Noviembre de 1982
Los templos y la obra que se realiza en ellos
Por el presidente Gordon B. Hinckley
Consejero en la Primera Presidencia
Los templos de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días son una significativa forma de expresar a todo el mundo la fe que los millones de santos tenemos en la inmortalidad del alma. Todo lo que se lleva a cabo en estos templos sagrados se basa en la creencia de que todo ser mortal que ha vivido o viva sobre la tierra es realmente inmortal. Para aquellos que visitan estos lugares sagrados del Señor, esto es más que una creencia, es un hecho basado en una fuerte convicción personal.
Si no existiera tal convicción, las enormes cantidades de dinero que se gastan para la construcción y el mantenimiento de los templos no tendrían ningún objetivo, ni tampoco las incontables horas de servicio que allí se prestan.
Por supuesto, hay muchos que creen en la inmortalidad del alma. Todo cristiano que acepta la resurrección del Salvador como un hecho real cree en la inmortalidad del alma. De la misma manera, muchos que no son cristianos enseñan que la vida es eterna. Desde el principio de los tiempos, la muerte ha sido para la raza humana un gran misterio. Los hombres y mujeres de todas las épocas han reflexionado sobre la misma pregunta que se hizo Job: “Si un hombre muriere, ¿volverá a vivir?” (Job 14:14.) Su respuesta se encuentra en las enseñanzas del Salvador y sus profetas, cuyas declaraciones sobre la vida eterna son tan claras que brillan como la luz del mediodía. Las palabras que Jesús dirigió a la desconsolada Marta se han convertido en un pilar de fortaleza para aquellos que creen:
“Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.
“Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente.” (Juan 11:25-26.)
De la misma manera, las palabras de Pablo testifican de la redención divina a través de los siglos:
“Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados.” (1 Corintios 15:22.)
Verdaderamente, la salvación vino a todo el género humano a través del Hijo de Dios, quien dio su vida para que todos pudieran vivir nuevamente.
Pero existe una meta más allá de la resurrección: es la exaltación en el reino de nuestro Padre, y la podremos alcanzar únicamente mediante la obediencia a sus mandamientos. Comienza con el hecho de que lo aceptamos como nuestro Padre Eterno y a su Hijo como nuestro Salvador viviente, e incluye la participación en varias ordenanzas, todas las cuales son importantes y necesarias. La primera de ellas es el bautismo por inmersión, sin la cual, de acuerdo con el Salvador, una persona “no puede entrar en el reino de Dios” (Juan 3:5). Este bautismo va acompañado del nacimiento del Espíritu, el don del Espíritu Santo. Luego, con el correr de los años, el hombre es ordenado al sacerdocio y, consecuentemente, los hombres y mujeres dignos reciben la bendición de poder entrar en el templo. Estas bendiciones del templo incluyen el lavamiento y la unción para poder estar limpios ante el Señor; abarcan una ceremonia de investidura en la que recibimos instrucciones y contraemos obligaciones y se nos prometen bendiciones que nos inducen a comportamos de acuerdo con los principios del evangelio. También incluyen las ordenanzas selladoras por las cuales todo lo que se ate en la tierra “será atado en el cielo” (véase Mateo 18:18) para la continuidad de la familia.
Estas son experiencias hermosas para el beneficio de los que participan en ellas; pero lo que las hace exclusivas entre todas las ordenanzas religiosas es el hecho de que sus consecuencias son eternas.
Un templo es una casa de Dios, y Él es Eterno. Fue a petición de El que se construyeron casas especiales y sagradas para que se pudieran administrar esas ordenanzas eternas. No existe sobre la faz de la tierra ningún edificio que pueda reemplazar lo sagrado de ese recinto.
Pero si las bendiciones que el templo representa estuvieran a disposición sólo del número reducido de miembros fieles, merecedores de ellas en la actualidad, considerando los miles de millones de hijos de nuestro Padre Celestial que han vivido sobre la tierra, dichas ordenanzas eternas constituirían un privilegio exclusivo al alcance de sólo unos cuantos. Por causa del gran amor que tiene por Sus hijos, nuestro Padre Celestial nos ha preparado el camino para que todos los que han vivido y vivan sobre la tierra tengan la oportunidad de aceptarlas y beneficiarse con estas ordenanzas sagradas del templo.
El dar a todos esa posibilidad es el objeto y la bendición de la gran obra vicaria que se lleva a cabo en la Casa del Señor. ¡Qué maravilloso y extraordinario es que las bendiciones de las ordenanzas terrenales para los que han muerto dependan de aquellos que están en la tierra y pueden llevar a cabo la obra por los que vivieron y se han ido sin la oportunidad de escuchar el evangelio y aceptarlo! En el mundo de los espíritus, no hay compulsión para que éstos acepten las ordenanzas que se hacen por ellos; pero a nosotros sí nos apremia el Señor, de quien proviene el plan de salvación, a que les proporcionemos la oportunidad a los que han abandonado esta vida. El trabajo realizado de esa manera es extraordinario y a la vez único. Es una gran obra de amor, efectuada sin reservas y ofrecida generosamente.
Al observar los millones de Santos de los Últimos Días que ofrecen sus servicios en los templos del Señor como representantes de las personas fallecidas, me maravillo y le agradezco al Todopoderoso por el camino que El trazó para bendecir a todos Sus hijos y darles la fe que se requiere para llevar a cabo esta obra sin ningún interés personal.
Las personas que realizan tan admirable servicio no esperan nada a cambio, ni siquiera reciben las gracias. Es cierto que ha habido manifestaciones de agradecimiento de parte de los que se encuentran del otro lado hacia los que están en la mortalidad, pero éstas son excepciones. Los que trabajan en los templos no están a la espera de tales manifestaciones. Hacen el servicio que efectúan con fe y conocimiento, y con la convicción que reciben por el poder del Espíritu Santo, y lo repiten día a día y año tras año. Toda clase de trabajo que se ejecuta en cualquier lugar tiene su remuneración, su compensación por el servicio rendido. Pero aunque es posible que en un lejano futuro quien ha servido en el templo como representante de una persona fallecida reciba los agradecimientos de parte de los que se beneficiaron con tal servicio, esto no es, por supuesto, lo que motiva a los hermanos que pasan horas sirviendo al Señor en su Casa, fiel y devotamente.
¡Reflexionad en lo maravilloso de esta obra! Su cumplimiento lleva el espíritu del Cristo, quien ofreció su vida para el beneficio de la humanidad, tan bien como cualquier otro servicio en el cual puedo pensar. Los que trabajan en los templos lo hacen motivados por la generosidad y el desinterés más grande que se puedan imaginar, virtudes que el mundo necesita mucho en la actualidad.
Pero como en toda obra del Señor, en ésta también hay bendiciones implicadas, tanto temporales como eternas. Con razón ha dicho el Salvador de todos los que con amor y dedicación toman parte en su obra: “El que busca salvar su vida, la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará.” (Mateo 10:39, traducción de José Smith.)
























