Así como El

El sábado 27 de marzo de 1982
Conferencia General para todas las mujeres de la Iglesia.
Así como El
Por el élder Mark E. Petersen
Del Consejo de los Doce

Mark E. PetersenSí, sabemos quién es, este Cristo del cual hablamos. ¡Y sabemos que vive!

Él es la luz y la vida del mundo; por eso cantamos:

“Jesús es mi luz
y no temeré.” (Himnos de Sión, 226.)

Como Santos de los Últimos Días, reunidos esta noche en diversos lugares, gozosamente damos testimonio a todo el mundo de que Jesús de Nazaret es ciertamente el Cristo, nuestro Salvador, el divino Hijo de Dios.

Pero es aún más; es nuestro Creador, pues hizo todas las cosas en el cielo y en la tierra. Y más aún, es también nuestro Amigo.

A Él le adoramos, el Hijo de Dios.

Le obedecemos, nuestro Salvador y Redentor.

Le amamos, nuestro bondadoso Amigo.

Pero Él requiere obras de nosotros. No está satisfecho ni es feliz sólo con nuestra adoración, sino que requiere servicio, nuestro servicio diario en su Iglesia y Reino. Y nos pide que nos unamos a Él en la obra de salvación, una obra de salvación para nosotros y los demás. Ha dicho: “Recordad que el valor de las almas es grande a la vista de Dios;. . . Así que sois llamados”, cada una de vosotras, cada uno de nosotros, todos nosotros somos llamados para ayudarle a llevar luz y gozo eterno a nuestra propia vida y a la vida de los demás. (Véase D. y C. 18:10-14.)

Es el Señor mismo quien nos llama. Y, ¿cuál es su propósito? ¡La preparación para su segunda gloriosa venida!

Jesús vino al mundo como ser mortal, hace muchos siglos. Predicó el evangelio en Palestina, reunió a sus amigos y conversos y organizó su Iglesia con sólo un puñado de miembros.

Al enseñar y al obrar milagros, las multitudes le seguían. Hubo cuatro mil personas presentes en una de estas ocasiones, y cinco mil en otra. Los niños le amaban. Hombres y mujeres se convirtieron a Sus enseñanzas, y le dieron lugar en su vida. A menudo las mujeres parecían más devotas que los hombres, y por eso las honraba. Sin embargo, a pesar de Su bondad, muchos enemigos se levantaron para acusarle falsamente llamándolo blasfemo porque decía que era el Hijo de Dios.

Después, lo crucificaron, y para humillarlo aún más levantaron su cruz entre las de dos ladrones denunciándolo como un criminal, igual a ellos.

Cuando su cuerpo fue cuidadosamente colocado en la tumba de José de Arimatea, los hombres que lo cargaban se alejaron sin tardar, pero un grupo de fieles mujeres permaneció en las cercanías.

Al tercer día, el Salvador se levantó de los muertos, recobró la vida, resucitó. Y, ¿quiénes estuvieron presentes en ese momento memorable? Los ángeles, por supuesto, quienes quitaron la piedra y doblaron la mortaja. Pero, ¿hubo alguien más que visitara la tumba? ¡Sí! Las mismas fieles mujeres volvieron esa mañana, y vieron a los ángeles que les dijeron —antes que a nadie— que Jesús había resucitado.

Y, ¿a quién apareció el Señor después de su resurrección? Fue a una de estas mismas mujeres, una sierva creyente y fiel. Antes de que nadie lo viera, El hizo partícipe de su victoria sobre la muerte a aquella mujer devota y humilde, cuyo nombre era María. Fue ella la primera persona en el mundo en ver a un ser resucitado, la primera en saludar al Señor al salir de la tumba, la primera entre toda la humanidad, esta bellísima mujer.

Todas las huestes celestiales habían esperado este gran acontecimiento. Los antiguos profetas lo habían predicho y añorado. Pero, ¿quién fue la persona privilegiada que lo vio por primera vez? Una fiel y creyente mujer, María, a la que allí, en el jardín, cerca de la tumba, los ángeles le hablaron.

La expiación del Salvador fue el acontecimiento más importante de toda la existencia humana; Su resurrección marcó el momento más glorioso, el logro sin par, y una mujer digna y creyente fue su primer testigo.

¿Honra entonces Cristo a las mujeres?

Su madre fue una maravillosa mujer; ella lo crió durante la infancia, lo dirigió en la niñez, lo encontró en el templo un día en que lo creía perdido, y lo impulsó a efectuar su primer milagro cuando ya era un hombre. ¡Cuán profundamente honraba Jesús a su madre!

Y fue también a una mujer, una samaritana en el pozo de Jacob, a quien se identificó abiertamente como el Mesías cuando le dijo:

“Yo soy, el que habla contigo.” (Juan 4:26.)

Cuando falleció Lázaro, su querido amigo, y el Señor visitó a su apesadumbrada familia, fue a una mujer a quien hizo una de las declaraciones más importantes de todo su ministerio:

“Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.” (Juan 11:25.)

Fue una mujer quien le lavó los pies con sus lágrimas, y le ungió la cabeza con aceite costoso, algo tan significativo para El que dijo que este acto de devoción sería conocido dondequiera que el evangelio fuese predicado.

Fue una mujer quien recibió su misericordia cuando, por el arrepentimiento demostrado, Él le dijo que se fuera y no pecara más. (Véase Juan 8:11.) Fue a una mujer enferma y sufrida que Jesús dijo:

“Tu fe te ha salvado.” (Mateo 9:22.)

Fue una mujer que le rogó que curara a su hija, y en su súplica aun se comparó a los que comen las migajas que caen de la mesa. Su aprobación divina descendió sobre ella y le dijo:

“Oh mujer, grande es tu fe: hágase contigo cómo quieres.” (Mateo 15:28.)

Por la compasión que sintió hacia una angustiada viuda, levantó a su hijo de la tumba. Y elogió a otra viuda cuando ella puso una dádiva en el arca del templo.

Mujeres devotas acompañaron a su madre al pie de la cruz en el Calvario mientras El agonizaba. Su madre fue su mayor interés durante esas horas de sufrimiento, sufrimiento tal que “hizo que yo, Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor” (D. y C. 19:18). A pesar de ello, su principal preocupación en esos momentos fue su madre.

Entonces, ¿aprecia el Salvador a la mujer digna? ¿Y las jovencitas que están creciendo para llegar a ser buenas mujeres? Él os necesita a todas para ayudarle en su ministerio.

Dejad que los niños, dejad que las niñas, jóvenes y mayores; dejad que las mujeres, solteras y casadas; dejad que los hombres y los jovencitos; dejad que aquellos que se han apartado pero que se arrepienten y regresan, dejad que todos vengan a Él, porque de almas dignas y arrepentidas está formado el Reino de los Cielos.

A vosotras, que sois Santos de los Últimos Días, jóvenes y adultas, casadas y solteras, a cada una de vosotras El pide que se levante y sea contada, que se una a Su ejército y nunca cruce al bando opuesto.

Es cierto que El estableció su Iglesia antiguamente cuando vivió sobre la tierra, pero hombres sin inspiración alteraron Sus enseñanzas y la destruyeron.

Para preservar Su evangelio, lo quitó de este mundo inicuo y lo retuvo en el cielo por algún tiempo, esperando una época mejor.

Como los profetas lo predijeron, en la hora del Señor Él lo restauraría; enviaría como Su mensajero a un ángel volando por en medio de los cielos; levantaría a un nuevo profeta para recibir al ángel, y así por su intermedio, restaurar su Iglesia. (Véase 2 Nefi 3:7-16.) Todas estas cosas el Señor ha hecho.

¿Quién fue este profeta?

El, también, fue criado por una madre devota que lo cuidó durante una grave enfermedad y lo apoyó cuando lo perseguían, siendo aún muy joven.

Reconociendo la importancia de la mujer en el plan del evangelio, el Todopoderoso eligió a otra gran mujer para que fuera la esposa de aquel profeta, y estas dos mujeres, madre y compañera, juntamente lo cuidaron, lo sirvieron, lo apoyaron, lo curaron después de los violentos ataques enemigos, y luego lo lloraron en su muerte.

Ellas fueron quienes desafiaron la persecución y la amenaza de su propia vida, jamás se acobardaron ‘ante las penurias, y en todo momento dieron testimonio constante de que José Smith era un Profeta de Dios en los últimos días, y que el evangelio que había recibido de los ángeles era verdadero.

Estas mujeres lo sabían, lo habían vivido a diario por años. ¡Ciertamente lo sabían!

Al lado del Profeta también se encontraban hombres fuertes que lograron aún más fortaleza debido a las fieles mujeres que, en ciertos momentos evidenciaban un gran discernimiento con respecto al propósito de las cosas. Más tarde, los pioneros viajaron hacia el occidente. Hombres, mujeres y niños con carretas de mano y con yuntas de bueyes hicieron el viaje hacia las Montañas Rocosas para establecer un nuevo hogar. ¿Por qué lo hicieron? Dios los trajo para cumplir con la profecía. ¡Era parte de la divina preparación para la segunda venida de Cristo!

Pusieron todo en el altar y establecieron la Sión de Dios en la cumbre de las montañas, como lo predijo el profeta Isaías. (Véase Isaías 2:2-3.)

Estas mujeres sabían que sus hombres y sus niños habían sido llamados a ser parte de un sacerdocio real para ministrar en el nombre de Dios en éstos, los últimos días. Sin embargo, ellas también fueron llamadas por el Señor para trabajar en la misma causa, con responsabilidades especiales. Hombres y mujeres por igual, casados y solteros, fueron llamados para establecer los cimientos de la obra de Dios en los últimos días. ¡Y lo lograron!

Les siguieron nuevas generaciones, niños con fe y rectitud, con lealtad e integridad, niños que serían tan fieles a Cristo como sus padres lo habían sido. A ellos se pasó la antorcha.

“A luchar, a luchar” era su lema. Y, al recibir la antorcha, estos jóvenes la pusieron en alto y cantaron:

Firmes creced en la fe que guardamos,

por la verdad y justicia luchamos. (Himnos de Sión, 59.)

¡Y lo cantaban con fervor, porque eran palabras verdaderas!

Pero ahora nos han pasado esa antorcha a nosotros. ¿Qué hemos de hacer con ella?

¿Haremos lo que ellos hicieron? Sí, eso es lo menos que podemos hacer.

A llegar el enemigo ¿huiremos sin luchar? No.

¿Defenderemos la verdad y lo justo? Sí.

¿Nos asiremos a la barra de hierro, y procuraremos ser hallados dignos del Reino de Dios? Sí. Sí, lo haremos.

¿Y recordaremos siempre a este Señor a quien hemos de servir y en cuya Iglesia hemos de trabajar?

Él es el mismo Cristo que nuestros padres conocieron, este Cristo que ama a Sus hijas al igual que a Sus hijos.

Es este Cristo quien llama a cada uno, esta noche, joven o anciano, casado o soltero, a unirse a Su gran obra, a aceptar nuestro lugar en su reino y edificar su Iglesia, la cual es la única vía hacia la salvación de toda nación, y tribu, y lengua, y pueblo. Él nos pide que nos vistamos con toda la armadura de Dios: fe, verdad, y salvación y Espíritu, con la cual “apagar todos los dardos encendidos de los malvados” (D. y C. 27:17).

El conoce el sendero a la victoria y para ayudamos a encontrarlo, y que luego permanezcamos en él, nos ha pedido que busquemos “primeramente el reino de Dios y su justicia”, tal como Él lo hizo (Mateo 6:33).

Él nos pide que honremos la pureza, así como Él lo hizo.

Él nos pide que seamos bondadosos, como Ello fue.

Él nos pide que seamos honestos, así como El.

Él nos pide que hagamos a un lado lo malo, aun así como El.

¿Podemos olvidar la manera en que rechazó a Lucifer cuando éste lo tentó con riquezas y poder, y luego con el alimento, aprovechando la debilidad de la carne después de cuarenta días de ayuno? ¿Qué le respondió Jesús?

“No sólo de pan vivirá el hombre”, no de sus deseos bajos, no de las normas del mundo o. de la popularidad, “sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4).

Hizo eco con estas palabras a mandamientos anteriores de no tener otros dioses ante El; ni dioses de placer, ni de auto gratificación.

Más aún, Él dijo: “Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás”. (Mateo 4:10.)

Él nos pide que defendamos la virtud, como El la defendió.

Nos pide que seamos verídicos, así como El.

Nos pide que perdonemos, como El perdonó.

Nos pide que seamos justos con todos, así como El.

Nos pide que honremos a nuestros padres, tal como El.

Nos pide que amemos su Evangelio, así como El.

Nos pide que guardemos santo el día de reposo, como Él lo hizo.

Nos pide que andemos por la vía en que El anduvo teniendo fe en que, si lo hacemos, Él nos cuidará. Considerad los lirios del campo y las aves del cielo. ¿No somos nosotros mucho más que ellos? (Véase Mateo 6:26-28.)

El resistió la tentación, y nosotros también debemos hacerlo.

El nunca olvidó que debía orar, y nosotros tampoco debemos olvidarlo.

El nunca olvidó a Su Padre Celestial, y nosotros tampoco debemos hacerlo.

Nuestro gran Redentor nos llama a ser leales al tomar la antorcha de nuestro destino. No le desilusionemos jamás; aunque la iniquidad abunde en el mundo y la violencia aumente a diario, si le somos fieles, Él nos cuidará.

Él ha prometido proteger a los justos aunque para eso tenga que enviar fuego del cielo.

Si le somos fieles, Él nos será fiel.

Y, ¿quién es El?

Es nuestro Salvador y nuestro Dios, y nuestro Amigo misericordioso y comprensivo.

Y, ¿quiénes somos nosotros? Somos su pueblo escogido de la época actual. Somos los Santos de los Últimos Días, los Santos de los Últimos Días para Cristo.

Cantemos todos a Jesús, honor y gran loor; a El que en la cruz murió, el mundo a salvar.

Cantemos, pues al Rey Jesús honor y gran loor, pues con su sangre nos salvó, de muerte y dolor.

(Himnos de Sión, 156.)

En el nombre del Señor Jesucristo. Amén.

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