Abril de 1983
«Y… Lloró amargamente»
Por el presidente Gordon B. Hinckley
Segundo Consejero en la Primera Presidencia
Una vez que la Ultima Cena hubo concluido, Jesús y sus discípulos salieron de Jerusalén y se dirigieron al Monte de los Olivos. Sabiendo que pronto tendría que pasar la amarga prueba, El habló con aquellos a quienes amaba y les dijo:
“Todos vosotros os escandalizaréis de mí esta noche…” (en otras palabras se apartarán del verdadero sendero).
“Respondiendo Pedro, le dijo: Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré.
“Jesús le dijo: De cierto te digo que esta noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces.
“Pedro le dijo: Aunque me sea necesario morir contigo, no te negaré.” (Mateo 26:31, 33-35.)
Poco después sobrevino la agonía terrible en el Jardín de Getsemaní, a la que siguió la traición de uno de sus Apóstoles. Cuando los que prendieron a Jesús lo llevaban ante el sumo sacerdote Caifas, “Pedro le seguía… hasta el patio del sumo sacerdote; y entrando, se sentó con los alguaciles, para ver el fin” (Mateo 26:58).
Mientras la farsa del juicio continuaba y los acusadores de Jesús le escupían el rostro, le daban puñetazos y lo abofeteaban, una criada vio a Pedro y le dijo:
“Tú también estabas con Jesús el galileo.
“Más él negó delante de todos, diciendo: No sé lo que dices.
“Saliendo él a la puerta, le vio otra, y dijo a los que estaban allí: También éste estaba con Jesús el nazareno.
“Pero él negó otra vez con juramento: No conozco al hombre.
“Un poco después, acercándose los que por allí estaban, dijeron a Pedro: Verdaderamente también tú eres de ellos, porque aun tu manera de hablar te descubre.
“Entonces él comenzó a maldecir, y a jurar: No conozco al hombre. Y en seguida cantó el gallo.
“Entonces Pedro se acordó de las palabras de Jesús, que le había dicho: Antes que cante el gallo, me negarás tres veces. Y saliendo fuera, lloró amargamente.” (Mateo 26:69-75; cursiva agregada.)
¡Qué palabras tan patéticas! Pedro, queriendo afirmar su lealtad, su determinación, su resolución, le dijo a Jesús que nunca lo negaría; sin embargo, el temor a los hombres le dominó y fue agobiado por sus propias flaquezas humanas, y entonces, al sentir la presión de sus acusadores, su temple y su resolución se desmoronaron y, dándose cuenta de su pecado y debilidad, salió del lugar y “lloró amargamente”.
Al leer este relato, mi corazón se llena de compasión hacia Pedro. Muchos de nosotros nos parecemos tanto a él; juramos lealtad, afirmamos nuestra determinación y deseo de ser valientes, y algunas veces, aun en público, declaramos que pase lo que pase haremos lo correcto, defenderemos las causas justas y seremos fieles a nosotros mismos y a los demás.
Es entonces cuando la tensión empieza a aumentar y nos vemos acorralados por las presiones sociales, y algunas veces por los apetitos personales o por las falsas ambiciones. Allí es cuando la determinación de hacer las cosas correctas empieza a debilitarse y la disciplina deja de ser importante. Entonces se cede a la tentación para luego dar paso al remordimiento, la autoacusación, y broten amargas lágrimas de pesar en nuestros ojos.
Una de las grandes calamidades que presenciamos diariamente es la tragedia de hombres que teniendo altos ideales no logran nada en la vida. Sus motivos son nobles, sus ambiciones son dignas de alabanza y su capacidad para lograrlas es incalculable; sin embargo, les hace falta la disciplina, se dejan llevar por la apatía y el apetito destruye su determinación.
Recuerdo a cierto hombre que no era miembro de la Iglesia. Se había graduado en una universidad muy famosa y tenía un potencial ilimitado. En su juventud había recibido una educación excelente y grandiosas oportunidades que lo llevarían al éxito; soñaba con lograr todo lo que le fuera posible en su campo y se esforzaba por cumplir esos sueños. Empezó a trabajar para una compañía y durante los primeros años lo fueron promoviendo de una responsabilidad a otra, dándole cada vez mayores oportunidades. No habían pasado muchos años cuando llegó a una de las posiciones más altas de la compañía. Junto con los ascensos vinieron los compromisos sociales y empezó a dejarse llevar .por la tentación de tomar bebidas alcohólicas. Como no tenía mucha fortaleza, al igual que otras personas, siguió con ese tren de vida hasta convertirse en un alcohólico, la víctima de un apetito que no podía controlar. Buscó ayuda, pero era muy orgulloso y no pudo disciplinarse y hacer caso a las advertencias de aquellos que trataban de ayudarle.
Así continuó, y como una estrella que cae, empezó a perder su esplendor y desapareció en la obscuridad. Les pregunté a varios de mis amigos su paradero y finalmente supe que su fin había sido trágico; a pesar de que había empezado su vida con tanto éxito y con gran talento, había muerto solo y en la más completa pobreza. Como Pedro de la antigüedad, estaba seguro de su fortaleza y de su capacidad para alcanzar su potencial, pero en el momento crucial se negó a sí mismo. Estoy seguro de que al haberse sentido abrumado por el fracaso, al igual que Pedro, debe de haber salido y llorado amargamente.
Recuerdo a otro hombre que conocí muy bien; se unió a la Iglesia hace mucho tiempo cuando yo era misionero en las Islas Británicas. Ya tenía muy arraigado el hábito de fumar cuando le pidió al Señor que le diera fortaleza. Hacía muy poco tiempo que era miembro de la Iglesia, y El respondió a su plegaria y le dio el poder para vencer ese hábito. Puso en Dios su confianza y vivió con un gozo que nunca había sentido. Sin embargo, algo sucedió. Sus familiares y amigos empezaron a ejercer presión sobre él, y poco a poco perdió de vista sus buenos propósitos hasta que se dejó vencer de nuevo por el vicio; el olor del cigarrillo lo habla seducido. Algunos años más tarde volví a encontrarme con él, y mientras caminábamos hablamos de aquellos buenos tiempos que habíamos conocido. Y él, como Pedro, lloró amargamente. Trató de echar la culpa a esto y a lo otro, y al oírlo sentí deseos de repetir las palabras de Casio:
“¡La culpa, querido Bruto, no es de nuestras estrellas, sino de nosotros mismos, que consentimos en ser inferiores!” (William Shakespeare, Julio César, acto 1, escena 2, en Obras completas, Madrid: Aguijar, 1967, pág. 1293.)
Y podría continuar hablando de aquellos que empiezan con nobles objetivos pero que luego abandonan sus esfuerzos, o de los que empiezan con gran determinación y terminan dejándose llevar por las debilidades y flaquezas; tienden a ser egoístas, pasan por alto sus nobles instintos, codician las posesiones y en ese ir y venir desenfrenado no pueden compartir ni su fe ni sus talentos con otras personas. De ellos el Señor ha dicho:
“Y ésta será vuestra lamentación en el día de visitación, de juicio y de indignación: ¡La siega ha pasado, el verano ha terminado y mi alma no se ha salvado!” (D. y C. 56:16.)
En forma muy particular me gustaría decir algunas palabras en cuanto a aquellos que, como Pedro, dicen que aman al Señor y su obra pero que, ya sea por medio de sus palabras o de su silencio, lo niegan.
Recuerdo muy bien a un joven de gran fe y devoción; era amigo mío y me ayudó mucho durante un período difícil de mi vida. La forma en que él vivía y el entusiasmo que demostraba al servir eran evidencia del amor que tenía por el Señor y por la obra de la Iglesia. Sin embargo, poco a poco fue engañado por las lisonjas y los halagos de quienes se aprovecharon de él para su propio bienestar y para progresar en los negocios que tenían juntos. En lugar de guiar a estas personas en la misma dirección en la que iba su vida, siendo un ejemplo de fe y comportamiento, poco a poco sucumbió y se dejó llevar por las tentaciones en la dirección opuesta.
Nunca habló en contra de la fe que por mucho tiempo había profesado; tampoco era necesario que la negara, ya que su forma de vida era evidencia suficiente de que se había apartado de ella. Después de muchos años nos encontramos de nuevo y él me habló con gran desilusión. Sin mirarme de frente y en voz baja, me dijo que desde el momento en que se apartó de su fe se sintió abandonado y a la deriva; y concluyó su relato como Pedro, llorando amargamente.
Hace poco estuve con un amigo hablando de una persona que ambos conocíamos, un hombre muy respetado por su profesión.
— ¿Permanece activo en la Iglesia? —le pregunté.
A esta pregunta mi amigo respondió:
—En su corazón él sabe que la Iglesia es verdadera; sin embargo, no se atreve a reconocerlo públicamente, pues teme que al hacerlo y al vivir de acuerdo con las normas de la Iglesia, lo excluyan del grupo social del que ahora forma parte.
Después de esa conversación, estuve reflexionando que al igual que Pedro, quien negó el seguro conocimiento que tenía, el día vendrá, y tal vez no sea sino hasta la vejez, cuando en horas de callada reflexión sepa que ha cambiado su primogenitura por un guisado de lentejas (véase Génesis 25:34). Y entonces sentirá remordimiento y le sobrevendrán el pesar y las lágrimas, porque se dará cuenta de que no solamente negó al Señor con su manera de vivir, sino que también lo negó ante sus hijos, quienes crecieron sin ninguna fe que los guiara.
El Señor mismo dijo:
“Porque el que se avergonzare de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del Hombre se avergonzará también de él, cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles.” (Marcos 8:38.)
Ahora, quisiera mencionar nuevamente a Pedro, quien negó a Jesús y lloró por haberlo hecho. Al reconocer que había cometido un error, se arrepintió de su debilidad, cambió totalmente y llegó a convertirse en una voz poderosa que daba testimonio del Señor resucitado. El, el Apóstol mayor, dedicó el resto de su vida a testificar de la misión, la muerte y la resurrección de Jesucristo, el Hijo viviente del Dios viviente. El predicó aquel sermón tan emocionante en el día de Pentecostés, y la multitud se compungió de corazón debido al poder del Espíritu Santo (véase Hechos 2:37). Por la autoridad del sacerdocio que había recibido de su divino Maestro, junto con Juan, sanaron al paralítico y debido a esto sufrieron gran persecución. Sin ningún temor habló en nombre de sus hermanos cuando fueron llevados ante el Sanedrín. Y fue Pedro quien recibió la visión que lo llevó a predicar el evangelio a los gentiles. (Véase Hechos 2-4, 10.)
Finalmente perdió la libertad, fue encadenado y sufrió un terrible martirio hasta morir, testificando de Aquel que lo había llamado de entre sus redes de pescador para ser pescador de hombres (véase Mateo 4:19).
El continuó fiel al gran encargo que el Señor resucitado había dado a los once Apóstoles con sus instrucciones finales diciéndoles: “Id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del hijo, y del Espíritu Santo” (Mateo 28:19).
Y fue Pedro que, junto con Santiago y Juan, regresó a la tierra en esta dispensación para restaurar el Santo Sacerdocio, bajo cuyo poder fue restaurada en estos últimos días la Iglesia de Jesucristo, que funciona por medio de esta autoridad divina. Todas estas grandes obras y muchas más que no hemos mencionado fueron realizadas por Pedro, aquel discípulo que había negado a su Señor, pero que al arrepentirse había superado esa compunción para llevar a cabo la labor del Salvador después de su divina ascensión y participar en la restauración de esa obra en esta dispensación.
Y ahora, ruego que aquellos que hoy día hayan negado la fe en palabra o en hecho puedan recibir ánimo y tomen la resolución de enmendarse con la ayuda del ejemplo de Pedro. De manera que todos vosotros tenéis la oportunidad de cambiar y de añadir vuestra fortaleza y fe a la fortaleza y fe de otros, para así juntos llevar adelante el reino de Dios.
Quisiera concluir hablando acerca de un hombre a quien conocí y que creció sintiendo gran amor por la Iglesia. Pero llegó un momento en que, debido a su carrera en los negocios y obsesionado por la ambición, empezó a negar la fe; la manera en que vivía dejaba notar su deslealtad. Por fortuna, antes de que hubiera sucumbido a lo más bajo, oyó los susurros de esa voz suave y apacible y empezó a sentir remordimiento; tuvo el valor de cambiar y hoy día es el presidente de una gran estaca de Sión y está a la cabeza de una de las corporaciones industriales más grandes de la nación y del mundo.
Mis queridos hermanos y hermanas que quizás os hayáis separado de la Iglesia y de sus enseñanzas: la Iglesia os necesita y vosotros necesitáis de ella. Encontraréis muchos oídos dispuestos a escucharos con amor, habrá muchas manos que estarán listas para guiaros nuevamente por el sendero de la verdad y corazones dispuestos a entibiar el vuestro con su amor. Habrá lágrimas, no de amargura, sino de alegría.
Que por medio del poder de su Espíritu el Señor toque vuestro corazón y éste se llene de deseos dé seguir Sus enseñanzas. Que El fortalezca en vosotros la resolución de hacer el bien. Que vuestro gozo sea cumplido y tengan paz y satisfacción al regresar a aquello que sabéis es verdadero.
























