Tomar su nombre sobre nosotros

Tomar su nombre sobre nosotros

Ardeth G. Kapp.Por Ardeth G. Kapp

Un día, hace varios años, al comenzar la primavera tomé de la mano a mi sobrinita y por horas pasamos saltando de piedra en piedra bordeando un arroyito que corría a la sombra de altos árboles. El gorgoteo del agua parecía una melodía que acompañaba a la imaginaria danza, que sin proponérnoslo creábamos al saltar entre las piedras tratando de mantener el equilibrio.

A los pocos momentos, llegamos a un claro del bosque donde recientemente se habían cortado inmensos árboles. Al caminar por entre la alta hierba, todavía conservaba la manito de Cristina en la mía. Ella, a su vez, colocaba un piecito frente a otro, una y otra vez. Vimos cómo los nuevos brotes se esforzaban por abrirse paso entre la húmeda tierra primaveral, y nos fijamos en que ya la nieve se veía sólo en los picos más altos de las montañas. Parecía que toda la naturaleza daba evidencia de las creaciones de Dios y de Su gran amor por nosotros.

Nuestra tarde de esparcimiento continuó hasta que la fresca brisa del anochecer nos hizo recordar que ésta estaba llegando a su fin.

Al acercarnos al angosto y largo caminito del jardín que conduce a mi casa, al tratar de soltar la manito de Shelly para que pudiera caminar delante de mí, por un momento nuestras manos quedaron fuertemente unidas; parecía que habían quedado selladas con el calor de aquel día felizmente compartido.

Antes de llegar a casa nos detuvimos, la levanté en brazos y le mostré el nido que un pajarito había hecho en la rama de un árbol.

Al concluir ese día tan memorable con mi sobrina, nos arrodillamos para orar. Ella expresó su propio agradecimiento, recordando el arroyo, las piedrecitas resbalosas, el gran árbol caído y el nido del pajarito. Al oírla, volví a sentirme agradecida por esas mismas bendiciones; luego la arropé en su cama y le di el beso de las buenas noches. Ella estiró sus bracitos y me abrazó, mientras susurraba:

—¡Ojalá perteneciéramos a la misma familia!
—Pero, Shelly, mi amor —le respondí inmediatamente—, pertenecemos a la misma familia.
—No. Yo quiero decir la mismísima familia. Mi apellido es Larsen y el tuyo es Kapp, y eso no es lo mismo. Yo quiero decir, que fueras mi hermana y que tuviéramos el mismo apellido.

Aunque ella era muy pequeña, pensé que si de alguna forma yo podía explicarle nuestra relación eterna, la niña comprendería mejor la realidad de esa gran verdad y eso le daría confianza.

—Shelly, realmente pertenecemos a la mismísima familia, ya que todos somos hijos de nuestro Padre Celestial. ¡Todos! eso quiere decir que todos somos miembros de una familia muy grande. Somos todos hermanos y hermanas y Jesús también es nuestro hermano, nuestro Hermano Mayor.
—Entonces, ¿cuál es el apellido de Jesús? —me preguntó.
—Mi amor, conocemos a Jesús como “El Cristo”.

Y con la inocencia pura de la niñez comenzó a ligarnos a todos como una familia, poniendo El Cristo detrás de nuestros nombres de pila.

—No, no. No usamos los nombres así.
—Y, ¿por qué no? —me preguntó.

Yo deseaba que ella advirtiera la relación sagrada que tenemos con el Salvador, y procuré explicarle de la única manera que pude:

—Tal vez porque a veces no lo merecemos; por ejemplo, yo todavía no me siento digna.

Al oír mi respuesta, se levantó y se apoyó sobre un codo para preguntarme:

— ¿Qué estás haciendo de malo? ¿Por qué no dejas de hacerlo? Así todos podremos pertenecer a la misma familia y usar Su nombre.

Medité la respuesta a sus sencillas preguntas. Las oí como si fuera por primera vez, y sin embargo, hacía sólo dos días que había asistido a la reunión sacramental y las había escuchado. A menudo las había escuchado con los oídos, pero apenas ahora parecían ser algo diferente; era como si las oyera con toda mi alma.

“. . . que están dispuestos a tomar sobre sí el nombre de tu Hijo, y a recordarle siempre, y a guardar sus mandamientos que él les ha dado. . .” (D. y C. 20:77.)

¿No era eso exactamente de lo que estábamos hablando —esa responsabilidad de tomar sobre nosotros ese nombre sagrado y prometer que siempre recordaríamos y guardaríamos Sus mandamientos?

Aun cuando Shelly pareció quedar satisfecha con la explicación de esa noche, yo he buscado alcanzar, a través de los años, un entendimiento más profundo de esta sagrada ordenanza en la cual semanalmente renovamos nuestro convenio de tomar sobre nosotros Su nombre. Aun cuando la Santa Cena se toma el día domingo, ¿qué influencia tiene esta ordenanza en nosotros los otros días de la semana? y ¿de qué manera puede afectar la vida de un niño, un joven o un adulto? ¿Influye en la manera en que vivimos durante el verano, el invierno, y las otras estaciones del año? ¿Debe esta sagrada ordenanza afectar de alguna forma nuestra vida? ¿Podemos darnos el lujo de considerarla pasivamente y permitir que se convierta en algo rutinario?

Cristo vino al mundo “. . .para ser crucificado por el mundo y llevar los pecados del mundo, y para santificarlo y limpiarlo de toda injusticia; para que por él pudiesen ser salvos. . .”(D. y C. 76:41-42.)

Es imposible que podamos salvarnos por nosotros mismos. Fue Cristo quien sufrió, murió y expió por nuestros pecados. Fue en el Jardín de Getsemaní que su sufrimiento llegó más allá de toda comprensión humana, donde el peso de nuestros pecados produjo en El tal agonía, dolor y quebranto que causó que “sangrara por cada poro” y sufriera “tanto en el cuerpo como en el espíritu” (D. y C. 19:18). Cuando comprendemos por medio del Espíritu la magnitud de lo que aconteció en

Getsemaní, sentimos que ese gran amor que el Salvador tiene por nosotros es el que nos da la fortaleza necesaria para hacer frente a las dificultades y sufrimientos, y aun cuando éstos no se pueden comparar con la grandeza de su agonía, nos ayudan a vencer nuestros pecados.

¿Podremos alguna vez comprender un amor así? Es por medio de la Expiación que, si tan sólo cumplimos con nuestra parte, nos rescatará, redimirá, salvará y exaltará. Nuestra parte, entonces, consiste en aceptar la expiación de Cristo arrepintiéndonos de nuestros pecados, entrando en las aguas del bautismo, recibiendo el Espíritu Santo y obedeciendo todos los mandamientos.

“Creemos que por la Expiación de Cristo todo el género humano puede salvarse, mediante la obediencia a las leyes y ordenanzas del evangelio.” (Tercer Artículo de Fe.)

Cuando fuimos bautizados y nos convertimos en miembros de su Iglesia, hicimos convenios con el Salvador de tomar Su nombre sobre nosotros. ¿Recordamos ese convenio bautismal todos los días, haciendo todo lo que desearíamos hacer con respecto a tan importante acontecimiento en nuestra vida?

Como miembros de la Iglesia, todos nosotros podemos participar de la Santa Cena, una ordenanza divina del sacerdocio, que nos ayuda a recordar la expiación del Salvador, y a tener siempre presente nuestro progreso diario hacia la exaltación. Es un recordatorio precioso y sagrado; no es sólo un acontecimiento dominical sino algo que nos ayuda cada día de la semana, cada día del año; cuando alcanzamos lo más alto de nuestros logros y también cuando nos hallamos en el pozo más profundo de la desesperación. Lo que es tan cierto para Shelly y para mí, como para el resto de la humanidad, es que nuestro Salvador nos ama inmensamente.

Con respecto al Hijo de Dios, leemos:

“Y él saldrá, sufriendo dolores, aflicciones y tentaciones de todas clases. . .: Tomará sobre sí los dolores y enfermedades de su pueblo. . .

“y sus enfermedades tomará sobre sí, para que sus entrañas sean llenas de misericordia, según la carne, a fin de que según la carne pueda saber cómo socorrer a los de su pueblo, de acuerdo con las enfermedades de ellos.” (Alma 7:11-12.)

El profundo entendimiento que el presidente Marión G. Romney tiene tocante a la oportunidad que tenemos de recibir la Santa Cena ha causado un cambio en mi actitud al respecto. Él dijo:

“El participar de la Santa Cena no ha de ser simplemente una experiencia pasiva. No debemos recordar el sufrimiento y muerte del Señor simplemente como recordaríamos algún acontecimiento totalmente histórico o secular. La participación de la Santa Cena debe constituir una experiencia vital y espiritual. Refiriéndose a ella, el Salvador dijo: ’. . . Y será un testimonio al Padre de que siempre os acordáis de mí’ (3 Nefi 18:7).

“A fin de poder dar testimonio, la mente debe de estar alerta y compenetrada en aquello de lo cual se testifica. No sólo hemos de participar de la Santa Cena en memoria del Redentor, testificando que siempre nos acordemos de Él, sino que también debemos, de la misma manera, dar testimonio al Padre de que estamos dispuestos a tomar sobre nosotros el nombre de su hijo y que guardemos sus mandamientos.

“Hay una doctrina popular en el mundo en la actualidad que dice que el pan y el vino de la Santa Cena se transforman literalmente en la sangre y carne de Cristo. Nosotros no enseñamos tal doctrina, porque sabemos que cualquier transformación que ocurre al participar de la Santa Cena se suscita en el corazón de los que lo hacen con amplio conocimiento. Son las personas que participan de ella quienes, en forma individual, quedan afectadas de la manera más maravillosa, porque se les da el Espíritu del Señor para que las acompañe.” (En Conference Report, abril de 1946, pág. 47.)

En aquellos momentos en que nos sentimos menos dignos, menos cómodos de llevar sobre nosotros Su sagrado nombre y somos más conscientes de nuestras imperfecciones; en aquellos momentos cuando la carne es débil y el espíritu se decepciona porque sabe lo que podríamos llegar a ser, tal vez sintamos el deseo de alejarnos, de retirarnos, de apartarnos por lo menos por algún tiempo hasta ser más dignos de esa divina relación con el Salvador. Es en ese preciso momento, a pesar de nuestra indignidad, que se nos ofrece nuevamente la oportunidad de aceptar la dádiva de la Expiación, aun antes de que realicemos el cambio necesario. Cuando sintamos el impulso de alejarnos, vayamos hacia Él. En vez de resistir, sometámonos a su voluntad.

Es en nuestras luchas, al esmerarnos por mejorar, que nuestro espíritu se eleva con mayor humildad y gratitud, y estamos mejor preparados para recibir la dádiva que tan desesperadamente necesitamos —de hecho, que debemos obtener a fin de recibir nuestra recompensa eterna.

El propósito del convenio que hacemos al tomar la Santa Cena está siempre vigente. La dádiva es aún más preciosa cuando nos preparamos para utilizarla como corresponde. Ahora le podría decir a Shelly: “Sí, mi amor, puedes poner mi nombre con el del Señor.” El dijo que podíamos hacerlo; El desea que lo hagamos; El quiere que nos sintamos cómodos tomando Su nombre sobre nosotros.

Cuando tenemos más necesidad de ello, ese don divino puede llegar hasta nuestro corazón y cumplir su propósito.

Debemos acercarnos al altar de la Santa Cena, sintiendo hambre y sed de justicia. Ese es el momento para hacer una autoevaluación, el momento para rectificar nuestro andar, si es necesario, y decidir que pondremos nuestra vida en orden. Es el momento y sitio para juzgarnos a nosotros mismos, para llegar a comprender mejor la magnitud de ese don sagrado y divino, la Expiación, y la realidad que es poder tener su Espíritu con nosotros para dirigirnos en todo aquello que hagamos.

Mientras nos acercamos paulatinamente a ese nivel espiritual, comenzamos a experimentar esa relación estrecha que aceptamos mantener con El cuándo estábamos en nuestra existencia premortal por la cual ayudaríamos a obrar la salvación y la vida eterna de todos los que habían estado de acuerdo con el plan.

Cuando el Espíritu se convierta en nuestro compañero constante, cada día de nuestra vida será distinto, porque este Espíritu se reflejará en nuestro hablar, en nuestra labor diaria, en nuestros estudios, en la calle, en la tienda. . . Poco a poco, y día a día, nuestra conducta será más generosa, nuestras relaciones serán más consideradas, nuestro deseo de servir será más constante, y nos hallaremos haciendo el bien, siempre. Entonces, no sólo habremos tomado Su nombre sobre nosotros, sino que también habremos “recibido su imagen en” nuestro rostro. (Véase Alma 5:14.)

Esto mismo se verificó en los tiempos de Jesús. Se admitieron unos pocos hombres en el círculo íntimo de Su amistad, y, día a día, sus primeros discípulos comenzaron a ser más considerados y comprensivos, a crecer espiritualmente y a tener poder, fortaleza e influencia.

Para Pablo el cambio fue aún más dramático. Camino a Damasco, encontró al Señor, y desde ese entonces, sus palabras y hechos, su carrera y hasta su diario andar fueron diferentes.

¿Hemos tenido nosotros un encuentro así en nuestro “camino a Damasco”, o tal vez una experiencia menos dramática? Cuando la hayamos tenido, podremos presenciar milagros; los comprenderemos mejor y aun tomaremos parte en ellos. Nuestra vida cambiará cuando comencemos a interesarnos los unos por los otros, así como nuestro Salvador se interesa por nosotros. Desearemos, entonces, enseñarnos mutuamente en la manera en que Él nos enseñaría. Ansiaremos sentir la espiritualidad de compartir nuestro testimonio de las cosas de las que El da testimonio. Y cuando nos encontremos será así como alguien ha dicho: “No intercambiaremos palabras, sino corazones.” No tendremos este intercambio tan sólo con amistades o seres queridos, sino con toda persona por la cual tengamos alguna pizca de responsabilidad eterna. Con el Espíritu, se nos permitirá ver las cosas, no como el mundo las ve, sino como El las ve, y aprenderemos a dar “oído a la voz de [su] Espíritu”. (D. y C. 112:22.)

El presidente Romney, dirigiéndose a un grupo de hermanas que eran relevadas de sus puestos en la Iglesia dijo:

“Ruego que el Señor os ayude cada día de vuestra existencia para que podáis tener el Espíritu con vosotras. Es algo maravilloso procurar saber y vivir en forma de poder oír y responder a la voz del Señor. Allí está el consuelo de esta vida. . . Escuchad la voz del Espíritu y tened la habilidad de percibir lo que Él os dice. Luego, tened el valor de seguir ese consejo.”

Consideremos ahora, en este preciso momento a nuestro vecino más cercano, ése que vive al lado o enfrente de nuestra casa. ¿Podremos estar en armonía tal con el Espíritu como para tratar de ver en esa persona lo que el Salvador ve? ¿Podremos compartir con ese hermano o hermana algo que le ayudaría a aliviar su carga, o hacer su vida más feliz? ¿Podríamos ayudarlo a tener mayor entendimiento, o aumentar su esperanza, y todo de la manera en que creemos que el Salvador lo haría? ¿Podríamos hacerlo? ¿Lo haríamos?

Con la oportunidad que cada uno de nosotros tiene esta semana de vivir de acuerdo con los convenios que hace al tomar la Santa Cena, ¿podemos sentir en nosotros la fuerza creciente y el deseo y la firme determinación de allegarnos a otros? Consideremos seriamente qué verdad poseemos en forma de testimonio que podríamos enseñar a otras personas y enseñémosla en conjunto con el Salvador, aun a aquellos que son casi extraños para nosotros, pero que de todas maneras son nuestros hermanos.

Si procuramos hacerlo con sinceridad, nos sentiremos rodeados por un algo placentero y apacible; las voces serán más tranquilas, los corazones más sensibles; nos invadirá un profundo sentimiento de interés y sentiremos el Espíritu mientras servimos en Su nombre. Será una experiencia espiritual del tipo que anhelamos sentir y que podemos tener cuando nos acordamos de Él y tenemos su Espíritu con nosotros.

Es al allegarnos a los demás que nos ponemos en la situación de ser considerados Sus hijos y somos más dignos de Su nombre. Son nuestras labores diarias, nuestros deberes aparentemente rutinarios, nuestras relaciones familiares las que pueden indicar que somos dignos de llevar Su nombre. Cuando estemos en la Iglesia, viajando, en el mercado, en el aula de clase, y más importante aún, en nuestro hogar, procuremos ver a los demás de la manera que consideramos que El los ve y, sintiendo el potencial divino que hay en cada uno, aprovechemos la oportunidad de compartir una verdad eterna que llevará nuestro sello personal, porque somos dirigidos por el Espíritu.

“Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros.

“En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros.” (Juan 13:34-35.)

Cada hecho de nuestra vida puede convertirse en un compromiso con el Señor cuando tomamos Su nombre sobre nosotros. Y cuando no somos lo que quisiéramos, a pesar de nuestro esfuerzo por llegar a la perfección, nos hallaremos esperando ansiosamente, con un sentido más profundo de gratitud que nunca, el día de reposo y el momento de participar de la Santa Cena, para poder experimentar esa gloriosa transformación que nos hace sentir bien espiritualmente cuando de nuevo nos comprometemos a seguir Sus pasos.

Con un nuevo día y una nueva semana llega también una nueva oportunidad, y con ella la ocasión de percibir el Espíritu más profundamente, poder interesarnos con más sinceridad y ser más sensibles al sentir de los demás; tener un propósito mayor cuando enseñamos y recordar siempre al Señor para tener su Espíritu con nosotros.

Al tomar la manito de Shelly por última vez, antes de salir de su cuarto esa noche, me invadió un sentimiento de gratitud y reverencia al darme cuenta de que así como su manito había estado en la mía la mayoría de la tarde mientras cruzábamos el arroyo, saltábamos entre las piedras y ella contemplaba el milagro de la vida en un nido, también me había encaminado hacia el comienzo de una búsqueda que me daría mayor conocimiento de una gran verdad eterna. Es la verdad que el rey Benjamín nos explicó así:

“Ahora pues, a causa del convenio que habéis hecho, seréis llamados progenie de Cristo, hijos e hijas de él, porque he aquí, hoy él os ha engendrado espiritualmente; pues decís que vuestros corazones han cambiado por medio de la fe en su nombre; por tanto, habéis nacido de él y habéis llegado a ser sus hijos y sus hijas.” (Mosíah 5:7.)

Todos podemos ser miembros de la misma familia. Si estamos haciendo algo incorrecto, consideremos la pregunta de Shelly: “¿Por qué no dejas de hacerlo?” Tal vez no sea fácil, pero con la ayuda del Señor podemos vencer cualquier obstáculo.

Liahona Abril 1983

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