Noviembre de 1982
¿Podemos substituir al señor?
Por Paul James Toscano
Nunca olvidaré el día en que recibí mi último cambio como misionero. Ya lo esperaba, pues el presidente había indicado que habría cambios entre los líderes misionales y yo estaba seguro de que sería nombrado líder de zona para los últimos seis meses que me quedaban en la misión.
Cuando me llegó la noticia, nerviosamente abrí el sobre y saqué la carta, escrita en el papel membretado de la misión. Rápidamente busqué en la página mi nueva asignación y, para mi consternación, no encontré lo que estaba buscando.
Me invadió una sensación de temor y sentí que se me formaba un nudo de dolor en la boca del estómago. Volví a leer la carta, esa vez con más atención. La asignación era para terminar la misión como compañero mayor en Génova, ciudad del norte de Italia situada a orillas del Mar Tirreno. Y nada más.
Hice grandes esfuerzos por esconder de mi compañero la amarga desilusión que sentía, pero comprendí que él se daba cuenta de que algo me había pasado. Afuera, los rayos del sol primaveral se filtraban a través de las nubes y la luz vespertina bruñía los adoquines de las calles y aceras de Florencia. En las ventanas de los edificios las macetas con flores ponían una nota de color.
Los tacos de nuestros zapatos golpeaban acompasadamente mientras caminábamos por los angostos pasajes que conducían al Mercado del Cerdo, un lugar de ventas al aire libre llamado así por el gran cerdo de bronce que guarda uno de sus muchos portones de entrada. El mercado estaba lleno de mujeres que palpaban suavemente las verduras y las frutas maduras; en los portales se veían colgados quesos de bonitas formas y sartas de chorizos que despedían un fuerte aroma; había puestos adornados con hilos y cintas y con piezas de telas multicolores: sencillos lienzos, ricos damascos, cálidas lanas, finos encajes, y cueros bien curtidos y suaves que todavía conservaban su olor característico. Mesas y mostradores estaban atestados de ídolos de madera, tapetes, cuadros, estatuillas de mármol y delicadas piezas de cristal de Venecia; por todos lados se oía el bullicio característico de los clientes que regateaban y los vendedores que se movían con destreza entre su mercancía.
Tratando de mantenernos alejados de la multitud, caminamos cerca del puente que atraviesa las fangosas aguas del río Amo. Allí le conté a mi compañero lo del cambio y del gran desánimo que sentía porque no me habían concedido aquel cargo directivo que esperaba; le hablé de los esfuerzos que había hecho para ser un buen compañero mayor y un buen líder de distrito, de cómo había trabajado muchas horas desinteresadas, casi hasta el límite de mis fuerzas y sin que nadie me lo agradeciera, como historiador y encargado del registro en la oficina de la misión. Le dije que había puesto lo mejor de mí tratando de ser un buen misionero y lo amargamente desalentado que me sentía al ver que, en los últimos meses de la misión, en lugar de ser llamado como líder de zona, debía trabajar solamente como compañero mayor.
Cuando terminé de hablar, nos quedamos en silencio por un momento y, finalmente, mi compañero me dijo precisamente las palabras que yo no quería oír, las mismas que me había repetido yo tan a menudo: “Lo importante no es dónde sirvas, sino cómo”.
En ese momento me encontraba ya al borde de las lágrimas. Sabía que lo que él me había dicho era verdad; lo había oído toda mi vida en la Iglesia y lo creía con todo mi corazón. Pero aun así no había podido liberarme del íntimo deseo de ser un líder en la misión, a pesar de que hubiera querido llegar hasta el fondo de mi alma y arrancar de raíz ese anhelo; pero había sido incapaz de ello hasta ese momento. Había tratado de desecharlo por medio de la oración; había hecho de cuenta que no existía; había luchado contra él con todas mis fuerzas. Pero no había logrado deshacerme de él y era imposible que siguiera engañándome; tenía que enfrentar la realidad: había estado actuando en la forma correcta, pero había sido motivado por razones equivocadas.
En aquel momento me encontraba más cerca que nunca de la total desesperanza; me sentía indigno y despreciable, lleno de anhelos y motivaciones impuros. Me parecía que toda mi existencia era una mentira y ni siquiera deseaba seguir viviendo.
Allí, junto al arco de piedra de aquel viejo puente, supliqué al Señor su ayuda en una de las oraciones más sinceras que había ofrecido en mi vida: ¿Por qué, por qué no podía estar satisfecho con lo que tenía? ¿Por qué me había atormentado ese deseo durante toda la misión? ¿Qué estaba tratando de encontrar? ¿Qué podría hacerme sentir feliz? ¡Oh, Señor!, exclamé. ¿Qué me pasa? ¿Qué es lo que quiero? ¿Cómo puedo encontrar la paz?
Fue precisamente en aquel momento en que la perspectiva parecía más negra, en el momento en que yo no pude soportar más el sabor de mí propia amargura, que súbitamente me invadió una comprensión esclarecedora que resplandeció dentro de mí como una luz en medio de las tinieblas. Fue como si una voz me hubiera hablado —no una voz interior, de mi propia mente, sino otra de una mente grandiosa—, como si alguien me hubiera dicho: “Lo que realmente estás buscando es una señal de que Jesucristo te acepta. Pero un llamamiento no es ninguna indicación de ello; la verdadera señal sólo te la puede dar el Espíritu Santo.”
Por unos momentos sólo pude pensar en el nombre del Salvador del mundo. Ese sagrado nombre llenó todo mi ser como si nada más existiera ni tuviera importancia. Y durante aquellos preciosos segundos, me invadieron un alivio y un gozo inexpresables.
Comencé entonces a comprender la verdad: Lo que más deseaba era poder saber que yo tenía algún valor, que había complacido al Señor y que hasta cierto punto me había hecho merecedor de su amor y su confianza.
Hasta ese momento había esperado un llamamiento como signo de mi valía y de que era aceptable ante el presidente de la misión, ante la Iglesia y, sobre todo, ante el Señor. Pero había olvidado de que un cargo en la Iglesia no es un signo que el Señor da a aquellos a quienes ha aceptado, sino que la verdadera señal de Su aprobación es el Espíritu Santo: su poder, sus frutos, sus dones.
Sin esa comprensión que recibí aquel día en Florencia, supongo que podría haber continuado procurando llamamientos cada vez más altos e importantes y sintiéndome, al mismo tiempo, cada vez más desilusionado e insatisfecho. Es extraño, pero a veces en el fondo no queremos realmente aquello que hemos buscado con tanto afán y, por lo tanto, nunca estaremos satisfechos con lo que logremos. No hay substituto que sea bastante bueno.
En mi caso, yo había procurado substituir el Espíritu, el amor y la aprobación de Jesucristo con un llamamiento en la Iglesia. Pero, en los años que siguieron a aquel último cambio en la misión, he aprendido que no hay llamamiento, ni posesión mundana, ni honor académico, ni riquezas o prestigio, ni nada terrenal que pueda substituir el conocimiento de Cristo y de que somos aceptables para EL Este conocimiento es el mayor consuelo que podemos encontrar.
Allá, en aquel viejo puente de piedra, aprendí que el Señor puede quitamos nuestros sueños y esperanzas, aun nuestra vida y la de nuestros seres queridos; puede tomar nuestro tiempo, talentos, riquezas, poder, mente y fortaleza, no porque los necesite o los quiera para sí, sino para asegurarse de que ninguna de estas cosas se convierte en algo más importante que El en nuestra vida; quiere asegurarse de que ninguna pueda convertirse en un ídolo o dios falso al que adoremos en lugar del Dios verdadero.
Si de una cosa estoy seguro, es de que sé, por el poder del Espíritu Santo —un poder más digno de confianza que todos nuestros sentidos— que Jesús de Nazaret, el que fue crucificado, se levantó de los muertos y vive. Y sé que volverá a la tierra. Y cuando lo haga, “se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles” (1 Corintios 15:52); y que todos aquellos que lo amen y hayan esperado anhelantes Su venida lo verán en las nubes, en medio de Su gloria, y serán arrebatados para encontrarse triunfantes con El.
En aquel día sabremos, en una forma que ahora no comprendemos, que no hay ni habrá nunca un substituto de Jesucristo, nuestro Señor.
Nuestra vida no es una competencia con los demás, sino con el propio yo. Debemos procurar diariamente adquirir mayor fortaleza, ser más verídicos, mejores; cada día debemos dominar más debilidades; reparar a diario un error; superamos día tras día.
Elder David B. Haight
























