Mayo de 1982
Hermanos, Amada vuestra esposa
Por el élder James E. Faust
Del Consejo de los Doce
En estos días he estado pensando seriamente en el papel que mi esposa desempeña en mi vida. Empecé mis reflexiones cuando el élder Boyd K. Packer, del Consejo de los Doce, me preguntó: “¿Qué habría sido de su vida sin su esposa?” Pude haberle contestado de inmediato “No habría llegado muy lejos”, pero él ya sabía eso.
La pregunta penetró profundamente en mi alma, y pasé las siguientes veinticuatro horas pensando qué habría sido de mí sin el apoyo amoroso y dulce de mi esposa y sin la disciplina con que organiza todo. Me estremezco ante la sola idea de lo que habría sido mi vida si no la hubiera tenido a mi lado.
Sin embargo, si debo responder a la pregunta del élder Packer, honestamente debería decir que sin ella, mi vida habría sido poco menos que un fracaso. No me jacto de ser un experto en cuestiones de matrimonio; sólo he estado casado una vez, y gracias a mi esposa hemos tenido éxito. No reclamo el derecho de decir que somos un matrimonio mejor que ningún otro, pero sí reconozco estar casado con una compañera muy especial.
Una de las bendiciones mayores que podemos lograr al tener una buena esposa es que sea para nosotros una fuente para llenar la más básica de todas las necesidades del género humano: el amor. El amor más grande e incondicional que he tenido en mi vida lo he recibido de las buenas mujeres de mi familia: mi esposa, mi madre, mi suegra, mis abuelas, mis hijas y mis dulces nietas.
El gran incentivo que me ha ayudado en mis años de madurez ha sido el amor constante, indescriptible y sin reservas que siento por mi esposa. Esta relación sagrada que me une a mi compañera ha sido la bendición suprema de mi vida, y ni siquiera puedo imaginar qué habría sido de mí sí me hubiera faltado ese don.
Aún me conmuevo al recordar algo que el presidente Marión G. Romney dijo días después del fallecimiento de la hermana Romney, ocurrido en 1979. En un discurso que dio en el templo, en una reunión del Consejo de los Doce, dijo: “Cuando falleció Ida, sentí que algo que había en mí desaparecía. Había perdido su respaldo”. Al lado de su tumba me dijo: “Sé considerado con tu esposa; llévala contigo dondequiera que vayas, porque llegará el momento en que ya no les será posible estar juntos en la tierra”.
Estoy muy agradecido a muchas de las Autoridades Generales que han sido ejemplares por la bondad y consideración con que siempre trataron a sus respectivas esposas. Recuerdo perfectamente que mientras era presidente de estaca, me impresionó el ejemplo del ya fallecido élder S. Dilworth Young, del Primer Quorum de los Setenta. En esa época su primera esposa, Gladys, se encontraba inválida después de haber sufrido un cruel ataque de hemiplejía, y así estuvo por muchos años hasta su muerte, en 1964. El élder Young se esforzó siempre por cuidarla, vestirla, y alimentarla. Jamás en mi vida he visto un ejemplo de mayor gentileza y solicitud que el del hermano Young cuidando a su esposa. En cierta oportunidad me dijo: “Es la peor cosa que pudo haberle sucedido a Gladys y una gran prueba para mí. Comprendí muchas cosas y aprendí el verdadero significado del amor”.
Muchos hombres se preocupan por tener éxito en su trabajo y le dedican a éste una gran parte de su tiempo, pero por el ejemplo de esposos amorosos y considerados, como el hermano Young, he aprendido que para tener éxito en nuestro trabajo, primero debemos tener éxito en nuestro hogar como esposos y padres.
Y aún así, a menudo mostramos más interés y dedicamos más tiempo a las personas que se relacionan con nuestro empleo, que a nuestros seres queridos dentro del hogar. He llegado a darme cuenta de que la labor que cumple mi esposa en nuestro hogar es más importante que cualquier trabajo que yo pueda hacer fuera de casa.
También me he dado cuenta de que nuestras esposas necesitan constantemente nuestro amor, aprecio, compañerismo y reconocimiento. Si somos capaces de satisfacer esas necesidades, ocuparemos un lugar de honor, dignidad y respeto en el hogar, y recibiremos un amor y apoyo sin límites que nos alentarán a dar lo mejor de nosotros mismos.
Debemos recordar a menudo que nuestras compañeras han sido’ bendecidas con los divinos dones de la intuición, la fe y el amor; y que gozan de las bendiciones del sacerdocio, aun cuando no posean ningún oficio en él. Ellas pueden emplear estas bendiciones en la forma que sea más conveniente para nosotros, al mismo tiempo que con todo amor imponen la disciplina que necesitamos en nuestra vida, y nos ayudan a estar más cerca del Espíritu para cumplir con nuestros sagrados llamamientos. Esa amorosa disciplina es parte de lo que nos pule y lima las asperezas de nuestro carácter.
Isabel, la hija del presidente N. Eldon Tanner, dice de su padre: “Cuando mamá se casó con papá, él era sólo un joven granjero”. Y continúa contando que cuando la hermana Tanner le hacía una amorosa sugerencia, él siempre contestaba: “Si piensas que así debería hacerlo, así lo haré”.
El escuchar a su buena esposa y al Señor ha hecho del presidente Tanner un gran hombre.
Nosotros no podríamos hacer ni la mitad de lo que hacemos si no tuviéramos el apoyo de nuestra dedicada compañera. Quizás a menudo nos olvidemos de expresarle nuestro aprecio; la aceptamos, o nos acostumbramos a su presencia como un hecho en nuestra vida. Pero, ¿cómo puedo esperar yo que el Señor me honre, o que esté contento con mi servicio, si no honro y estimo a mi compañera en todo su valor?
Si un hombre retiene o limita las bendiciones que deben emanar por medio de su sacerdocio para bendecir a su esposa y su familia, está ejerciendo injustamente la autoridad del sacerdocio.
Las bendiciones del sacerdocio no son exclusivas del varón, sino que alcanzan su máximo potencial en la relación eterna de los cónyuges cuando las comparten y las administran a sus familias. Estas bendiciones son la clave para lograr la vida eterna, la salvación y la exaltación por medio de la obediencia.
Debemos buscar una mayor espiritualidad en nuestras relaciones con nuestra esposa y nuestra familia. Si tomamos al Señor como socio, tendremos más paz, felicidad, unidad y gozo.
Sé que el evangelio es verdadero y sé que una parte importante de él es la forma en que trato a mi esposa en todo momento, todos los días. Creo que ninguno de nosotros puede llegar a la plenitud de su potencial sin una compañera eterna. En mi opinión, en el juicio final se nos juzgará según hayamos sido como personas, como esposos y como padres, y según la clase de familia que hayamos logrado formar.
Hermanos, necesitamos vivir el mandamiento del Señor:
“Amarás a tu esposa con todo tu corazón, y te allegarás a ella y a ninguna otra.” (D. y C. 42:22.)
























