Que, pues, hare de Jesús, llamado el Cristo?

Abril de 1984
«¿Que, pues, hare de Jesús, llamado el Cristo?»
Por el presidente Gordon B. Hinckley
Segundo Consejero en la Primera Presidencia

Gordon B. HinckleyEn esta época de la Pascua quisiera expresar algunas ideas acerca de Aquel cuya resurrección conmemoramos: el Hombre de Milagros, nuestro Señor y Salvador, Jesucristo. Aunque El sanaba a los enfermos, levantaba a los muertos y hacía que el inválido caminara y el ciego viera, no hay milagro comparable al de El mismo como el Cristo.

Vivimos en un mundo lleno de pompa y de poder, un mundo que se vanagloria de sus adelantos en aeronáutica y en proyectiles bélicos de largo alcance dirigidos por computadora. Esta jactancia es la misma que acarreó el sufrimiento en los días de César, de Gengis Kan, de Napoleón y de Hitler. En esta clase de mundo no resulta fácil reconocer que:

Un niño nacido en un establo en el pueblo de Belén, criado en el oficio de carpintero en Nazaret, ciudadano de una nación conquistada y subyugada, cuyos pasos mortales no salieron de un radio de 240 kilómetros, que jamás obtuvo un título académico ni pronunció un discurso desde un importante púlpito; que nunca poseyó una casa y siempre anduvo a pie sin bolsa ni alforja. . . sea en verdad el Creador de los cielos y la tierra y todas las cosas que hay en ellos. Para muchos, tampoco es fácil reconocer lo siguiente:

Que Él es el autor de nuestra salvación, y el suyo es el único nombre por el cual podemos ser salvos.

Que Él puede darnos luz y comprensión de lo eterno y lo divino como ningún otro podría.

Que sus enseñanzas no sólo han influido en la conducta de millones de personas, sino que también han inspirado sistemas de gobierno que dignifican y protegen al Individuo y actitudes sociales que promueven la educación y la cultura.

Que su ejemplo incomparable se ha convertido en el poder más grande para establecer el bien y la paz en el mundo. Vuelvo a hacer la pregunta que hizo Poncio Pilato hace casi dos mil años: “¿Qué, pues, haré de Jesús, llamado el Cristo?» (Mateo 27:22.)

Ciertamente, debemos preguntarnos de continuo: ¿Qué haremos nosotros de Jesús, llamado el Cristo? ¿Qué haremos de sus enseñanzas, y cómo podemos hacer que se conviertan en una parte inseparable de nuestra vida? Quisiera sugerir algunos puntos para considerar.

Cristo ejemplifica la generosidad. El Padre dio a su Hijo y el Hijo dio su vida. Sin la generosidad no existe el verdadero espíritu cristiano, y sin sacrificio y abnegación no existe una forma sincera de adorar a Dios.

Recuerdo una experiencia que oí contar en una conferencia de estaca, en el estado de Idaho. Una familia de granjeros había contratado los servicios de un constructor para que agregara a su casa un cuarto que mucho necesitaban. A los tres o cuatro días, el jefe de familia fue a hablar con el constructor y le dijo:

— ¿Le causaría mucho inconveniente cancelar el contrato? El obispo llamó ayer a mi hijo para hablarle de ir en una misión, y vamos a tener que esperar un tiempo antes de hacer ese cuarto.

El constructor le respondió:

—No se preocupe; su hijo irá a la misión, pero también encontrará el cuarto hecho cuando regrese.

Ese es el espíritu cristiano: una familia dispuesta a sacrificarse para mandar un muchacho a la misión, y un amigo dispuesto a ayudar a esa familia en la solución de un problema.

En verdad, ¿qué haremos de Jesús, llamado el Cristo? La generosidad al dar de sí, al dar de los bienes, al dar con todo el corazón y la mente y la fuerza para asistir a aquellos que se encuentran en necesidad y para adelantar la causa de la verdad eterna: esta virtud compone la misma esencia del verdadero espíritu cristiano.

Cristo es el Creador. Al pensar en el Salvador, recuerdo las palabras de Juan:

“En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.
“Este era en el principio con Dios.
“Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho.
“En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.” (Juan 1:1-4.)

Él es el Creador de todo lo que es bueno y hermoso. He contemplado las majestuosas montañas que se destacan contra el azul del cielo y he pensado en Jesús, el Creador de cielo y tierra. Parado en la arena de una isla del Pacífico he observado el imponente romper de la aurora, con el sol como una bola de oro rodeada de nubes de color rosa, blanco y lila, y he pensado en Jesús, el Verbo por el que todas las cosas fueron hechas y sin el cual nada se habría hecho. He mirado a un niño de ojos brillantes, inocente, amoroso y confiado, y me he maravillado ante la majestad y el milagro de la Creación. ¿Qué debemos hacer, entonces, de Jesús, llamado el Cristo?

Esta tierra es de su creación, y cuando la afeamos, lo ofendemos a Él. Nuestro cuerpo es obra de nuestro Creador, y si lo maltratamos, estamos maltratándolo a Él.

La vida eterna se hace realidad por medio de Cristo. Tan cierto como que Cristo vino al mundo, vivió entre los hombres, entregó su vida y fue las primicias de la Resurrección, así también, por medio de su expiación, todos participamos en la inmortalidad. Nos llegará la muerte, pero ya ha perdido su aguijón, y la victoria de la tumba ya no existe.

“Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.
“Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente.” (Juan 11:25-26.)

Recuerdo una vez en que me encontré frente al ataúd de un joven cuya vida había estado iluminada por la esperanza y la promesa. En sus años de secundaria había sido gran deportista, y luego fue un excelente estudiante universitario; era un joven simpático y brillante, y había ido en una misión. Un día, él y su compañero iban en auto por la carretera cuando otro coche que iba en dirección opuesta los chocó; él murió en el hospital una hora más tarde. Al pararme detrás del pulpito y mirar a los padres, penetró mi corazón una convicción que raras veces había sentido con tal fuerza, y supe con certeza que aquel joven no había muerto, sino simplemente había sido transferido a otro campo de labor en el ministerio eterno del Señor.

En verdad, ¿qué haremos, pues, de Jesús, llamado el Cristo? Vivamos con el seguro conocimiento de que algún día “seremos llevados ante Dios, conociendo tal como ahora conocemos, y tendremos un vivo conocimiento de toda nuestra culpa” (Alma 11:43). Vivamos hoy sabiendo que viviremos siempre. Vivamos con la convicción de que cualquier principio de inteligencia, de belleza, verdad y bondad que integremos a nuestra vida ahora se levantará con nosotros en la resurrección.

Cristo ejemplifica la compasión y el amor, y, más que nada, el perdón. “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.» (Juan 1:29.) ¡Qué pobre sería nuestra vida sin la influencia de sus enseñanzas y su incomparable ejemplo! Las lecciones de presentar la otra mejilla, ir la segunda milla y la del retorno del hijo pródigo, así como muchas otras extraordinarias enseñanzas, se han infiltrado en el mundo a través del tiempo convirtiéndose en el catalizador que ha hecho surgir la bondad y la misericordia de entre toda la inhumanidad del hombre hacia sus semejantes.

Donde se eliminan los ideales cristianos muchas veces reina la brutalidad; y allí donde se reconoce a Cristo y se siguen sus enseñanzas prevalecen la bondad, la paciencia y el autodominio. ¿Qué haremos, entonces, de Jesús, llamado el Cristo?

“Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno, y qué pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios.” (Miqueas 6:8.)

“Por tanto, os digo que debéis perdonaros los unos a los otros; pues el que no perdona las ofensas de su hermano, queda condenado ante el Señor, porque en él permanece el mayor pecado.” (D. y C. 64:9.)

Cristo brinda la paz. Recuerdo una vez que me encontraba en Europa, hace muchos años, en los días en que había tanques recorriendo las calles de una gran ciudad y se asesinaba allí con ametralladoras a los estudiantes. Un día del mes de diciembre, me encontraba en la estación ferroviaria de Berna, Suiza, cuando de pronto, las campanas de las iglesias comenzaron a repicar al mismo tiempo; al silenciarse las campanas, todo vehículo se detuvo —todos los autos, ómnibus y camiones en las carreteras, todos los trenes en las vías, en todo el país. En la enorme y oscura estación todo quedó en suspenso; miré a través de la plaza y vi que los hombres que trabajaban en el hotel de la acera de enfrente se habían quedado Inmóviles en los andamios, con la cabeza descubierta. Todos los que andaban en bicicleta se detuvieron también y se quedaron parados junto a ella con la cabeza descubierta e inclinada. Después de tres minutos de silencio y oración, grandes caravanas de camiones, cargados de provisiones (comida, ropa y medicinas), se pusieron en marcha desde Ginebra, Berna, Basilea y Zurich hacia la nación sufriente al este. Además, las puertas de Suiza se abrieron de par en par para recibir a los refugiados.

En aquella mañana de diciembre me maravilló el milagroso contraste entre el poder opresor que ametrallaba estudiantes en una nación, y el espíritu cristiano en la otra, donde un pueblo había inclinado unánime la cabeza en oración y reverencia para luego poner manos a la obra de socorrer y salvar a sus semejantes.

¿Qué haremos, pues, de Jesús, llamado el Cristo?

“Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis;

«estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí.” (Mateo 25:35-36.) Jesucristo es infinitamente más que el símbolo de una celebración: es el Hijo de Dios, el Creador de la tierra, el Jehová del Antiguo Testamento, el que vino para cumplir la Ley de Moisés, el Redentor de la humanidad, el Rey de reyes, el Príncipe de Paz.

Agradezco a nuestro Eterno Padre que la humanidad en estos últimos días haya sido bendecida para saber de Cristo con más certeza y conocimiento. Me regocijo en gratitud al ver que Él ha reafirmado las verdades sin Igual de su Evangelio en toda su plenitud, que ha restaurado el poder de su sacerdocio y su Iglesia a fin de preparar a un pueblo para su venida final con gran gloria y poder al comenzar la era milenaria.

Me regocijo en la idea de que, como pueblo, los Santos de los Últimos Días sabemos de la realidad de Su existencia, y recibimos de Él una guía segura.

“Y ahora, después de los muchos testimonios que se han dado de él, éste es el testimonio, el último de todos, que nosotros damos de él: ¡Que vive!
“Porque lo vimos, sí, a la diestra de Dios; y oímos la voz testificar que él es el Unigénito del Padre;
“que por él, por medio de él y de él los mundos son y fueron creados, y sus habitantes son engendrados hijos e hijas para Dios.” (D. y C. 76:22-24.)

Este es nuestro testimonio a toda la humanidad; es nuestro regalo y bendición para el mundo. Cristo es nuestro gozo y salvación, y, al compartir con otros estas verdades, encontraremos que nuestra propia vida tiene más propósito.

¿Qué haremos, pues, de Jesús, llamado el Cristo?

Aprendamos de Él. Escudriñemos las Escrituras, porque ellas nos testifican de Él. Meditemos sobre el milagro de su vida y su misión. Tratemos con más diligencia de seguir su ejemplo y obedecer sus enseñanzas.

Siguiéndolo a Él, podremos regresar a nuestro Padre y gozar de vida eterna.

De esto testifico en el mismo nombre de Jesucristo. Amén.

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