El servicio misional

Abril de 1982
El servicio misional
Por el presidente Spencer W. Kimball

Spencer W. KimballEl recogimiento de Israel está en marcha; cientos de miles de personas están uniéndose a la Iglesia por medio del bautismo, y millones más lo harán. Esta es la manera de congregar a Israel mediante la obra misional; vosotras tenéis la responsabilidad de cooperar en esta gran obra y esperamos que no presentéis excusas para no hacerlo.

El evangelio es para todas las naciones; todos somos hijos de Dios; todos somos hermanos, y estamos ansiosos por cumplir la responsabilidad que el Señor Jesucristo nos dio con el mandamiento: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura”. (Marcos 16:15.)

“Hace algunos años me preguntaron: ¿Debe todo joven miembro de la Iglesia salir a cumplir una misión?

Yo respondí con la respuesta que el Señor ha dado: Sí, todo joven digno debe salir de misionero. El Señor así lo espera, y si no es digno de salir de misionero, entonces de inmediato debe comenzar a hacerse digno. El Señor nos ha instruido:

‘Enviad los élderes de mi Iglesia a las naciones que se encuentran lejos; a las islas del mar; enviadlos a los países extranjeros; llamad a todas las naciones, primeramente a los gentiles y después a los judíos.’ (D. y C. 138:8.)

De modo que los jóvenes de la Iglesia que están en edad de ser ordenados élderes deben estar preparados y ansiosos para salir al mundo como misioneros. En la actualidad, sólo una tercera parte de los jóvenes elegibles de la Iglesia han salido a una misión. ¡Una tercera parte no es ‘todo joven’!” (Véase Liahona, nov. de 1977, pág. 1.)

Las estacas que yo he visitado tienen como promedio sirviendo en el campo misional solamente entre un veinticinco y un cuarenta por ciento de sus muchachos elegibles. ¡Eso es todo! ¿Dónde están los demás jóvenes? ¿Por qué no sirven como misioneros?

Ciertamente todo varón de la Iglesia debería servir en una misión, así como debería pagar el diezmo, concurrir a las reuniones, mantener su vida pura y libre de la maldad del mundo y planear un casamiento celestial en el templo del Señor.

Aunque no hay compulsión para que el joven haga todo eso, debe hacerlo para su propio beneficio.

“Alguien quizás también pregunte: ¿Debe cada mujer joven, cada padre y madre, cada miembro de la Iglesia, salir cómo misionero? Nuevamente, el Señor ha proveído la respuesta: Sí, cada varón, mujer, y niño; cada joven y cada pequeñuelo debe ser misionero. Esto no significa que deban ir al extranjero ni ser apartados como misioneros regulares. Significa que cada uno de nosotros tiene la responsabilidad de dar testimonio de las verdades del evangelio que se nos han dado. Todos tenemos parientes, vecinos, amigos y compañeros de trabajo, y es nuestra responsabilidad enseñarles las verdades del evangelio, tanto por precepto como por ejemplo. Las Escrituras indican claramente que todos los miembros de la Iglesia son responsables de realizar la obra misional:

‘Y le conviene a cada ser que ha sido amonestado, amonestar a su prójimo’. (D y C. 88:81.)” (Véase Liahona, nov. de 1977, pág. 1.)

No deberíamos temer pedir a  nuestros jóvenes que rindan servicio a sus semejantes o que se sacrifiquen por el reino. Ellos tienen un sentido de idealismo intrínseco y no tenemos por qué tener temor de acudir a ese idealismo al llamarlos a servir.

Las siguientes palabras de un joven ilustran esta característica: “Espero que cuando sea llamado a cumplir una misión regular, sea llamado y se me diga que el Señor quiere que yo vaya y que es mi deber hacerlo, y no que se limiten a decirme que una misión sería buena para mí si es que deseo ir a cumplirla. ”

Todo joven de la Iglesia debería estar ansioso por ir a cumplir una misión y debería ayudar a sus padres para que, a su vez, ellos también salieran como misioneros después de haber criado a los hijos. Los jóvenes deben estudiar el evangelio; prepararse para rendir servicio en la Iglesia y obedecer los mandamientos tan diligentemente como sea posible hacerlo.

Aquellos que han planeado desde pequeños cumplir una misión, al llegar a los diecinueve años y ser llamados, serán más fructíferos y eficientes, tendrán más éxito y habrá más gente que se unirá a la Iglesia por su prédica; esto creará más entusiasmo y producirá una reacción en cadena. ¿Existe alguna otra cosa que pueda producir una reacción en cadena en mayor proporción y crear más interés en la gente?

¿Podéis imaginar lo que sucedería con los programas de seminarios e institutos si los jóvenes, junto con sus padres, planearan la misión desde el nacimiento hasta los días de seminario? Los edificios de los seminarios e institutos estarían atiborrados de jóvenes poseedores de una madurez y seriedad que darían a la Iglesia un aspecto nuevo. Aumentaría grandemente la moralidad de la juventud, y ésta aprendería una pureza y rectitud que nunca se le habría enseñado. ¿Podéis ver cómo aumentaría la asistencia a las reuniones sacramentales y del sacerdocio?

Es mi deseo que todos los jóvenes de ambos sexos asistan a las clases de seminario, porque es allí donde aprenden muchas de las verdades del evangelio, y donde muchos de ellos deciden lo que harán y cómo se prepararán para servir en una misión.

Recordad que cuesta dinero ir a distintas partes del mundo y predicar el evangelio; por lo tanto, tenéis el privilegio de comenzar ahora a ahorrar.

Cada vez que recibáis dinero, ya sea como regalo o debido a ganancias, apartad al menos parte en una cuenta de ahorros para la misión. Es vuestra misión, y tenéis la oportunidad y responsabilidad de prepararos. Las pequeñas cantidades darán como resultado grandes sumas, y los sacrificios que hagáis servirán para fortalecer vuestro carácter.

Es obligación de cada persona prepararse para cumplir con el compromiso y privilegio solemnes de la obra misional. Junto con aprender el alfabeto, las tablas de multiplicar y posteriormente todo lo requerido en estudios superiores, uno se va preparando para la obra de la vida; de la misma manera, debemos prepararnos durante la niñez y la adolescencia para la gran misión de su juventud y el desarrollo espiritual que debe alcanzar en el transcurso de su vida. Esta preparación consiste principalmente en esforzarse en tres aspectos:

  1. Mantener una vida pura y ser digno, estando libre de todos los pecados del mundo. (El Señor ha proveído que se otorgue el perdón si hay arrepentimiento total. Si ha habido transgresiones, debe haber una transformación total, un cambio de vida a fin de ser perdonado.)
  2. Preparar la mente y el espíritu para conocer la verdad. Llegar a la edad de ir a cumplir una misión y ser analfabeto en el evangelio, o en cualquier otro sentido, sería sumamente desafortunado. Ciertamente, cuando el joven llega a los diecinueve años, debe estar preparado para salir de su papel tradicional en el hogar y entrar en el papel tan importante del misionero, sin necesidad de una reorganización total de su vida, de sus normas o de su capacitación.
  3. Prepararse para solventar personalmente su misión, en forma de poder contar con su propia contribución hasta donde sea posible. ¡Cuán maravilloso sería si cada joven pudiera pagar totalmente, o en su mayor parte, los gastos de su propia misión y recibir así la mayor porción de las bendiciones que surgen de sus esfuerzos misionales!

Naturalmente, si el muchacho se convierte durante su adolescencia, sus años de ahorro se verán limitados. Si vive en un país donde las condiciones económicas son desfavorables y las oportunidades se ven severamente limitadas, igualmente puede tratar de guiarse por esta norma tanto como le sea posible y hacer su máximo esfuerzo.

Nuestra obra consiste en predicar el evangelio al mundo; no es algo que nos hemos impuesto a nosotros mismos, sino que estamos bajo mandamiento divino. El profeta José Smith dijo: “Después de todo lo que se ha dicho, el deber más grande y más importante es el de predicar el evangelio». Todos los demás programas son sumamente importantes, pero, naturalmente, no podemos aplicarlos si primero no traemos gente a la Iglesia.

Cuando el Salvador estuvo en el Monte de los Olivos con todos sus Apóstoles, en las afueras de Jerusalén, y elevó los ojos hacia el cielo, parece que vio la gran obra que debía hacerse para recoger al Israel esparcido.

Creo que estaba viendo a Rusia y China, India y toda Asia, las islas del mar; las Américas, y creo que también vería al Cercano Oriente.

Os pregunto, ¿qué quiso decir cuando llevó a sus Apóstoles a la cumbre del Monte de los Olivos y les dijo: “Me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría, y hasta lo último de la tierra”? (Hechos 1:8.)

Estas fueron sus últimas palabras antes de ascender a su hogar celestial.

¿Cuál es el significado de “lo último de la tierra”? Él ya había cubierto la zona conocida por los Apóstoles. ¿Se trataba de la gente de Judea? ¿O la de Samaría? ¿O los pocos millones del Cercano Oriente? ¿Dónde estaba “lo último de la tierra”? ¿Se refería a los millones que habitan lo que hoy es América? ¿Incluía a los cientos de miles o millones en Grecia, Italia, alrededor del Mediterráneo, a los habitantes de Europa Central? ¿O quiso incluir a todas las personas que vivían en el mundo y a los espíritus asignados a venir a la tierra en siglos futuros? ¿Hemos subestimado su expresión o el sentido de sus palabras? ¿Cómo podemos quedar satisfechos con 100.000 conversos de entre los cuatro mil millones de personas que necesitan el evangelio en el mundo?

El Salvador dijo:

“Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra.
Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.” (Mateo 28:18-19.)

Dijo “todas las naciones”.

Recordad: nuestro aliado es nuestro Dios, Él es nuestro Capitán, El hizo los planes, El dio el mandamiento.

El Señor ha prometido grandes bendiciones, en proporción con nuestros esfuerzos en compartir el evangelio. Recibiremos ayuda del otro lado del velo a medida que ocurran los milagros espirituales. El Señor nos ha dicho que nuestros pecados serán perdonados más prontamente a medida que llevemos almas a Cristo y permanezcamos firmes al dar testimonio ante el mundo. Ciertamente, todos deseamos y procuramos el perdón de nuestros pecados. (Véase D. y C. 84:61.) En uno de los pasajes misionales más importantes de las Escrituras, la sección 4 de Doctrina y Convenios, se nos dice que si servimos al Señor en la obra misional “con todo” nuestro “corazón, alma, mente y fuerza”, podremos aparecer “sin culpa ante Dios en el último día” (vers. 2).

También dice el Señor:

“Y si acontece que trabajáis todos vuestros días proclamando el arrepentimiento a este pueblo y me traéis, aun cuando fuere una sola alma, ¡cuán grande será vuestro gozo con ella en el reino de mi Padre!
Ahora, si vuestro gozo será grande con un alma que me hayáis traído al reino de mi Padre, ¡cuán grande no será vuestro gozo si me trajereis muchas almas!” (D. y C. 18:15-16.)

¡Si se trabajara todos los días y se trajera cuando más no fuera una sola alma! ¡Qué gozo! ¡Un alma! ¡Cuán preciosa! ¡Oh, que Dios nos diera esa clase de amor hacia las almas! ¡Cuán maravillosa es la oportunidad que tienen nuestros misioneros! Están haciendo los preparativos finales para la obra de su vida. Ellos no van a ser hombres y mujeres corrientes, cada uno de ellos debe ser especial a fin de que el Señor le dé su aprobación y le aprecie. Estoy hablando de todos aquellos que deberían estar en la misión, así como también de los que ya están.

Hoy estáis edificando vuestra vida como si tuvierais una provisión de cemento y mucha madera para hacer una construcción. Si tan solo pudiéramos contemplar nuestra vida de hoy y luego ver lo que será dentro de veinte años, cada uno volvería atrás y llegaría a esta conclusión: “Fue en aquellos años de misionero cuando en realidad decidí lo que sería mi vida”.

¿Creéis que la única razón por la que el Señor os ha llamado al campo misional es para predicar el evangelio? No, en absoluto. Esa parte es importante, pero también sois llamados al campo misional para convertiros de hijos de Dios en líderes fuertes y poderosos para el futuro.

Un gran profeta del Señor dijo a un grupo de misioneros: “Se os releva de esta misión, a la que habéis dado dos años; pero no vais a ser relevados de la misión de vuestra vida y nunca lo seréis. Vuestra misión es para el resto de vuestra vida y recibiréis asignaciones adicionales”.

Sois llamados a los diecinueve años; posiblemente tengáis setenta y nueve cuando os llegue la hora de morir. En esos sesenta años podéis ser una influencia poderosa que impulse al bien. ¡Qué extraordinaria influencia para el bien podéis ser! ¡Y debéis serlo! Este es un asunto muy serio. No nos limitamos meramente a invitar a la gente a cumplir misiones. Estamos diciendo: ¡Esta es vuestra obra! Mediante sus profetas, el Dios del cielo os ha llamado a su servicio. Todo hombre, mujer y niño que tenga el evangelio, que haya sido bautizado, tiene esta responsabilidad.

No tengo temor alguno de que la luz que se encendió en Jerusalén hace tantos años algún día se apague; por el contrario, brillará cada vez con mayor fulgor. Esta es la obra del Señor; nosotros estamos a su servicio. Él nos ha mandado claramente darla a conocer y, sin embargo, somos desconocidos para muchas personas en el mundo. Es tiempo de ceñir los lomos (D. y C. 27:15) e ir adelante con nueva resolución en esta gran obra. Todos nosotros hemos hecho el convenio de cumplir. Ruego para que todos podamos decir como aquel joven a quien sus ansiosos padres encontraron en el templo sentado en medio de los doctores de la ley:

“En los negocios de mi Padre me es necesario estar.” (Lucas 2:49.)

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