguo tabernáculo que se hallaba en esta misma manzana, y les dijo:

“Para los élderes que van a hablar hoy durante la conferencia, les daré el tema. Muchos de nuestros hermanos y hermanas se hallan en las llanuras con sus carros de mano; probablemente muchos de ellos se encuentren a más de 1100 kilómetros de este lugar y, por lo tanto, debemos enviarles ayuda y traerlos hasta aquí. El tema entonces será rescatar a nuestros hermanos.

Esa es mi religión; ése es el mandato del Espíritu Santo que poseo: salvar a la gente.”

Pidió yuntas de muías, carretas y conductores, y les dijo:

“Quiero que las hermanas tengan el privilegio de encargarse de conseguir frazadas, camisas, calcetines, zapatos, etc., para los hombres, mujeres y niños que están en esas compañías de carros de mano. . . gorras y sombreros de invierno, medias, faldas y ropa de toda clase.” (Véase Journal of Discourses, 4:113.)

Eso sucedió el domingo. Dos días después, el martes por la mañana, veintisiete hombres jóvenes partieron con dieciséis carretones tirados por dos yuntas de muías cada uno, los cuales transportaban alimentos y provisiones.

Y éste fue sólo el comienzo; conforme los hombres estuvieron dispuestos a proporcionar sus yuntas y carretones, salieron otros más, y las mujeres juntaron para enviar alimentos, ropa y otros enseres de primera necesidad de entre sus escasas provisiones.

No existe en la historia de la gente de nuestra Iglesia un episodio más heroico que éste. Así fue que aquella pobre gente, muchos de ellos con los pies y manos congelados, algunos más muertos que vivos, llegaron al valle. Las hermanas les abrieron la puerta de sus casas, los alimentaron, vendaron sus heridas, y los animaron y bendijeron durante todo ese amargo invierno.

“Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe.” (1 Corintios 13:1.)

Que Dios bendiga a todas aquellas hermanas de la Sociedad de Socorro que han socorrido al necesitado, han ofrecido su amistad a los abandonados, han alimentado al hambriento, han cuidado a los enfermos.

“De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a upo de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis.” (Mateo 25:40.)

Ahora me gustaría hablaros algo más concerniente a otra clase de amor compasivo.

Hablo del que se refiere al perdón, a la tolerancia hacia las flaquezas de los demás, el que suprime todo sentimiento de celos y aspereza hacia el prójimo.

Recuerdo a dos hermanas que en un tiempo fueron íntimas amigas. Una de ellas, a causa de un accidente del cual no tenía la culpa, se convirtió en culpable de la muerte del hijo de la otra. Es difícil decir cuál de las dos mujeres sufrió más la muerte de aquel niño. La que no era la madre pero estaba involucrada en el fatal accidente ha llorado y se ha lamentado por muchos años, no solamente por la pérdida del niño y por el papel que tuvo en tan trágica situación, sino quizás aún más por la implacable actitud de la amiga que le negó el perdón. Es fácil comprender por qué la madre, desconsolada y afligida por la pérdida del hijo amado, sentía amargura; pero aún así, debería haber comprendido que su amiga era inocente, que también ella había sufrido, y, por lo tanto, tenía que haberle demostrado amor en lugar de recriminación. La falta de amor compasivo ha corrompido el alma de aquella mujer y destruido su felicidad, causándole a toda hora terrible sufrimiento y amargura.

Mormón enseñó que la “caridad es el amor puro de Cristo” (Moroni 7:47). Fue el Redentor mismo quien dijo, cuando agonizaba en la cruz del Calvario, dirigiéndose a los que lo habían clavado en ella sin misericordia: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).

Si entre las que me escucháis hay alguna que guarda rencor hacia alguien o permitido que el odio hacia otras personas germine en vuestro corazón, os pido que os esforcéis por cambiar. El odio nunca da buenos resultados y la amargura siempre destruye, pero “el amor nunca deja de ser” (1 Corintios 13:8).

Hay otro aspecto de este asunto sobre el cual también quisiera hablaros. Existe entre nosotros un activo espíritu de crítica; quizás sea parte de la generación en que vivimos. Estamos constantemente bajo la influencia de la pluma de los periodistas y la opinión de los locutores de radio y televisión, cuyo mayor propósito parece que fuera el hallar faltas en los demás, ensañándose a veces. Critican a los políticos y a los líderes eclesiásticos. Y aun cuando reconocemos que ninguno de nosotros es perfecto, que con frecuencia pecamos, y que solamenté un hombre perfecto ha pisado la tierra, los hombres y mujeres que tienen sobre sus hombros tanta responsabilidad no merecen que se les critique, sino que se les apoye y aliente. Uno muy bien puede no estar de acuerdo con ciertas leyes o normas, pero no por eso ha de tener rencor para con el que las establece.

Os suplico hermanas, que refrenéis vuestra lengua y no critiquéis a vuestro prójimo, ya que aunque es muy fácil hallar faltas en los demás, es mucho más noble hablar constructivamente.

¿Me permitís, madres, mencionar algo más? Me afligí sobremanera la otra vez, cuando leí en un periódico local la encuesta que se llevó a cabo entre los estudiantes de secundaria, en una de nuestras comunidades, mormona casi en su totalidad, cuyo resultado indicó un espíritu de discriminación y hostilidad hacia las personas que no profesaban nuestra fe. Hasta este momento no sé cuánta validez se le puede dar a esa encuesta, pero si ésta refleja la verdad, me siento muy avergonzado. Espero que en vuestras noches de hogar enseñéis a vuestros hijos la importancia de la amistad, de la tolerancia, de la necesidad que tenemos de acercarnos a los demás con un espíritu de amor, bondad y servicio, aun hacia aquellos con los que no estamos de acuerdo.

Para terminar, quisiera mencionar que hay alguien entre nosotros que sobresale por su ejemplo. Hablo de la hermana Camilla Eyring Kimball. Durante estas últimas semanas la he visto día y noche al lado de su esposo enfermo. Su lealtad hacia él, la evidencia de su amor constante, sus tiernos cuidados, se han convertido en los hilos de un hermoso tapiz. Sus oraciones por el bienestar de su maridó, su súplica al Señor, han demostrado ser las de una mujer de fortaleza y humildad, que sabe que toda la vida es un don de Dios nuestro Padre Eterno.

Hay otro aspecto de su carácter que debiera ser un ejemplo para la mayoría de nosotros, y deseo que lo notéis especialmente vosotras, jóvenes. La hermana Kimball proviene de una numerosa familia, y fue la primera que comenzó sus estudios para asegurarse un porvenir. Tenía sed de conocimiento y lo obtuvo. Después de haberse distinguido en la vocación que había elegido, utilizó parte de sus ahorros para ayudar a sus hermanos, para que ellos también pudieran estudiar. De esa familia surgieron hombres y mujeres de fama mundial.

La hermana Kimball jamás ha perdido su ansia de aprender; y la lectura constituye algo vital en su vida. De joven leía vorazmente, y en los últimos años le ha servido de consuelo y fortaleza. Para muchas mujeres ella es un brillante ejemplo del deseo que deben tener de progresar constantemente, de ampliar los conocimientos y alimentarse con los pensamientos de los grandes hombres y mujeres de todas las épocas.

Ella representa el ejemplo perfecto de bondad y consideración. Durante su juventud supo lo que era la pobreza, aunque ella no la reconoce como tal; pero debido al sentido de los valores que obtuvo en aquellos primeros años, ha podido ayudar a los afligidos con amor y compasión.

Os recomiendo que sigáis su ejemplo. Pido al Señor que derrame sus bendiciones sobre ella y su amado esposo; y también sobre todas vosotras, jóvenes cuya vida se encuentra llena de sueños y esperanzas de un futuro feliz; y ruego que todos esos sueños puedan realizarse sobre vosotras, madres, que tenéis un papel tan importante en la vida de vuestros hijos al enseñarles y cuidarlos; y sobre vosotras, hermanas ancianas, que habéis vivido tantas experiencias y tenéis un aprecio por las bellezas de la vida y que reconocéis al mismo tiempo la necesidad de que en ella haya también aflicciones.

“La caridad nunca deja de ser. . .

Es el amor puro de Cristo y permanece para siempre. . .” (Moroni 7:46-47.)

Que el Señor bendiga a cada una de vosotras, lo pido humildemente en el nombre de Jesucristo. Amén.

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