Al Gran Profeta Rindamos Honores

Mayo de 1984
«Al Gran Profeta Rindamos Honores»
Por el presidente Gordon B. Hinckley
Segundo Consejero en la Primera Presidencia

Gordon B. HinckleyHace muchos años, cuando a los doce años de edad me ordenaron diácono, mi padre, que entonces era presidente de nuestra estaca, me llevó a mi primera reunión del sacerdocio. En aquellos días estas reuniones se efectuaban una noche de entre semana. Recuerdo que fuimos al edificio del Barrio Diez en Salt Lake City. El se dirigió hacia el púlpito y yo permanecí sentado en la última fila, sintiéndome un poco solitario e incómodo en aquel salón lleno de hombres que habían sido ordenados al sacerdocio de Dios. La reunión se inició, se anunció el himno de apertura y — como entonces era costumbre— todos nos pusimos de pie para cantar. Allí había quizás unas cuatrocientas personas; al unísono aquellos hombres elevaron sus voces en alabanzas, algunos con acento de lenguas europeas dado que habían llegado del viejo continente luego de convertirse a la Iglesia, todos cantando estas palabras con un gran espíritu de convicción y testimonio:

Al gran profeta rindamos honores,
fue ordenado por Cristo Jesús;
a restaurar la verdad a los hombres,
y entregar a los pueblos la luz.
(Himnos de Sión, No. 190.)

Cantaban acerca del profeta José Smith y, al hacerlo, mi corazón se llenó de amor y creencia en el gran Profeta de esta dispensación. En mi niñez se me había enseñado de él en las reuniones y clases de nuestro barrio así como también en nuestro hogar; pero mi experiencia en aquella reunión del sacerdocio de la estaca fue diferente. Supe entonces, por el poder del Espíritu Santo, que José Smith ciertamente era un profeta de Dios.

Cierto es que durante los años siguientes hubo ocasiones en las que ese testimonio vaciló un poco, particularmente en los años en los que estuve en la universidad, antes de graduarme. Sin embargo, aquella convicción nunca me abandonó del todo; y se ha ido afirmando a través de los años, en parte por causa de los desafíos de aquellos días que me llevaron a leer, estudiar y lograr la seguridad por mí mismo. Creo que muchos de vosotros habéis pasado por experiencias semejantes. El presidente Harold B. Lee dijo una vez que nuestros testimonios necesitan ser renovados diariamente. En armonía con ese principio, desearía fortalecer nuestros testimonios de la gran obra que el Dios de los cielos ha permitido que acontezca en estos los postreros tiempos.

Hace algunos años recibí una carta escrita por un evangelista que, con amargura, criticó severamente al profeta José Smith, llamándolo un impostor malvado, hombre fraudulento, farsante y engañador. También decía que estaba dando comienzo a una campaña para hacer conocer sus puntos de vista. No sé qué sucedió con la obra de aquel hombre; no debe de haber sido muy notoria. Esa clase de obra puede hacer tropezar a unos pocos de los débiles, pero sólo consigue fortalecer a los fuertes. Y mucho después de que ese hombre y otros de su misma clase hayan pasado al silencio, el nombre de José Smith continuará recibiendo honor y contando con el amor de un número siempre creciente de Santos de los Últimos Días en un número igualmente creciente de naciones.

Recuerdo que una vez estuve en Nauvoo, Illinois, la Ciudad de José, con dos hermanos del Quórum de los Setenta y doce presidentes de misión acompañados de sus esposas, durante un seminario de presidentes de misión. El toque del otoño ya había iniciado su obra en la región —las hojas doradas, algo de neblina en el aire, el fresco de la noche, los días cálidos. Había terminado la época del turismo y la ciudad se veía tranquila y hermosa. Efectuamos nuestra primera reunión en el Salón de los Setenta que había sido restaurado, lugar en el cual, en la década de 1840, los hombres se preparaban, mediante el estudio y la enseñanza de la doctrina del reino, para ir a declarar el mensaje del evangelio al resto del mundo. La obra que allí se efectuaba fue predecesora de los centros de capacitación misional de la Iglesia. Reunidos en aquel lugar y en algunos hogares y otros salones en Nauvoo, para nuestro corazón y nuestra mente, era como si las grandes figuras del pasado estuvieran presentes: José e Hyrum, Brigham Young, Heber C. Kimball, John Taylor, Wilford Woodruff, los hermanos Pratt —Orson y Parley— y muchos otros.

Ciertamente ésta era la Ciudad de José. Él fue el profeta que la planificó, y quienes lo seguían la edificaron. Llegó a ser la ciudad más grande y la más notable en el estado de Illinois. Con sus firmes casas de ladrillo; sus lugares de adoración, de enseñanza y de entretenimiento, y con el magnífico templo que se levantaba en la cima de una colina subiendo desde el río, esta ciudad sobre las riberas del Misisipí se formó como si quienes la construyeron fueran a estar allí durante un siglo o más.

Allí, antes del día trágico en Carthage, el Profeta se hallaba en la cumbre de su carrera mortal. Parándome donde él una vez había estado y mirando hacia la ciudad, pensé en los acontecimientos que lo llevaron allí, repasando mentalmente la herencia que era suya. Pensé en sus antepasados que generaciones antes habían salido de las Islas Británicas y llegado a Boston; de sus vidas en el Nuevo Mundo durante cinco generaciones por parte de su padre y cuatro por parte de su madre; de sus labores para desbrozar las tierras de Massachusetts, New Hampshire y Vermont a fin de establecer granjas y casas; pensé en su destacado servicio en la Guerra de Independencia; en las adversidades y fracasos que enfrentaron tratando de ganarse la vida gracias a los cerros de granito entre los que vivían. Pensé en el niñito que nació en Sharon, Vermont, en diciembre de 1805, recibiendo el nombre de su padre. Medité acerca de la época terrible de enfermedad cuando el tifus azotó a la familia, y la osteomielitis (enfermedad a los huesos) que, causándole gran sufrimiento y una infección que lo debilitó, se produjo en la pierna de José. Eso fue mientras la familia vivía en Lebanon, New Hampshire, ¡y cuán notable fue que a solamente unos pocos kilómetros de distancia, en una universidad en Hanover, estaba el doctor Nathan Smith, que había descubierto un procedimiento mediante el cual la pierna infectada podía ser curada!

Pero el restablecimiento no se había de lograr sin que el paciente pasara por un terrible sufrimiento. De hecho, hoy día es difícil concebir cómo el jovencito pudo soportarlo mientras su padre lo sostenía en brazos y la madre caminaba de un lado a otro orando entre los árboles de la granja para no oír los gritos mientras el médico hacía la larga incisión y quebraba parte del hueso infectado sin ayuda de anestesia. Posiblemente el recuerdo de aquel intenso sufrimiento le ayudó a José Smith a prepararse para más adelante cuando lo cubrirían de brea caliente y de plumas en Kirtland, así como para las condiciones asquerosas de la cárcel de Liberty y las balas en Carthage.

Al meditar sobre la vida de José Smith, pensé en las fuerzas que impulsaron a la familia Smith, de generaciones vividas en Nueva Inglaterra, a la parte occidental de Nueva York, a donde tenían que ir para que los propósitos de Dios pudieran cumplirse. Pensé en la pérdida de la granja familiar, en las cosechas pobres en aquel suelo parco en sus frutos, en el sorpresivo frío de 1816 cuando una devastadora helada que se produjo en pleno verano los obligó a ir a vivir a otro lugar; luego la mudanza a Palmyra, Nueva York, la compra de una granja en Manchester, Nueva York, y de los predicadores que se esforzaban en la renovación de la fe y que entusiasmaban a la gente y tanto confundieron al joven que tomó la determinación de pedir sabiduría a Dios.

Ese fue el verdadero comienzo de todo, aquel día primaveral de 1820 cuando se arrodilló entre los árboles, oró y contempló una gloriosa visión en la que habló con Dios, el Eterno Padre y su Hijo, el Señor Resucitado, Jesucristo. Entonces vinieron los años de instrucción, siendo el instructor un ángel de Dios, que en varias ocasiones enseñó, reprendió, advirtió y consoló al joven mientras crecía convirtiéndose en hombre.

Y así, mientras me encontraba en Nauvoo, reflexioné en cuanto a la preparación para ocupar el oficio de profeta; medité en cuanto a este sorprendente José Smith. No puedo esperar que sus detractores sepan de su llamamiento profético mediante el poder del Espíritu Santo, pero puedo proponer algunas preguntas con las que ellos deben enfrentarse antes de desechar a José Smith. Propondré solamente tres de las muchas que se podría preguntar: Primera, ¿Qué hacéis con el Libro de Mormón? Segunda, ¿Cómo explicáis su capacidad de influir en hombres fuertes al punto de que lo siguieron, aun hasta su misma muerte? Y tercera, ¿Cómo justificáis el cumplimiento de sus profecías?

Tomo en mis manos el Libro de Mormón; leo sus palabras; he leído la explicación de José Smith en cuanto a cómo salió a luz. Para el incrédulo es una historia difícil de aceptar, y durante generaciones los críticos han dedicado su vida a escribir libros dirigidos a desmentir esa historia ofreciendo otras explicaciones, diferentes a la que José el Profeta nos dejó. Pero a los de amplio criterio estos escritos negativos solamente los ha estimulado a investigar más a fondo; y cuanto más a fondo investigan, tanto mayor es la acumulación de evidencia en cuanto a la veracidad de la historia de José Smith. Con todo, tal como ha sido demostrado durante ciento cincuenta años, la veracidad del Libro de Mormón no será determinada por el análisis literario ni por la investigación científica, aunque ambos esfuerzos sean alentadores. La verdad en cuanto a los orígenes del Libro de Mormón será determinada hoy y mañana, tal como lo ha sido en el pasado, mediante la lectura del libro en el espíritu de reverencia, respeto y oración.

Hace algún tiempo recibí una carta de un padre de familia quien me decía que, en respuesta a una petición que yo había solicitado cierta vez en una conferencia general de que leyéramos el Libro de Mormón, él y su familia iban a leer la primera impresión, la cual había afectado tan profundamente a hombres tan fuertes y capaces que lo leyeron cuando salió de la prensa por vez primera. Lo felicité, pero me apresuré a añadir que nadie tiene necesidad de buscar un ejemplar de la primera edición para alcanzar el espíritu de este libro tan notable. Cada uno de los ejemplares, entre más de un millón que se imprimirán este año, lleva en sí ese mismo espíritu, incluye la misma promesa maravillosa y producirá el mismo resultado en el testimonio concerniente a la veracidad del texto.

El Libro de Mormón está aquí, y está para ser usado y leído con oración y un espíritu inquisitivo y sincero. Toda la obra de quienes lo han criticado a través de los ciento cincuenta y tres años de su presencia en la tierra ha carecido de credibilidad y no ha surtido ningún efecto en aquellos que, con oración, han leído el libro y han recibido mediante el poder del Espíritu Santo un testimonio de su veracidad. Si no hubiera ninguna otra evidencia en cuanto a la misión divina de José Smith, el Libro de Mormón sería por sí solo un testimonio innegable de ese hecho. Pensar que alguien sin inspiración pudiera producir un libro destinado a ejercer tan profundo efecto para bien en tantas personas es imaginar lo que simplemente no puede ser. La evidencia de la veracidad del Libro de Mormón se encuentra en la vida de los millones, vivos y difuntos, que lo han leído, que han orado en relación a él y que han recibido un testimonio de su verdad.

Mi segunda pregunta, en cuanto a cómo explicar la capacidad de José Smith para influir en hombres y mujeres de firme carácter, al punto de que lo siguieron hasta su misma muerte, es igualmente difícil de descartar. Cualquier persona que ponga en duda la capacidad de líder que José Smith poseía haría bien en observar la vida de los hombres que se sintieron atraídos hacia él. No se acercaron en busca de riquezas ni de poder político; no fueron atraídos por sueños de conquista militar, lo que él les ofrecía no era nada de eso; más bien tenía que ver solamente con la salvación mediante la fe en el Señor Jesucristo. Incluía persecución con sus dolores y pérdidas, misiones largas y solitarias, separación de la familia y amigos, y en muchos casos la muerte misma.

Tomemos por ejemplo a Orson Hyde. El hermano Hyde era un empleado de una casa de ventas en el pueblo de Kirtland cuando conoció a José Smith, el joven Profeta. Fue a aquel joven desconocido y nada prometedor vendedor de botones, hilos y telas, que José, hablando en el nombre del Señor, le diría que él, Orson Hyde, era ordenado “para proclamar el evangelio sempiterno por el Espíritu del Dios viviente, de pueblo en pueblo, y de tierra en tierra, entre las congregaciones de los inicuos, en sus sinagogas, razonando con ellos y declarándoles todas las Escrituras’’. (D. y C. 68:1.)

Este joven, este empleado en una tienda del pueblo, bajo la inspiración de aquel llamado profético, recorrió más de tres mil kilómetros a pie por Rhode Island, Massachusetts, Maine y Nueva York, “razonando con ellos y declarándoles todas las Escrituras” a todos los que encontraba en su camino.

Recuerdo que estuve en la casa de Orson Hyde en Nauvoo, la cómoda casa que abandonó para ir a Inglaterra y Alemania y para visitar Constantinopla [hoy Estambul], El Cairo y Alejandría en ruta a Jerusalén donde, el 24 de octubre de 1841, parado en el Monte de los Olivos, dedicó la tierra de Palestina, mediante la autoridad del Santo Sacerdocio, para el retorno de los judíos. Eso fue un cuarto de siglo antes de que Theodor Herzl [1860-1904], fundador del movimiento sionista, emprendiera la obra del recogimiento judío a su patria.

Otro ejemplo es Willard Richards, un hombre de mucha instrucción que, cuando José y Hyrum se entregaron al gobernador de Illinois y fueron encerrados en la cárcel de Carthage, se encontraba entre el pequeño grupo de hombres que los acompañaron. En la tarde del 27 de junio de 1844, la mayoría había sido enviado a ocuparse de ciertos asuntos, dejando solamente a John Taylor y a Willard Richards con el Profeta y su hermano Hyrum. Aquella tarde, después de la cena, el carcelero, sabiendo de la chusma congregada afuera del edificio, sugirió que estarían más seguros en la celda de la prisión. Dirigiéndose a Willard Richards, José preguntó: “¿Irá usted con nosotros si vamos a esa celda?” A lo que el élder Richards respondió:

“Hermano José, usted no me pidió que cruzara el río. . . Tampoco me pidió que viniera a Carthage… No me pidió que viniera a la cárcel con usted… ¿y cree que lo abandonaría ahora? Le diré lo que voy a hacer; si usted es condenado a la horca por ‘traición’, yo seré colgado en su lugar, y usted saldrá libre.” (B. H. Roberts, A Comprehensive History of the Church, 2:283.)

Los hombres fuertes e inteligentes no demuestran esa clase de amor hacia un impostor. Esa clase de amor proviene de Dios y del reconocimiento de la integridad en los hombres. Es una expresión del espíritu y refleja el ejemplo del Salvador, quien dio su vida por todos los hombres y quien declaró: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos.” (Juan 15:13.)

Hubo muchos otros—los Young, los Kimball, los Taylor, los Snow, los Pratt y muchos otros— quienes cuando primeramente conocieron a José Smith parecían ser personas comunes y corrientes que poco prometían, pero quienes, bajo el poder de las verdades y del sacerdocio que José Smith restauró, se tornaron en gigantes por sus logros mediante su servicio a los demás.

Finalmente, ¿qué decir de las profecías expresadas por José Smith? No fueron pocas, y se cumplieron. Entre las más notables está la revelación con respecto a la Guerra Civil de los Estados Unidos, dada a conocer en la Navidad de 1832. Hubo muchos hombres y mujeres nobles que deploraban la institución de la esclavitud entonces común en los estados del Sur de los Estados Unidos, y se decía mucho en cuanto a la abolición de la esclavitud. Pero. . . ¿quién, a no ser un profeta de Dios se iba a atrever a decir, treinta y nueve años antes de que sucediera, que “las guerras. . . que pronto se realizarán, comenzando por la rebelión de la Carolina del Sur” y que “los estados del Sur se dividirán en contra de los del Norte. . .”? (D. y C. 87:1, 3.) Esta notable predicción tuvo su cumplimiento cuando en la bahía de Charleston, en el Fuerte Sumpter, en Carolina del Sur, se abrió fuego en 1861. ¿Cómo pudo José Smith haber previsto con tal exactitud el hecho que iba a concretarse veintinueve años después de que él lo mencionara? Solamente mediante el espíritu de profecía que había en él.

Por otra parte, considerad la igualmente extraordinaria profecía concerniente al traslado de los santos a los valles de las montañas del Gran Lago Salado. Los santos vivían entonces en Nauvoo y en su comunidad gemela al otro lado del Río Misisipí y gozaban de prosperidad que hasta entonces les había sido ajena. Estaban construyendo un templo y otros edificios importantes; sus casas recién levantadas eran de ladrillo, hechas para durar mucho tiempo. Sin embargo, en un día de agosto de 1842, mientras visitaba Montrose, José profetizó que “los santos seguirían padeciendo mucha aflicción y que serían expulsados hasta las Montañas Rocosas; que muchos apostatarían, otros morirían a manos de nuestros perseguidores, o por motivo de los rigores de la intemperie o las enfermedades; y que algunos de ellos vivirían para ir a ayudar a establecer colonias y edificar ciudades, y ver a los santos llegar a ser un pueblo fuerte en medio de las Montañas Rocosas.” (Enseñanzas del profeta José Smith, pág. 113.)

Considerado en el contexto del tiempo y las circunstancias, esta declaración es sumamente notable. Solamente hablando con un conocimiento superior al propio podría alguien haber expresado palabras que se cumplirían tan literalmente.

Y ¿qué sucede con respecto a esta profecía, que en forma tan grandiosa anunció el gozoso destino de esta Iglesia?

“Nuestros misioneros van a distintas naciones … El estandarte de la verdad ha sido levantado; ninguna mano impía puede detener el progreso de la obra; las persecuciones se encarnizarán, el populacho podrá conspirar, los ejércitos podrán juntarse, la calumnia podrá difamar, más la verdad de Dios seguirá adelante valerosa, noble e independientemente, hasta que haya penetrado en todo continente, visitado toda región, abarcado todo país y resonado en todo oído, hasta que se cumplan los propósitos de Dios y el gran Jehová diga que la obra está concluida.” (History of the Church, 4:540; Lecciones para el seminario de preparación para el templo, pág. 32.)

La visión del profeta José Smith fue grandiosa. Abarcó a todos los pueblos de la tierra, de todas partes, y a todas las generaciones que han vivido y muerto. ¿Cómo puede alguien, tanto del pasado como del presente, hablar en contra de él a menos que sea por causa de la ignorancia? Esas personas no han leído ni meditado en sus palabras; no han sopesado su obra, ni han orado en cuanto a él. Como uno que sí lo ha hecho, añado mis propias palabras de testimonio de que era y es un profeta de Dios, levantado como instrumento en las manos del Todopoderoso para dar comienzo a la nueva y última dispensación del evangelio. Del profeta José Smith podríamos decir:

“Cuando una persona da su vida por la causa que ha defendido, da la mayor prueba de honradez y sinceridad que su generación, o cualquier otra generación futura puede reclamar. Al morir por su testimonio, todas las lenguas maliciosas deberían guardar silencio, y todas las voces acallar en reverencia ante un sacrificio tan completo.” (Ezra Dalby, manuscrito, 12 de diciembre de 1926.)

Es totalmente apropiado que hoy día cantemos en homenaje a José Smith, el gran siervo del Señor y Maestro Jesucristo en los postreros tiempos:

Grande su gloria, su nombre eterno,
siempre jamás él las llaves tendrá.
Justo y fiel entrará en su reino,
entre profetas nombrado será.
(Himnos de Sión, No. 190.)

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