26 de septiembre de 1981
El lugar honorable de la mujer
Por el élder Ezra Taft Benson
Presidente del Consejo de los Doce
No os hablo como a miembros de la gran Sociedad de Socorro de la Iglesia, sino como a mujeres escogidas, hijas de nuestro Padre Celestial.
En abril próximo pasado tuve el privilegio de dirigir la palabra a los poseedores del sacerdocio sobre su responsabilidad como padres. Esta noche os hablo a vosotras sobre el lugar honorable que ocupáis en el plan eterno de nuestro Padre Celestial.
Frecuentemente necesitamos repetir principios y verdades eternas para no olvidar su aplicación y para que otras ideas no nos confundan.
En el mundo está aumentando la maldad; no podemos recordar otra época en que la tentación haya sido más fuerte. Hablando de estas condiciones —las que de cierto empeorarán— el presidente Spencer W. Kimball dijo en un discurso a los Representantes Regionales: “Las líderes y maestras de la Sociedad de Socorro debieran preguntarse: ¿Cómo podemos ayudar a la esposa y madre a entender la dignidad y el valor de su papel en el proceso divino de la eternidad? ¿Cómo podemos ayudarle a hacer de su hogar un lugar de amor, de aprendizaje, de refugio y refinamiento?” (Ensign de mayo de 1978, pág. 101.)
Debemos recordar siempre que el plan de Satanás es frustrar el plan de nuestro Padre Eterno. Que el propósito del adversario es destruir a la juventud de la Iglesia, la “nueva generación”, como la llama el Libro de Mormón (véase Alma 5:49), y destruir la unidad familiar.
En el comienzo, Dios le dio a la mujer el papel de compañera del sacerdocio y dijo “que no era bueno que el hombre estuviese solo; por consiguiente, le haré una ayuda idónea para él” (Moisés 3:18).
La mujer fue creada como ayuda idónea del hombre. Esta asociación, que sirve para que marido y mujer se complementen el uno al otro, la representa en su forma ideal el matrimonio eterno de nuestros primeros padres: Adán y Eva. Ellos trabajaron juntos; tuvieron hijos; oraron juntos; y juntos enseñaron el evangelio a sus hijos. Este es el modelo que Dios quisiera que todos los hombres y mujeres justos imitaran.
Antes de que el mundo fuera creado, se determinó el papel de la mujer en los concilios de los cielos. Vosotras fuisteis elegidas por Dios para ser esposas y madres en Sión, y vuestra exaltación en el reino celestial se basa en la fidelidad a ese llamamiento.
Desde el comienzo, el papel primordial de la mujer ha sido traer a la vida terrenal los hijos espirituales de nuestro Padre Celestial.
Desde el comienzo, su papel ha sido enseñar a sus hijos los principios eternos del evangelio y proporcionarles un refugio de amor y seguridad, a pesar de lo humilde que sea su condición.
En el principio, se le dijo a Adán, no a Eva, que debía ganar el pan con el sudor de su rostro (véase Génesis 3:19). Contrario a lo que pueda opinar la sabiduría del mundo, el lugar de la madre está en el hogar.
Reconozco que muchos tratarán de convenceros de que estas verdades no se aplican a nuestros días. Si dais oído a esas voces, seréis desviadas de vuestras principales obligaciones.
En el mundo hay voces seductoras que hablan de otros “estilos de vida” para la mujer y aseguran que para algunas es mejor una carrera que el matrimonio y la maternidad.
Esas personas siembran el descontento haciendo propaganda a actividades que, según su opinión, son más emocionantes y contribuyen de un modo más eficaz a la realización personal de la mujer que las del hogar. Algunos se han atrevido a sugerir que la Iglesia deje de lado el “prototipo de la mujer mormona”: la que se dedica al hogar y a la crianza de los hijos. También dicen que es sabio limitar la familia para que haya más tiempo para el desarrollo personal.
Sé muy bien que las circunstancias de algunas hermanas no siempre son ideales. Lo sé porque he hablado con muchas de vosotras que por necesidad tenéis que trabajar y dejar a vuestros hijos con otras personas, aunque vuestro corazón está en vuestro hogar. Por vosotras me conmuevo y elevo al Señor mis oraciones para que seáis bendecidas y El os conceda los justos deseos de vuestro corazón.
Reconozco que algunas de vosotras sois viudas o divorciadas, y mi corazón está lleno de amor por vosotras. Oramos por vosotras y sentimos la gran obligación de cuidaros. Confiad en el Señor. Tened la seguridad de que El os ama, y nosotros también. Desechad la amargura y el pesimismo.
Comprendo también que no todas las mujeres de la Iglesia tendrán en esta vida la oportunidad de casarse y tener hijos. Pero si sois dignas y perseveráis fielmente, podéis estar seguras de que recibiréis todas las bendiciones de un Padre Celestial bondadoso; y os repito, todas las bendiciones.
Las alternativas para dichas hermanas no son las mismas que para la mayoría de las mujeres de la Iglesia, que pueden y deben desempeñar su papel de esposas y madres.
Es erróneo pensar que una mujer tiene que salir del hogar, donde están los hijos y el esposo, para prepararse en caso de un evento fortuito. Temo que muy a menudo las mujeres, aun en la Iglesia, tienen al mundo como su modelo para el éxito y como base de su valía personal.
En una ocasión, hablando de la moda, el presidente Kimball dijo que los Santos de los Últimos Días necesitan un “estilo propio”. Yo os digo que debemos tener un “estilo propio” en cuanto al éxito y a nuestra propia imagen.
Algunos santos se engañan al creer que mejores condiciones económicas mejorarán la imagen que tienen de sí mismos. Una imagen positiva tiene muy poca relación con nuestras circunstancias materiales. María, la madre de nuestro Salvador, provenía de condiciones humildes y aún así sabía cuáles eran sus responsabilidades y las cumplió con gozo. Recordad con cuánta humildad exclamó en presencia de su prima Elizabet:
“Porque ha mirado la bajeza de su sierva; pues he aquí, desde ahora me dirán bienaventurada todas las generaciones.” (Lucas 1:48; cursiva agregaba.)
Su fortaleza no provenía de lo material, sino del fondo de su alma.
Las responsabilidades de la maternidad no pueden delegarse con éxito a las escuelas, ni a las guarderías ni a las niñeras; ésta es una verdad fundamental.
Las ideas tales como la capacitación preescolar de los niños fuera del hogar muchas veces nos fascinan. Sin embargo, eso no sólo aumenta la carga económica para la familia, sino que aleja a los niños de la influencia materna.
A menudo, el deseo que los niños y jóvenes tienen de ser aceptados por los demás lleva consigo demandas que son una carga económica para el padre, de manera que la madre se ve obligada a trabajar para satisfacer los caprichos de los hijos, lo cual es un error.
Lo que moldea el carácter básico del niño durante el período crucial de formación es la influencia materna. El hogar es donde éste aprende a tener fe, y a sentir amor, y por el ejemplo de su madre, aprende a escoger lo justo.
¡Cuán vitales son la influencia materna y la enseñanza en el hogar, y cuán patente cuando no las hay!
No deseo herir sentimientos, pero todos conocemos ejemplos de familias muy activas en la Iglesia que están pasando dificultades con sus hijos porque la madre no está donde debería: en el hogar.
En una revista de los Estados Unidos se publicaron las siguientes alarmantes estadísticas:
“Más de 14 millones de niños de 6 a 13 años de edad tienen madres que trabajan, y se estima que la tercera parte de ellos no tiene supervisión alguna por largos períodos de tiempo cada día.” (U.S. News and World Report, 14 de septiembre de 1981, pág. 42.)
Las semillas del divorcio y los problemas de los niños encuentran tierra fértil cuando la madre trabaja fuera del hogar. Madres, debéis calcular cuidadosamente el precio antes de decidir compartir con vuestro esposo la responsabilidad de sostener el hogar. Es un hecho incontrovertible que los niños necesitan más de la madre que del dinero.
El presidente Joseph Fielding Smith dijo:
“Los padres en Sión tendrán que responder por los actos de sus hijos, no sólo hasta que lleguen a los ocho años de edad, sino tal vez durante toda la vida de sus hijos, si es que desatendieron su deber en cuanto a ellos mientras éstos se hallaban bajo su cuidado y orientación, y eran responsables de ellos.” (Joseph F. Smith, en Conference Report, abril de 1910, pág. 6; Doctrina del Evangelio, pág. 279.)
Una de las historias más conmovedoras y ejemplares se relata en el Libro de Mormón sobre las mujeres lamanitas que enseñaron a sus hijos el evangelio en el hogar. Dos mil jóvenes que habían aprendido en el regazo de su madre a tener fe en Dios, más tarde, cuando fueron a la guerra, demostraron gran fe y valentía.
Helamán, su líder, dijo de ellos:
“Sí, sus madres les habían enseñado que si no dudaban, Dios los libraría.” (Alma 56:47.)
Esa es la clave: “¡Sus madres les habían enseñado!”
Hace algunos años, un hijo escribió a su madre y le preguntó qué había hecho ella para educar a sus diecinueve hijos con tanto éxito. Ella le contestó:
“No me gusta escribir nada acerca de cómo les enseñé. No sé en qué forma puede beneficiar a alguien el saber cómo yo, que he vivido una vida tan retirada por tantos años, dedicaba mi tiempo y atención a criarlos a ustedes. Sin aislarse del mundo en un sentido muy literal nadie puede seguir mis métodos; y hay muy pocos que dedicarían por entero más de los mejores veinte años de su vida a la esperanza de salvar las almas de sus hijos, pues ése fue mi principal propósito.” (Franklin Wilder, Immortal Mother, Nueva York: Van-tage Press, 1966, pág. 43; cursiva agregada.)
Esta madre fue Susana Wesley, y el hijo a quien escribió fue John Wesley, uno de los grandes reformadores religiosos y teólogos del siglo XVIII. ¡Veinte años dedicados a salvar las almas de sus hijos! Dicha tarea requirió más sacrificio, habilidad, valentía, inteligencia e ingenio que lo que podría requerir cualquier carrera profesional.
¿Deseáis un principio para tener éxito como madres? Tomaos el tiempo para enseñar a vuestros hijos el evangelio y los principios de una vida recta cuando son pequeños. Tal vez os requiera “renunciar al mundo” y dedicar unos veinte años de vuestra existencia a la esperanza de salvar las almas de vuestros hijos. Pero nada sobrepasa el logro de formar el carácter de un hijo de Dios.
Antes de hablaros pedí a varias hermanas, esposas y madres, que me enviaran sus comentarios sobre soluciones a problemas que enfrentan nuestras mujeres Santos de los Últimos Días. Deseo que escuchéis lo que expresaron estas hermanas, que entienden sus llamamientos en esta vida. Una de ellas escribió:
“Me siento feliz con mi papel de ama de casa, esposa y madre. Mi querida madre me enseñó a encontrar gozo en el hogar. Siempre sentí que ella era feliz como ama de casa. En nuestro hogar no se mencionó nunca la liberación femenina. Para nosotras, lo que caracterizaba a una mujer era ser buena esposa y madre.”
Otra escribió:
“Lo que más disfruto es mi papel de esposa y madre.” Ella os aconseja: “Si no disfrutáis de las actividades del hogar; pedid al Señor que os ayude, Él os ayudará. Tened fe en El y no confiéis en el brazo de la carne. Mantened una perspectiva eterna, especialmente cuando penséis que la tarea de preparar biberones y lavar pañales nunca se acabará. Estáis haciendo lo que el Señor quiere que hagáis y seréis bendecidas.
Sentid orgullo de ser esposas y madres y no os disculpéis por ello. Manteneos alejadas de las influencias que degraden vuestro papel y no escuchéis a quienes traten de alejaros de vuestro hogar.”
Otra joven madre escribió:
“Lo primordial en mi vida es ser esposa y madre y tener una familia. Esto es más importante que una carrera universitaria, que un trabajo, que el desarrollo de talentos o cualquier otra cosa. ¿Qué trabajo en la vida podría ser más trascendental que el de moldear el carácter de otro ser humano?”
Y otra de estas madres dio una solución a los problemas que enfrentan las hermanas:
“La gran fortaleza de una buena mujer —de una santa— es un testimonio personal del Salvador y su fe en Sus representantes: el Profeta y los Apóstoles de Jesucristo. Si los sigue, tendrá el resplandor de Cristo para embellecerla, y la paz de Cristo la sostendrá emocionalmente. El ejemplo del Salvador le ayudará a resolver sus problemas y fortalecerla y Su amor será una fuente de amor para ella, así como para su familia y para quienes la rodean. Puede estar segura de sí como madre y encontrar gozo y felicidad en su papel en el hogar.” Yo también os doy el mismo consejo.
Otra hermana nos escribió: “Continuad elogiando a las madres de Sión que estamos luchando por el bien; continuad demostrándonos amor y orando por nosotras porque creemos en vuestro consejo y respetamos vuestras palabras.” Animado por tal petición, y con la ayuda de mi esposa, comparto estos pensamientos con vosotras.
Irradiad un espíritu de felicidad y gozo en el hogar. Enseñad por medio de vuestro ejemplo. Vuestra actitud dirá a vuestros hijos: “Soy sólo una ama de casa” o “La vida del hogar es la más noble y alta profesión a que una mujer pueda aspirar”. Dad a vuestras hijas oportunidades de desarrollar sus talentos permitiéndoles cocinar, coser y arreglar sus propios cuartos.
Orad diariamente. Al hacerlo de día y de noche, enseñaréis a vuestros hijos a confiar en el Señor. La lectura de las Escrituras en el hogar también debe ser un hábito.
Bajo la dirección de vuestro esposo, realizad la noche de hogar cada semana y estudiad regularmente las Escrituras, en particular los domingos. Mantened sagrado el día de reposo por medio de ese estudio, de la asistencia a las reuniones y de otras actividades apropiadas.
Promoved sólo la buena literatura y la buena música en el hogar. Enseñad a vuestros hijos a disfrutar del arte, la música, la literatura y las diversiones sanas. Elogiadlos más de lo que tengáis que corregirlos y reconoced con alegría sus más simples logros.
Dad a vuestros hijos responsabilidades: que participen en proyectos familiares, limpiando, cortando el césped, o haciendo otras tareas.
Que vuestra casa sea el centro social y cultural para vuestra familia, lo cual incluye picnics, noches de hogar, presentaciones musicales, etc. Haced que el hogar sea el lugar donde vuestros hijos quieran estar en sus horas libres.
Instadlos a pediros consejo cuando tengan problemas; escuchadles diariamente. Hablad con ellos de temas como la educación sexual, el salir con personas del sexo opuesto u otros aspectos que puedan ayudarles en la vida, y hacedlo en una edad temprana para que esta información no la adquieran de otras fuentes.
Tratadlos con respeto y bondad, como lo haríais si tuvierais invitados presentes. De hecho, ellos son más importantes que vuestros invitados. Enseñad a vuestros hijos a que nunca hagan comentarios negativos referentes a sus propios familiares ante otras personas. Sed leales los unos con los otros.
Inculcadles el deseo de servir a los demás. Enseñadles a ser bondadosos hacia el anciano, el enfermo y el que está solo. Ayudadles a planear desde temprana edad el ir a una misión para que puedan bendecir a los que no tengan el evangelio.
Cuidaos de la tentación de procurar adquirir cosas materiales y del furor reinante de lucir más jóvenes; guardaos del deseo de limitar el tamaño de vuestra familia, a menos que se vea amenazada la salud de la madre o del niño; cuidaos del egoísmo personal que os privará del gozo de ayudar a otras personas. Todos estos problemas contribuyen a la ingratitud y a la inestabilidad emocional.
Apoyad, animad y fortaleced a vuestro esposo en su responsabilidad como patriarca del hogar, ya que sois sus socias. El papel de una mujer en la vida de un hombre es elevarlo, ayudarle a respaldar sus ideales, y prepararse por medio de una vida justa para ser su reina por toda la eternidad.
El hogar es amor, comprensión, confianza, bienestar; es el lugar que infunde el sentimiento de que se es aceptado en el grupo social que es la familia. Si como esposas, madres e hijas, cuidáis de vosotras, de vuestras familias y de vuestros hogares y os mantenéis unidas como hermanas en la Sociedad de Socorro, muchos de los problemas de la actualidad que preocupan a la juventud y a los padres no os afectarán.
El presidente McKay dijo:
“El hogar es el lugar principal y el más eficaz para que los niños aprendan las lecciones de la vida: la verdad, el honor, la virtud, el autodominio; el valor de la educación, del trabajo honrado y el propósito y privilegio de la vida. Nada hay que pueda reemplazar al hogar en la educación e instrucción de los hijos, y ningún éxito puede compensar el fracaso en el hogar.” (“Fortaleciendo la familia”, Liahona, mayo de 1971, pág. 21.)
¿Podéis ver por qué Satanás desea destruir el hogar, logrando primero que la madre deje en manos de otras personas el cuidado de sus hijos? En muchos hogares él ya ha salido triunfante.
Proteged a vuestra familia de este peligro, tal como por instinto la protegeríais del peligro físico.
Con vuestro compañero, fijaos la meta de estar todos juntos como familia en el reino celestial. Esforzaos por hacer de vuestro hogar un pedacito de cielo en la tierra, para que después de esta vida podáis decir, como el poeta:
Todos estamos aquí:
Padre, madre, hermana, hermano.
Todos los que nos amamos
a casa hemos regresado. . .
Todos estamos aquí.
(Charles Sprague, The Writings of Charles Sprague, Nueva York: Charles S. Francis, 1841, pág. 73.)
Estoy agradecido por la devoción, el optimismo, la fe y la lealtad de mi compañera eterna, Flora. Ella ha sido una fuente constante de inspiración para la familia. Su comprensión, su sentido del humor y su interés en mi trabajo la han hecho una compañera ideal, y su paciencia ilimitada e inteligencia la han hecho la madre más consagrada. Sirviendo a su esposo y a sus hijos, ha demostrado su gran determinación de honrar lo que ella sabe es el llamamiento divino y glorioso de ser una digna esposa y madre.
Hoy siento la necesidad de deciros que sois espíritus escogidos por haber sido preservadas para ser esposas y madres en Sión, en estos tiempos tan difíciles. Sois miembros de la verdadera y única Iglesia de Jesucristo en la tierra, y por vuestra fidelidad podréis heredar la vida eterna en el reino celestial con vuestro compañero. ¡Esa es nuestra promesa!
Os testifico, mis amadas hermanas, de la veracidad y la naturaleza eterna de vuestra noble y exaltada calidad de mujeres.
Dios os bendiga y os premie a todas y a cada una con gozo y felicidad en esta vida y en la eternidad, ruego en el nombre de Jesucristo. Amén.
























