Abril de 1983
El Amor de Dios
Por Maureen Derrick Keeler
En los últimos años, todos esos pasajes de escritura que hablan del amor de Dios han tenido un significado muy especial para mí. Por razón de que sus principios se expresan en un lenguaje hermoso, han afectado en diferentes formas mis sentimientos y pensamientos; pero lo más importante de todo es que me siento atraída hacia ellos porque se relacionan con acontecimientos espirituales muy importantes en mi vida.
Una de esas experiencias ocurrió una tarde, durante una época de festividades, cuando con la mente ocupada en la preocupación de los parientes que irían a visitarme, en las tareas todavía sin terminar y en la confusión que reinaba en aquellos momentos en mi casa, trataba de hallar un pasaje de las Escrituras en el que pudiera basar mi discurso para la reunión sacramental del próximo domingo. Todavía no entendía cómo es que había aceptado hablar al pedírmelo el obispo, sabiendo que me iba a ser un poco difícil en aquella oportunidad.
Después de una búsqueda larga y sin buenos resultados, me encontré con el capítulo 11 de 1 Nefi, en el que explica con detalle su extraordinaria visión del nacimiento del Salvador y de su ministerio terrenal. Había leído muchas veces el mismo capítulo, pero fue tal el impacto que sus palabras hicieron en mí aquella noche, que me estremecieron con fuerza. Nefi lo escribe con júbilo:
“Y el ángel me dijo: ¡He aquí, el Cordero de Dios, sí, el Hijo del Padre Eterno! ¿Comprendes el significado del árbol que tu padre vio?
“Y le contesté, diciendo: Sí, es el amor de Dios que se derrama ampliamente en el corazón de los hijos de los hombres; por lo tanto, es más deseable que todas las cosas.
“Y él me habló, diciendo: Sí, y el de mayor gozo para el alma.” (1 Nefi 11:21-23; cursiva agregada.)
Me parecía como si de pronto hubiera descubierto un gran tesoro. Por primera vez, el significado del sueño de Lehi sobre el árbol del fruto blanco parecía más claro. Ese fruto exquisito y agradable era el irresistible y dulce amor de Dios. ¡Había encontrado un tema apropiado para mi discurso, y también la fuerza para seguir adelante en aquellos días! No importaba que las presiones pudieran aumentar, y que las cajas registradoras siguieran haciendo sonar sus campanillas. Mi corazón una vez más había tomado bríos y se había fortalecido. El impacto más perdurable que había hecho en mí el resultado de aquella desesperada búsqueda era el despertar de un recuerdo valioso: mi propio descubrimiento del gran amor de Dios.
En esa época de mi vida, en que me hallaba soltera y cerca de los treinta años, había estado meditando acerca del curso que seguía y de algunos cambios grandes que podría efectuar. Un cumpleaños más me había resultado indeseable y me había dado la sensación de ser mayor de lo que hubiera querido; y, como muchas otras jóvenes solteras de la Iglesia, me sentía defraudada por no haber podido alcanzar algunas de mis más importantes aspiraciones personales. Sentí que necesitaba una guía muy precisa de parte del Señor. Así que, por primera vez en mi vida, le pedí a un poseedor del sacerdocio que me diera una bendición. Este buen hombre se preparó por medio del ayuno y me sugirió que yo también lo hiciera. Después nos reunimos en un radiante domingo por la mañana.
Mientras pronunciaba las palabras de la bendición, escuché con atención tratando de encontrar en ellas respuestas y soluciones. Pero con respecto a eso, no se cumplieron mis esperanzas; sabiamente, el Señor deseaba que encontrara yo misma el camino. En cambio, me bendijo con lo que realmente necesitaba: un innegable testimonio del amor que Dios tenía por mí. La bendición mencionaba el conocimiento que tenía El de mi vida y mis problemas. Al ir recordando ocasiones determinadas, el Espíritu me confirmó su constante influencia en cada una de ellas. Mi corazón rebosaba de amor y gratitud, que brotaban desde una parte recóndita de mí ser. Por primera vez, verdaderamente había experimentado el amor de Dios y no sólo podía responderle con lealtad, sino también con todo mi amor por El.
En muchas ocasiones he meditado sobre esa experiencia. ¿Gomo podía el conocimiento del amor que Dios me tenía darle a mi vida una fortaleza tan permanente? Para mí, lo maravilloso era que lo sentía tan cerca, y sabía que Él tenía completo conocimiento de mis angustias y temores secretos, aun de los pensamientos que me sobresaltaban en medio de la noche. ¡No estaba sola! Su amor me ayudaba a no preocuparme más y a darme cuenta de que, aunque no hubiera logrado alcanzar mis metas como deseaba, el plan de Dios, para mí, fuera cual fuera, sería mucho mejor que el mío.
Fue poco después de esa experiencia que el obispo me pidió que hablara en la reunión sacramental. Muy dispuesta le dije que sí y el día antes ya había preparado un buen discurso, uno lógico, inteligente, y cuidadosamente reforzado con apropiados pasajes de las Escrituras y una adecuada calidad intelectual.
El sábado por la tarde me habló el obispo quien, al parecer guiado por el Espíritu, me comunicó:
—Quisiera pedirle que no prepare un discurso para mañana, sino que hable lo que le dicte su corazón en ese momento.
—Pero… me he pasado mucho tiempo preparando un discurso que creo será bastante bueno.
—Le pido que diga lo que le dicte su corazón —me repitió firmemente.
No era cosa fácil dejar a un lado un discurso tan bien preparado. Pero, mientras trataba de prestar atención a la inspiración del Espíritu, se me ocurrió algo: Debía hablar del testimonio del amor de Dios que acababa de adquirir. El compartir tal experiencia personal, una experiencia sagrada, con una gran congregación no era cosa fácil.
Aun cuando tenía mucha experiencia como maestra, me acerqué al púlpito ese domingo sintiendo que el corazón me palpitaba más aceleradamente que de costumbre; comencé a hablarles de cómo el amor de Dios cobró vida en mí, y mientras les describía la sensación de calidez y confianza que sentí como resultado, busqué algunos pasajes que apoyaran lo que les decía:
“¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas. . .!” (Lucas 13:34.)
Me parece que ese pasaje comunica mejor que cualquier otro la naturaleza del tierno amor de Dios.
Luego elegí otro que específicamente nos dice de lo cercano que está Su amor:
“Allegaos a mí, y yo me allegaré a vosotros; buscadme diligentemente, y me hallaréis; pedid, y recibiréis; llamad, y se os abrirá.” (D. y C. 88:63.)
Aunque fue tan difícil para mí dar ese discurso, el impacto que hizo en mí y en los demás fue mucho mayor que el de cualquier otro que desde entonces haya dado; nunca me habían parecido tan hermosos y significativos esos pasajes de las Escrituras; nunca había tenido una convicción tan fuerte como esa vez de que lo que les estaba hablando desde el púlpito era verdadero.
Recientemente he descubierto en el Libro de Mormón otro extraordinario y poético concepto del amor:
“¡Oh todos vosotros que sois de corazón puro, levantad vuestra cabeza y recibid la placentera palabra de Dios, y deleitaos en su amor!; pues podéis hacerlo para siempre, si vuestras mentes son firmes.” (Jacob 3:2.)
Inmediatamente me sentí impresionada por la elocuencia de la palabra “deleitaos”. Con una simple palabra Jacob nos da a entender la magnificencia del amor de Dios.
Leer ahora este pasaje del libro de Jacob es para mí una experiencia mucho más profunda de lo que hubiera sido hace veinte años. En esos años intermedios, la experiencia y la revelación personales me han enseñado mucho acerca del amor de Dios. He aprendido que su amor es abundante y jamás se acaba; también, que si no sentimos la necesidad de ese amor y no lo buscamos, jamás lo experimentaremos. Pero, además he aprendido con toda seguridad que si nuestras mentes se mantienen “firmes” en el evangelio, podremos deleitamos en el amor de Dios para siempre.
























