Defended vuestras convicciones

Agosto de 1979
Defended vuestras convicciones
Por el élder James E. Faust
Del Consejo de los Doce

(Discurso pronunciado en la Conferencia de Área de Canadá, en agosto de 1979.)

James E. FaustMis queridos hermanos y hermanas, siempre es un placer para mí reunirme con los santos.

La Iglesia a la cual pertenecemos tiene ahora un reconocimiento mundial. Representa muchas virtudes, incluyendo la integridad, la honestidad y un alto propósito moral. Y como institución defiende y practica algo que es contrario a las normas y moralidad actuales.

Nosotros, los miembros de la Iglesia, tenemos una identidad particular. Cada uno de nosotros es un ejemplo, ya sea fuerte o débil, bueno o mediocre.

Quisiera hablar de la importancia de que cada miembro defienda y observe plena, completa y abiertamente lo que la Iglesia debe representar en nuestra vida.

En Apocalipsis hay una fuerte amonestación para aquellos que no se manifiestan ni en pro ni en contra de algo:

“Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente!

“Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca.” (Apocalipsis 3:15-16.)

Se me ha persuadido, casi en contra de mi propio criterio, a que os relate una historia. Os pido que seáis pacientes y me perdonéis, porque se trata de una experiencia personal.

En 1942, aciago año de guerra, me inscribí en la Fuerza Aérea de los Estados Unidos como soldado raso. Una fría noche, me asignaron a servir de guardia durante la noche entera. Al caminar por mi puesto tiritando y tratando de mantenerme despierto, medité y reflexioné a lo largo de esa miserable noche. Ya para la mañana había llegado a algunas conclusiones bastante firmes.

Estaba comprometido para casarme, y comprendía que no podría mantener una esposa con el pago que recibía como soldado raso. Pensaba que tendría que llegar a ser oficial. Al cabo de un par de días, después de esa noche de guardia, hice solicitud para inscribirme en la escuela de entrenamiento de oficiales. Poco después, en el día fijado, se me notificó, junto con algunos otros, que compareciera ante la Junta de Investigación, la cual examinaría mi aptitud y calificaciones. Estas últimas eran muy escasas, pero había cursado dos años de estudios universitarios y había cumplido una misión para la Iglesia en Sud América. Además, tenía veintidós años y gozaba de buena salud. Como era tan carente de calificaciones, me alegró poder poner en el formulario de solicitud que había sido misionero para la Iglesia.

Las preguntas que me hicieron los oficiales de la Junta de Investigación me sorprendieron. Casi todas se concentraban en mi servicio misional y mis creencias: “¿Fuma usted?”

“¿Qué opina usted de otros que fuman y toman?” No me fue difícil contestar éstas.

“¿Acostumbra usted orar?” “¿Piensa usted que un oficial debe orar?” El oficial que me hacía estas últimas preguntas era un aguerrido militar de carrera y no me parecía ser una persona que orara muy frecuentemente. Pensé: “¿Le ofendería si le respondiera según realmente creo? ¿Debería darle una respuesta neutral y decir solamente que la oración es un asunto personal?” Deseaba mucho ser oficial para no tener que pasar las noches en vela como guardia y cumplir otros deberes insignificantes, pero mayormente para que mi novia y yo pudiéramos tener los medios para poder casarnos.

Decidí no titubear, y respondí que sí, que oraba y que pensaba que los oficiales podían buscar la dirección divina como lo habían hecho algunos grandes generales. Agregué que en determinados momentos los oficiales deben estar preparados para dirigir a sus hombres en todas las actividades apropiadas, incluso en la oración si fuera necesario.

Mis examinadores me hicieron más preguntas interesantes. “Durante las épocas de guerra, ¿no se podría transigir en el código moral?” preguntó un oficial de alto rango. “¿No pueden los hombres, debido al trauma de la batalla, justificar el hacer algunas cosas que no harían en su casa bajo condiciones normales?”

En esto vi una oportunidad de formular una respuesta ambigua, para ganar una ventaja y mostrarme verdaderamente liberal. Yo sabía perfectamente bien que los hombres que me hacían esta pregunta no vivían de acuerdo con las normas que se me habían enseñado, que yo seguía, y que yo mismo había enseñado. Pensé: “Ya se acabó mi oportunidad para ser oficial.” Como un relámpago pasó por mi mente el pensamiento de que quizás pudiera mantenerme fiel a mis principios y contestar que tenía mis propias creencias sobre el tema de la moralidad, pero que no quería imponer mis ideas sobre otros. Mas me pareció que veía en la mente las caras de las muchas personas a quienes había enseñado la ley de castidad cuando era misionero. Yo sabía perfectamente bien lo que dicen las Escrituras acerca de la fornicación y el adulterio.

No podía demorar por más tiempo mi respuesta, y contesté la pregunta acerca de la moralidad diciendo simplemente: “Yo no creo que pueda haber una norma doble de conducta moral.”

Hubo unas cuantas preguntas más, indagando, creo, acerca de si yo me esforzaba por vivir de acuerdo con lo que nuestra religión representa ante el mundo. Salí de la audiencia resignado a la realidad de que las respuestas que había dado sobre nuestras creencias no habían satisfecho a aquellos oficiales veteranos, y que seguramente me darían una calificación muy baja. Unos días después, cuando se anunciaron los resultados de los exámenes, cuál no sería mi sorpresa al leer que mi calificación era de noventa y cinco por ciento. Me quedé asombrado. Yo estuve entre los del primer grupo que entró en la escuela para oficiales, y tuvieron que elevarme al rango de cabo para darme entrada a la escuela. Me gradué, llegué a ser segundo teniente, me casé con mi novia, y vivimos felices a partir de entonces.

Aquélla fue una de las encrucijadas más críticas de mi vida, una de las muchísimas oportunidades en que me fue necesario detenerme, examinar mi alma, y como todos vosotros, ser reconocido por mis creencias. No todas las experiencias en esas oportunidades resultaron como yo hubiera querido, pero siempre han fortalecido mi fe y me han preparado para las otras ocasiones, cuando el resultado fue diferente.

De aquélla y muchas otras experiencias, he aprendido que aun cuando otros no acepten las creencias de uno, respetarán a la persona que está dispuesta a defenderlas aunque éstas les parezcan inadmisibles.

También existen aquellas personas que son insensibles. Logran cierto nivel de creencia en el corazón y la mente, pero a causa de temores sociales, familiares, económicos o políticos, no pueden mantenerse aferrados a la verdad. Festo le dijo a Pablo que “las muchas letras te vuelven loco” (Hechos 26:24). La respuesta de Pablo fue:

“Pues el rey sabe estas cosas, delante de quien también hablo con toda confianza. Porque no pienso que ignora nada de esto; pues no se ha hecho esto en ningún rincón.

“¿Crees, oh rey Agripa, a los profetas? Yo sé que crees.

“Entonces Agripa dijo a Pablo [unas de las palabras más tristes en todo el sagrado registro: Por poco me persuades a ser cristiano.” (Hechos 26:26-28.)

Por poco. ¡Qué sonido tan desgarrador hacen la expresión “por poco” y otras equivalentes! “Por poco” algunos de nuestros miembros observan la Palabra de Sabiduría, “por poco” asisten a las reuniones del sacerdocio o sacramentales, o “por poco” tienen la noche de hogar familiar. Algunos de nosotros casi —por poco— pagamos los diezmos.

Desde el tiempo del Salvador ha habido aquellos que creían, pero que a causa de las presiones sociales han tenido miedo de ser conocidos públicamente como creyentes. Juan habla de los gobernantes que temían el desprecio social:

“Con todo eso, aun de los gobernantes, muchos creyeron en él; pero a causa de los fariseos no lo confesaban, para no ser expulsados de la sinagoga.

“Porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios.” (Juan 12:42-43.)

Dijo Pablo a los corintios:

“Así que, hermanos míos amados, estad firmes y constantes, creciendo en la obra del Señor siempre, sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano.” (1 Corintios 15:58.)

Hace algunos meses mi esposa y yo tuvimos el privilegio de escuchar el testimonio de la hermana Fay Richardson, esposa del obispo Richard Richardson de la Estaca Nottingham, Inglaterra. La hermana Richardson dijo, y con su permiso, cito:

“Hace mucho tiempo, durante una lección sobre la religión en una clase en el colegio, aprendí a no ser pasiva en cuanto a mi testimonio. Yo tenía catorce años, y después de preguntarnos a todos cuáles eran nuestras religiones, el maestro nos preguntó: ¿Cuántos de ustedes saben que Dios vive?

“Me abochorné y me ruboricé, y pensé: Oh, no, ahora tendré que decir lo que sé. Sabía instintivamente que ninguno levantaría la mano, porque los otros eran demasiado sofisticados como para creer en Dios, pero lentamente levanté la mía. Entonces, sintiéndome algo desconcertada y consciente del hecho de que todos me miraban, dije: ‘Bueno, supongo que sí’.

“¡Cómo deseé no haber dicho eso! Había añadido dudas a lo que pudiera haber sido un testimonio firme. Durante los años que siguieron, frecuentemente soñaba que podía pararme intrépidamente ante aquella misma clase y dar un firme testimonio del Dios viviente. Deseaba una y otra vez poder vivir de nuevo aquella experiencia para decirles precisamente cuánto quería a mi Padre Celestial. Afortunadamente, aprendí de la experiencia, y nunca más he dicho, ‘supongo que sí’, en lo que se refiere al evangelio.”

“Hace algún tiempo se presentaba la película, Mormons, Factand Fantasy —Los mormones, la verdad y la fantasía— Se presentaba en una de las salas en la biblioteca pública en Nottingham. Mi esposo pensaba ir allá directamente de su trabajo, y pensé que yo también debía estar.

Así subí al ómnibus y fui allá con nuestros tres hijos.

“Una media hora antes de comenzar la película, se oyó la voz de alguien: ‘¿Podríamos tener algunos voluntarios que salieran a la calle para repartir folletos?’ Pensé: Sí, eso es lo que debería estar haciendo. Es por eso que vine. Entonces algo dentro de mí me dijo: ‘Tú realmente no quieres hacer eso, ¿verdad? Tienes miedo de hablar con todos esos extranjeros.’ Pensé: ¡Es cierto, tengo miedo!

“Así que permanecí allí, con esa furiosa batalla dentro de mí; de pronto miré hacia abajo. Tres caritas me miraban. Pertenecían a las tres personas que son tan importantes para mí. Pensé: ¿Qué tipo de madre seña si no les demostrara mi fe por mis obras? Hemos pasado mucho tiempo enseñando el evangelio a nuestros hijos, y sabía que podría echarse a perder mucho de aquella enseñanza si yo no pusiera en práctica lo que había enseñado. Sabía lo que tenía que hacer.

“Tomamos algunos folletos y mi hijita mayor llevó un cartel anunciando la película, y descendimos a la calle. Ignoro si alguna de las personas a quienes invitamos realmente fueron a ver la película, pero estaba contenta de estar haciendo lo que nos correspondía hacer, y de tener la oportunidad de demostrar a nuestros hijitos que compartir el evangelio no es meramente algo de lo cual hablamos de cuando en cuando en las noches de hogar.”

Una de las maneras en que los miembros de la Iglesia demuestran su apoyo de lo que creen es el pago de los diezmos y ofrendas. Al hacerlo, son bendecidos, aprenden a manejar y presupuestar sus asuntos financieros, llegan a ser mejores mayordomos de lo que les queda de su dinero, aumenta su fe.

Una de las sorpresas más grandes de mi vida la recibí cuando siendo un joven obispo vi por primera vez los registros de los diezmos en mi barrio. Era el mismo barrio en donde me había criado. Muchos de los miembros de ese barrio habían sido mis maestros; todos eran mis amigos, me habían enseñado, eran mis héroes. Los quería a todos y sentía que me querían a mí también. Pero me chocó en extremo el saber que muchos entre aquellos que se ponían de pie el día de ayuno y afirmaban una profunda y constante fe en Dios y en su santa obra sobre la faz de la tierra vacilaban en su fe en cuanto al pago de los diezmos.

Muchos de nosotros fallamos, muchos tropezamos, y yo creo firmemente en el principio de la “segunda oportunidad”. Pero el principio de la segunda oportunidad significa que una vez hallados débiles, como Pedro cuando negó haber conocido al Salvador, después llegamos a ser inquebrantables en la fe, como los lamanitas mencionados en 3 Nefi:

“. . . eran firmes, inquebrantables e inmutables; y estaban dispuestos a guardar los mandamientos de Dios con toda diligencia.” (3 Nefi 6:14.)

No podemos disimular lo que somos a pesar de lo mucho que nos esforcemos. Cuando tratamos de engañar sólo nos engañamos a nosotros mismos. Somos como el emperador en el cuento de hadas a quien le engañaron hasta el punto de creer que estaba vestido con hermosa ropa, cuando en verdad no tenía nada encima.

A los que son firmes, inquebrantables e inmutables se les darán grandes poderes escondidos e insospechados, y serán investidos con recursos espirituales plenos y potentes.

Quisiera terminar afirmando las más profundas convicciones de mi alma concerniente a la sagrada obra en que estamos embarcados. El cabeza y dirigente de esta Iglesia es nuestro Señor y Salvador Jesucristo. El dirige y guía la obra por medio del presidente Spencer W. Kimball, que a su vez dirige las labores del reino aquí sobre la tierra.

Esta Iglesia es la del Señor, y Su obra y gloria se llevan a cabo en muchas tierras bajo Su dirección.

Testifico de la divinidad de esta obra en el nombre de Jesucristo. Amén.

Hablad al respecto
Después de leer este artículo, ya sea individualmente o con toda la familia, quizás quiera considerar las siguientes preguntas durante un período de estudio del evangelio.

  1. El artículo examina la amonestación del Señor a aquellos cuya fe es débil. ¿Cómo es posible aumentar el testimonio?
  2. La obediencia a la Palabra de Sabiduría y el código moral se analiza como una posible prueba de la fe de alguien. Analice otras enseñanzas que nos brinden oportunidades para manifestar y expresar nuestro deseo de seguir las enseñanzas del Señor y no las del mundo.
  3. ¿Es necesario adaptarse a lo que hacen la mayoría de las personas para tener éxito en la vida o para ser feliz?
  4. ¿Cuál debe ser nuestra reacción si otros nos evitan por ser nosotros fieles a las enseñanzas del Señor? ¿Cuáles son las recompensas que Él nos reserva por nuestra fidelidad?
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