El sábado 27 de marzo de 1982
Conferencia General para todas las mujeres de la Iglesia.
Almas similares
Por la hermana Barbara B. Smith
Presidenta de la Mesa General de la Sociedad de Socorro
Una fría mañana en el pasado noviembre, Heidi, una joven madre mormona que vive en Salt Lake City, salió de su casa y se dirigió al Parque de los Pioneros y entró en la casa restaurada de Mary Fielding Smith.
Llevaba puesto un vestido parecido a cualquiera que Mary pudiera haber usado, y durante todo el día se dedicó a dar la bienvenida a los niños de una escuela cercana y a enseñarles a deshidratar manzanas.
Después que los niños se fueron, el sol salió por entre las nubes iluminando con sus rayos, no sólo el cielo vespertino, sino también los acontecimientos del día. Aquella noche Heidi escribió en su diario: “Me quedé sobrecogida por la excepcional belleza que podía contemplar desde aquella casita de adobe en la colina. Mi alma rebosó con la luz que entraba a raudales por la ventana, haciendo nacer en mí sentimientos muy cálidos y radiantes.”
Habló también del contraste que existía entre la casita que había visitado y su modesto mobiliario, y su propia casa tan hermosa, no lejos de allí. Escribió: “Espero que mi hogar sea un lugar de fortaleza y fe y un refugio para la familia, un lugar donde se confirme la verdad y se fortalezca el testimonio, como la casita de Mary lo fue para su familia hace mucho tiempo. A pesar de los estilos de vida tan diferentes, me conmovió sobremanera el que nuestras almas fueran tan similares. La mía suplica que la similaridad sea para el beneficio de mi familia, como lo fue para la familia de ella.”
Las circunstancias que rodearon la vida de Mary Fielding Smith fueron muy diferentes de las de Heidi.
En la trascendental época del éxodo de los santos desde Nauvoo, Mary Fielding Smith se encontró viuda y con niños pequeños. Quedarse en la ciudad la hubiera puesto en situación de constante conflicto con los populachos que perseguían a los santos. Pero ir con ellos significaba dejar su casa y afrontar sola las penurias y los inciertos problemas de una larga y fatigosa jornada en carreta.
Quedarse significaría renunciar a su relación con los santos y al evangelio que tanto amaba. Esto era algo que no podía hacer, pues quería que sus hijos crecieran siendo fuertes en el nuevo y sempiterno convenio.
Los vínculos del evangelio, que llevaron a Mary Fielding Smith a enfrentar las inmensas dificultades y el largo viaje con los santos, trascienden tiempo y pruebas uniendo a las hermanas ahora como entonces en la fe.
Una hermana de Sudamérica nos dice que cuando los misioneros le hablaron del bautismo, ella les dijo: “Yo no les sirvo para nada. No soy nadie”. Ellos insistieron, y la hermana aceptó el evangelio que le llevó esperanza y amor; y trajo consigo enseñanzas, evolución y progreso. Con el tiempo fue presidenta de la Sociedad de Socorro y, con devoción e interés, pudo dar la misma esperanza y el mismo amor a otras personas.
Una de las buenas hermanas japonesas, Toshiko, escribe:
“. . . Dentro de mí tenía la seguridad, la esperanza de que hubiera en alguna parte una iglesia verdadera que testificara de la resurrección de Jesucristo. . . El Señor me contestó. . . y los misioneros me visitaron y conocí el Libro de Mormón. . . En sus enseñanzas está la verdad que he estado buscando… Mi corazón tenía la misma necesidad del evangelio que las arenas del desierto tienen de agua. . .”
Desde África, donde en 1978 se fundó la primera Sociedad de Socorro enteramente de hermanas de color, nos escriben:
“He aprendido a mirar la vida de manera totalmente diferente. Como madre joven, he aprendido a criar a mis hijos de una manera cristiana; he aprendido a hacer de mi hogar un lugar agradable, donde se cree en el evangelio y se vive de acuerdo con él.”
Nos llegan ejemplo tras ejemplo de mujeres de muchos lugares, y de circunstancias muy variadas en la vida: mujeres solas; mujeres con hijos; mujeres viejas y jóvenes; mujeres nuevas en la Iglesia; mujeres que sufren, que están desalentadas, que son felices.
Forman un mosaico de vidas con diferentes circunstancias, talentos especiales y dones maravillosamente variados. Los detalles de cada vida son tan numerosos que en ellos vemos la gran diversidad que hay entre nosotras.
De estas variadas experiencias viene una verdad unificadora, que hace eco: “Yo sé que Dios vive y me ama. Sus enseñanzas me hacen fuerte y me sostienen”.
Ese testimonio hace que nuestras almas sean tan similares, como dijo Pablo:
“. . .siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo…” (Romanos 12:5.)
Siendo muchas, con diferentes dones, pero con almas tan similares, almas que testifican del Señor Jesucristo. . . que sus enseñanzas son verdaderas. . . que su camino es un camino de verdad, amor, luz.
El evangelio, correctamente entendido, abarca todo lo “virtuoso, o bello, o de buena reputación o digno de alabanza”. El evangelio es la luz del cielo por la cual podemos encontrar el camino en la oscuridad y los tiempos difíciles. La luz de la verdad revela nuestra naturaleza eterna. Si obramos con esfuerzo y persistencia, y oramos diligentemente, podemos lograr la excelencia que es nuestro divino potencial.
La condición de único que tiene cada ser humano se debe a que es creación de Dios. Sin embargo, a veces las diferencias nos hacen dudar. Una hermana oriental vino a los Estados Unidos y por primera vez en su vida vio personas rubias, de ojos azules. Los ojos azules le parecieron tan raros que más tarde confesó que, aunque ahora los encuentra hermosos, al principio se preguntaba si la gente que los tenía podría ver realmente.
El color, las costumbres, los talentos, los gustos. . . las diferencias abundan, y por ellas existen mucha de la plenitud y la belleza que encontramos en la vida. Para la hermana de Oriente era el color de los ojos lo extraño, pero para todas nosotras hay diferencias que podemos llegar a apreciar mejor, Al aprender a valorar la variedad en los demás, podemos apreciar mejor nuestra propia condición de seres únicos.
Cuando podemos respetar no sólo las diferencias de los demás, sino también sus logros, empezamos a experimentar algo del gozo que el Señor nos reservó. Hay mucho más felicidad cuando podemos regocijarnos con los éxitos ajenos que con los nuestros.
Para sentimos felices con el éxito de las personas que nos rodean, necesitamos un sentimiento de seguridad y el reconocimiento de nuestro propio gran potencial. El evangelio pone esa confianza al alcance de cada persona. Cuando estamos llenas de amor por el Señor, con todo nuestro corazón, alma y mente, el resultado es que podemos sentir su amor y comprenderlo y sentirnos seguros.
Obedeceremos sus mandamientos, amaremos a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Este es el plan que Él tenía para nosotras, que nos uniéramos en fe y amor, “con almas tan similares”.
¿Cómo podemos ser una de corazón?
Lo somos. . .
- . . . sabiendo que somos hijas de Dios.
- . . . sabiendo y testificando que Él vive y que su gran misión era hacer posible que obtuviéramos no sólo la salvación, sino también la exaltación.
- . . .si diligentemente, un paso a la vez, vamos tratando de perfeccionarnos nosotras mismas.
- . . . orando a menudo para pedir guía, para tener un corazón compasivo, que entiende y que se preocupa por los demás.
- . . . buscando ayuda divina para obedecer las enseñanzas y no juzgando a los demás. No podemos ponernos en el lugar de otra persona. No podemos conocer las circunstancias de los demás y, por lo tanto, no debemos juzgar.
- . . . viviendo en forma positiva y dando todo lo que tenemos por adelantar la obra del Señor, porque la verdad del evangelio es uno de los dones más grandes que podemos dar a una persona.
- . . . obteniendo comprensión y fortaleza para estar activamente consagradas a las cosas buenas que harán de este mundo un lugar mejor para vivir, gracias a nuestra presencia.
- . . . pagando el precio de la excelencia en todo lo que hagamos.
- . . . aceptando voluntariamente el concepto de la generosidad, y transfiriéndolo a las acciones que llevamos a cabo.
Esto es lo que nos hace ser almas similares: el tomar responsabilidad por nuestra vida, cualesquiera sean las circunstancias.
Estos son principios que todos pueden incorporar a su vida: el pobre y el rico, el soltero y el casado, las jóvenes y las abuelas.
No hay excepciones, ni tampoco especificación en cuanto al aspecto, la condición social y las oportunidades.
No hay limitaciones arbitrarias.
El Señor se preocupa por los sentimientos de amor de nuestro corazón y alma, por la diligencia con que buscamos la sabiduría. Él quiere que amemos y nos preocupemos como El; quiere que seamos justas como El. Quiere que desarrollemos lo divino que hay dentro de nosotros.
Podemos ser buenas mujeres, selectas y hasta santificadas, a pesar de nuestras grandes diversidades; podemos ser mujeres de Dios unidas en una gran hermandad de fe, testimonio, y, como Heidi, podemos pedir al Señor fe y fortaleza y la habilidad para hacer de nuestros hogares lugares de refugio donde la luz del cielo —como la luz del sol en aquel día gris— se derrame a raudales en nuestra vida, seamos quienes seamos. Que siendo muchas, podamos ser una en Cristo, con almas tan similares, es mi humilde oración en el sagrado nombre de Jesucristo, nuestro ejemplo y Redentor. Amén.
























