Marzo de 1983
¿Es malo ser “diferente»?
Por el élder William Grant Bangerter
Del Primer Quórum de los Setenta
Uno de los grandes pasajes de las Escrituras se encuentra en la Primera Epístola de Pedro en la cual nos dice la clase de personas que debemos ser. Yo pienso en esto especialmente relacionado con la juventud:
‘‘Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable.” (1 Pedro 2:9.)
No sé si todos los jóvenes entienden lo que se espera de ellos como miembros de la Iglesia de Jesucristo, pero somos una generación escogida, hemos sido llamados del mundo por medio del conocimiento de la restauración del evangelio, para vivir en estricto acuerdo con los principios del Evangelio de Jesucristo. Llegamos a ser “real sacerdocio” al ser bendecidos por las ordenanzas del evangelio y sellados a otras personas en la tierra.
“Y haré de ti una nación grande y te bendeciré sobremanera, y engrandeceré tu nombre entre todas las naciones, y serás una bendición a tu descendencia después de ti, para que en sus manos lleven este ministerio y sacerdocio a todas las naciones.” (Abraham 2:9.)
Nos convertimos en “nación santa” por las bendiciones que se nos administran. Las podemos contar, y en algunos casos empiezan al poco tiempo de nuestro nacimiento cuando recibimos un nombre y una bendición. Posteriormente recibimos la bendición del bautismo y la confirmación en la Iglesia; a esto le sigue una bendición patriarcal en el tiempo debido, para guiarnos y dirigirnos en nuestro paso por la tierra. Los jovencitos reciben el Sacerdocio Aarónico, y la bendición continúa cuando reciben el Sacerdocio de Melquisedec. Las hermanas reciben las bendiciones del sacerdocio en sus hogares, en sus barrios, en sus matrimonios, y en sus experiencias en el templo. Todos los miembros de la Iglesia tienen el derecho especial de recibirlas por medio de sus padres, cuando se les bendice por motivo de enfermedad, o en muchas otras ocasiones en su vida. Todo esto nos hace una nación santa.
La última parte de la explicación que nos da Pedro nos dice que somos un “pueblo adquirido por Dios”, lo cual significa que somos diferentes. No sé si a los jóvenes les gustaría saber que, desde ese punto de vista, se les podría catalogar de “raros”; por supuesto, éste a menudo no es un término halagador. Pero el hecho es que no somos simplemente como los demás, y debido a esta diferencia algunas personas nos llamarían “anticuados”.
He tenido muchas experiencias que me han ayudado a comprender que el tener fama de “anticuado” no siempre es malo.
Las experiencias a las que me referiré sucedieron en el tiempo en que serví en la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque no estuve en las zonas de combate, tuve muchas experiencias al vivir por cuatro años rodeado de hombres que no eran miembros de la Iglesia; en la mayoría de los casos, casi sin excepción, muy pocos de mis conocidos en el servicio militar lo eran. Aprendí a pilotar aviones y me hice instructor, y, por lo general, tuve una buena relación con mis compañeros; usualmente los jóvenes con quienes trataba eran buenas personas, y a pesar de que a menudo nos hacíamos bromas y nos tomábamos el pelo, nunca me ridiculizaron por ser un Santo de los Últimos Días. De hecho, me di cuenta de que mis compañeros me respetaban, aunque ellos no vivieran como yo lo hacía.
Engrosé las filas militares después de haber regresado de la misión; mis compañeros sabían que yo había sido misionero, lo que para ellos significaba “pastor”. Recuerdo cuando descansaba en mi tienda de campaña junto a un joven del estado de Tennessee que regularmente me miraba con una expresión de incredulidad. Cuando le preguntaba qué le pasaba, me decía:
—No puedo creerlo. Durante toda mi niñez tuve la imagen de que los pastores eran personas tan altamente respetadas que apenas nos atrevíamos a hablarles, y aquí estoy nada menos que durmiendo junto a uno de ellos en esta tienda.
Puesto que algunos de mis compañeros tomaban parte en actividades que no son bien vistas por los Santos de los Últimos Días, tales como fumar o tomar, decir obscenidades y cometer actos inmorales, era obvio que no les preocupaba lo que el Señor quería que hicieran. Sin embargo, al llegar los momentos de dificultades, su actitud cambiaba. A uno de estos muchachos, de los que no se sentía muy favorablemente impresionados con la forma de vida de un ex misionero, le tocó lo que se llama un vuelo de eliminación, y sabía que si ese día no pasaba el examen, no se le permitiría pilotar en la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. Recuerdo cuando vino a mí y en tono muy solemne y humilde me dijo con lágrimas en los ojos:
—William, te suplico que ores por mí; lo necesito.
Un día el instructor nos estaba dando explicaciones a cinco de nosotros en el cuarto donde esperábamos las instrucciones para volar. Estaba fumando un cigarrillo, y me lo dio para que yo se lo tuviera mientras hacía la demostración (debido a esta circunstancia yo tuve el “privilegio” de tener entre mis manos mi primer cigarrillo). Cuando terminó su demostración en la pizarra, tomó el cigarrillo y entonces me dijo:
—Señor Bangerter, le pido me disculpe por haberle dado mi cigarrillo; yo sé que usted no fuma, ¿no es así?
Le contesté:
—No señor, no fumo.
Después me preguntó:
— ¿Tampoco toma?
Le respondí:
—No, señor.
Luego me preguntó:
— ¿Toma té?
—No, señor.
— ¿Toma café?
—No señor.
Se volvió entonces hacia los otros cuatro alumnos que estaban de pie juntos y les dijo:
—Caballeros, eso se llama la “Palabra de Sabiduría”; todos nosotros seríamos más saludables si viviéramos de esa manera.
Podéis comprender que me sentí orgulloso por esa experiencia.
Otro día estaba volando en el avión con el comandante de mi escuadrón. Yo andaba por los veintitrés años y él por los cuarenta; era un hombre educado y de buenos modales. Después de que terminamos nuestro vuelo y aterrizamos, estábamos llevando el avión hacia la zona de estacionamiento cuando otro avión nos pasó de tal manera que disgustó al comandante. Le dio un vistazo al otro piloto y me dijo con voz de enojo:
— ¡A dónde piensa que va ese tal por cual! —y blasfemó.
Estacionamos el avión y apagamos el motor. Mientras me bajaba, se volvió hacia mí y me dijo:
—Señor Bangerter, le pido disculpas por la forma en que me expresé. Olvidé por un momento que era usted quien iba conmigo en el avión.
Por supuesto que me di cuenta durante todos esos años de que me consideraban diferente. Algunas personas quizás pensaran que yo era diferente. Sin embargo, aquellos con quienes me relacionaba con frecuencia me expresaban su admiración por la forma en que vivía. Nunca fue necesario que violara mis principios, que me quitara el gárment del templo, o que me disculpara por ser Santo de los Últimos Días. En más de una ocasión durante nuestro entrenamiento, mis compañeros se reunían para una fiesta de despedida o por cualquier otro acontecimiento especial para una cena en la cual, naturalmente, abundaban las bebidas alcohólicas. Muchos de mis compañeros se me acercaban antes de la cena y me pedían por favor que tuviera la bondad de llevarlos en el auto de regreso a su casa, ya que no podrían confiar en sí mismos para manejar, una vez terminada la fiesta.
Con toda honestidad puedo decir que ninguna persona que no sea miembro de la Iglesia ha tratado en ningún momento de inducirme a olvidarme de mis principios. Los únicos que recuerdo que han tratado de convencerme de abandonarlos o me han ridiculizado por ellos han sido los miembros de la Iglesia que no viven de acuerdo con sus normas.
Sé que es una bendición defender los principios de verdad y rectitud. Las personas que valorizan su carácter y reputación se sentirán honradas de ser parte de la generación escogida y de ser reconocidas como representantes de un pueblo noble y diferente, “adquirido por Dios”. Ojalá pueda siempre encontrar jóvenes de este tipo, que pertenecen a una categoría bien fundada y con una base sólida.

























