Las bendiciones de Compartir el evangelio

Liahona Abril – Mayo 1986
Las bendiciones de Compartir el evangelio
Por el élder Carlos E. Asay
De la Presidencia del Primer Quorum de los Setenta

Carlos E. Asay

De un discurso pronunciado el 20 de septiembre de 1984, durante una Conferencia para futuros misioneros que se llevó a cabo en Provo, Utah.

En el Antiguo Testamento leemos so­bre una guerra que declaró el rey de Siria contra Israel. En dos ocasiones, su ejército se colocó en posición para sor­prender a los israelitas con un ataque que, según lo que pensaban los sirios, les aseguraría la victoria; pero el esperado triunfo no llegó, porque Eliseo, un “va­rón de Dios”, puso sobre aviso al rey de Israel y le reveló el lugar donde se halla­ban acampadas las fuerzas sirias.

Cuando el rey enemigo supo que Eliseo había sido el responsable de sus derrotas, mandó espías para que averi­guaran dónde estaba el Profeta; éstos vol­vieron diciendo que se encontraba en la ciudad de Dotan. Entonces el rey, con la esperanza de capturar a Eliseo, envió un gran ejército de hombres a caballo y en carros que, al amparo de la noche, sitia­ron la ciudad.

Por la mañana, muy temprano, el Pro­feta y el hombre que le servía se levanta­ron y vieron que la ciudad estaba sitiada por el enemigo, ante lo cual el asustado siervo exclamó: “¡Ah, señor mío! ¿Qué haremos?” En forma tranquilizadora, Eli­seo le contestó: “No tengas miedo, por­que más son los que están con nosotros que los que están con ellos”. Después oró, diciendo: “Te ruego, oh Jehová, que abras sus ojos para que vea”. El Señor abrió los ojos del joven y el vio que “el monte estaba lleno de gente de a caballo, y de carros de fuego alrededor de Eli­seo”. (Véase 2 Reyes 6:8-18; cursiva agregada.)

Supongo que hay veces en que los Santos de los Últimos Días, tanto jóvenes como mayores, tienen aprensiones en cuanto al servicio misional, aprensiones que los llevan a preguntar: “¿Debo acep­tar un llamamiento? ¿Debo servir en la misión?” Igual que el siervo de Eliseo, ellos también tienen una visión limitada de la obra, porque sus ojos no se han abierto ante la perspectiva y las bendicio­nes de dedicar todo su tiempo a servir a Dios y al prójimo. Así es que se mantie­nen a distancia mientras se preguntan si deben o no tomar parte en ella.

En la misma forma en que Eliseo oró por su atemorizado siervo, también yo ruego por vosotros y por todos los que pueden ser misioneros para que Dios les dé visión, les abra los ojos, y los capacite para captar el espíritu del servicio misio­nal; oro para que podáis percibir la im­portancia de abrazar la verdad y compar­tirla y de invitar a toda persona a acercarse a Cristo; oro para que podáis sentir la urgencia con que un profeta pi­dió más misioneros y vislumbrar, como el criado de Eliseo, los poderes celestia­les que se han conferido a esta obra y la acompañan continuamente.

El profeta Alma enseñó que Dios “concede a los hombres [y mujeres] se­gún lo que deseen. . . según la voluntad de ellos” (Alma 29:4). Yo creo que ese es un principio verdadero; si deseamos algo con gran vehemencia y procuramos de todo corazón obtenerlo, es muy posi­ble que lo obtengamos; la voluntad firme de nuestra parte reúne nuestras fuerzas interiores y nos gana la asistencia divina.

Quizás vuestro deseo de servir aumen­tara si comprendierais mejor cuáles son las bendiciones que derivan del servicio misional. Muchas veces Dios revela al mismo tiempo los mandamientos y las bendiciones relacionadas con ellos; por ejemplo, nos dio la Palabra de Sabiduría mencionando los mandamientos, y, al mismo tiempo, enumeró una serie de bendiciones que recibirían aquellos que los obedecieran. Me gustaría analizar con vosotros algunas de las bendiciones que se relacionan con la obra misional; no puedo mencionarlas todas, porque son tantas que resultan innumerables; pero hablaré de aquellas que parecen ser las, más comunes.

Antes de describir esas bendiciones, quiero haceros una advertencia. Durante un período crítico de su ministerio, al profeta José Smith se le advirtió diciéndole “que al obtener las planchas, no debería tener presente más objeto que el de glorificar a Dios; y que ningún otro pro­pósito habría de influir en mí sino el de edificar su reino” (José Smith-Historia 46). En otras palabras, se le previno que no debía llevar a cabo la obra divina impulsado por propósitos egoístas. Los motivos de interés personal son contrarios a la vida y las enseñanzas del Salvador; los propósitos generosos, por otra parte, comunican a la labor una pu­reza y una inocencia que invitan al Espí­ritu. Si nos olvidamos de nosotros mis­mos dedicándonos con abnegación a este sagrado llamamiento con el solo propósi­to de salvar almas, obtendremos multitud de bendiciones y beneficios inesperados a lo largo del camino. A continuación cito algunos.

Gozo  

Todos conocemos el versículo que di­ce: “Y si acontece que trabajáis todos vuestros días proclamando el arrepenti­miento a este pueblo y me traéis, aun cuando fuere una sola alma, ¡cuán grande será vuestro gozo con ella en el reino de mi Padre!” (D. y C. 18:15.)

Ahora bien, el gozo de que se habla en este pasaje no es un sentimiento efímero ni un placer pasajero, sino una felicidad profunda y permanente. El presidente Heber J. Grant testificó lo siguiente: “Mientras estaba en la misión, sentí más gozo que en ninguna otra época, an­terior o posterior. El hombre existe para que tenga gozo, y el gozo que yo sentí cuando era misionero era superior a cual­quier otro que hubiera podido experimen­tar dondequiera que estuviera.” (Improvement Era, oct. de 1936, pág. 659.)

Esto lo dijo un hombre que había via­jado por todo el mundo y había tomado parte en casi todas las fases de actividad del evangelio.

Os invito a leer sobre el gozo que sen­tía Ammón al hablar de sus experiencias misionales. Entre otras cosas, dijo: “Mi gozo es completo; sí, mi corazón rebosa de alegría, y me regocijaré en mi Dios. . . No puedo expresar ni la más pequeña parte de lo que siento”. (Alma 26:11, 16.) ¡Un gozo indescripti­ble!

Una conciencia tranquila    

La conciencia tranquila es el senti­miento de calma, de paz, que le sobrevie­ne a una persona cuando sabe que ha he­cho lo correcto, en el momento preciso e impulsado por la razón apropiada. Al equivocamos u ofender a alguien, nues­tro espíritu se ve perturbado; cuando ha­cemos lo que es correcto y bueno, el es­píritu está en calma. La conciencia se puede ahogar por medio de la desobe­diencia voluntaria, pero también se pue­de poner en total armonía con el Espíritu Santo mediante una obediencia volunta­ria. Creo que todos nosotros podemos llevar una vida casi libre de errores si nutrimos la voz de la conciencia en forma adecuada.

Sabemos muy bien que se espera que todo Santo de los Últimos Días rinda ser­vicio misional y que un profeta hizo un llamado para que haya más misioneros, diciendo que todo joven digno debe ser­vir. Este hecho ha quedado registrado en nuestra memoria y nuestro corazón, y sa­bemos que es la verdad. Por lo tanto, no obtendremos plena paz de conciencia hasta que hayamos obedecido el manda­to, prestado oído al llamado y servido.

El presidente George Albert Smith en­señó que llevar a cabo esta obligación “hará que los que son fieles, los que cum­plen con ese deber como se les requiere, adquieran una paz y una felicidad que están más allá de toda comprensión; y los preparará para que, a su debido tiempo, cuando hayan terminado su labor terre­nal, puedan entrar en la presencia de su Hacedor y que El los acepte por lo que han hecho” (en Conference Report, abril de 1922, pág. 53).

Aumento de conocimiento del evangelio

A los misioneros se les aconseja estu­diar dos horas por día, todos los días; una hora es para el estudio individual y una hora para estudiar con el compañero.

Con seguir simplemente el plan de estu­dio del evangelio que se ha creado para los misioneros, una persona lee el Libro de Mormón, el Nuevo Testamento, Doc­trina y Convenios y partes del Antiguo Testamento varias veces durante la mi­sión; además, al aprender las charlas mi­sionales y los conceptos de doctrina que se relacionan con ellas, también estudia a fondo los temas básicos del evangelio.

Enseñando esas lecciones una y otra vez y respondiendo al mismo tiempo a las preguntas y dudas de la gente, el mi­sionero tiene aún mayor oportunidad de aprender. En realidad, nunca se domina un conocimiento hasta que se ha enseña­do. Sí, sin duda, la misión es una escuela de enseñanza evangélica, aun una escue­la para profetas.

Aumento de la fe

El élder James E. Talmage describe la creencia diciendo que es una aceptación pasiva de la verdad; por otra parte, define la fe como una aceptación de la verdad, positiva y activa, que lleva a las buenas obras. Y declara que la “fe es creencia vivificada, activa y viva”. (Véase Artícu­los de Fe, pág. 106.)

Hay quienes aceptan un llamamiento a la misión por su creencia; creen que la iglesia es verdadera y creen que es su deber servir. Pero en el rendimiento de ese servicio, al orar pidiendo guía para encontrar personas a quienes enseñar, al suplicar ayuda en la enseñanza y esfor­zarse por emplear las palabras y los mé­todos apropiados, su creencia se transfor­ma rápidamente en fe.

Los misioneros no solamente son testi­gos de cambios milagrosos, sino que también participan en ellos; ven cómo las personas abandonan el pecado y se con­vierten en santos. Además, reciben res­puesta a sus oraciones, sienten la inspira­ción y las impresiones del Espíritu, observan el don de lenguas y muchos otros de los dones del Espíritu en acción y sienten que los sostienen poderes invi­sibles. Estas y muchas otras de sus expe­riencias plantan en su corazón las semi­llas de la fe.

Proximidad al Señor

Muchas veces, cuando pienso en la obra misional, recuerdo las palabras del rey Benjamín al preguntar: “Porque ¿cómo conoce un hombre al amo a quien no ha servido, que es un extraño para él, y se halla lejos de los pensamientos y de las intenciones de su corazón?”

(Mosíah 5:13.) Nadie puede llegar a sa­ber verdaderamente que Jesús es el Cris­to, nadie puede llegar a comprender ple­namente la obra del Salvador a menos que haya dedicado su tiempo, energías y bienes a salvar almas, porque esa fue la misión del Redentor.

El presidente Spencer W. Kimball nos ha dicho que “el sacerdocio es el poder y autoridad de Dios delegados al hombre en la tierra para que actúe en todo lo que es pertinente a la salvación de la humani­dad”. (The Teachings of Spencer W. Kimball, editado por Edward L. Kim­ball. Salí Lake City: Bookcraft, 1982, pág. 494.) El sacerdocio es el instrumen­to del que se sirve el Señor para actuar por medio de nosotros a fin de salvar al­mas. Cuando ejercemos esa potestad para elevar y salvar a otros, nos acercamos más a la fuente de nuestro poder, o sea, a Jesús el Cristo.

Compañía del Espíritu Santo

Me gustan mucho estas palabras del presidente Thomas S. Monson:

“Cuando compartimos con otras perso­nas el evangelio, inevitablemente sali­mos fuera de nuestro propio yo: pensa­mos en los demás, y oramos y trabajamos por su bienestar, lo cual nos ennoblece y nos estimula espiritualmente.” (Ensign, oct. de 1977, pág. 11.)

Ese Espíritu Santo abunda en esta obra; Él es el testificador, es quien con­vierte. Los misioneros enseñan por me­dio de su influencia y ésta, a su vez, ins­pira a los investigadores.

De todos los compañeros que se tienen en la misión, el Espíritu Santo es el que más se atesora. Aceptad el llamamiento para servir en una misión, llegad a cono­cer bien a este miembro de la Trinidad y tratad de gozar de su influencia por el resto de vuestros días.

Aumento del testimonio 

Hace muchos años, cuando era obispo, le extendí a un joven el llamamiento para servir en una misión. El rehusó, lo cual me tomó de sorpresa, pues no esperaba un rechazo de su parte. Me dijo que no tenía un testimonio y que pensaba que sería hipócrita si tratara de predicar en esas condiciones. A los seis meses le volví a extender la misma invitación y recibí la misma respuesta. Pero esa vez el Espí­ritu fue en mi ayuda, y le dije:

—Mira, contéstame algunas preguntas básicas. ¿Crees que hay un Dios en los cielos?

—Y. . . claro. Si yo no creyera que Dios existe, no oraría.

—Bueno —le dije— ¿Crees que Jesús es el Cristo?

—Sí —me contestó—, por supuesto que sí. Jamás he dudado de ello. Él es el Hijo de Dios, mi Salvador.

— ¿Crees que José Smith es el Profeta de la Restauración?

—Claro que sí, obispo —afirmó—. Tengo la certeza de que José Smith reci­bió de Dios la comisión divina de llevar a cabo Su obra.

—Una pregunta más —le insistí—. ¿Crees que David O. McKay es el Profe­ta de Dios? (Esto sucedió hace ya varios años.)

Una gran sonrisa apareció en su cara, y me preguntó:

— ¿Cuándo debo partir?

Es que siempre había tenido un testi­monio; pero no se había dado cuenta de que lo tenía ni de cómo podía expresarlo.

Los misioneros enseñan y testifican, enseñan y testifican, enseñan y testifican. Y cada vez que lo hacen atraen al Espíri­tu; además, las verdades que proclaman se van grabando cada vez más profunda­mente en su propia alma, y el testimonio que expresan se vuelve más brillante, claro y eficaz.

Perdón de los pecados

El presidente Spencer W. Kimball di­jo: “El Señor nos ha dicho que nuestros pecados nos serán perdonados más fácil­mente si traemos almas a Cristo y con determinación continuamos dando nues­tro testimonio al mundo; por supuesto, todos tenemos interés en recibir ayuda extra para que se nos perdonen los peca­dos”. (Véase “Me seréis testigos”, Liahona, nov. de 1977, pág. 3.)

En Santiago leemos:

“Hermanos, si alguno de entre voso­tros se ha extraviado de la verdad, y algu­no le hace volver, “sepa que el que haga volver al peca­dor del error de su camino, salvará de muerte un alma, y cubrirá multitud de pecados.” (Santiago 5:19-20.)

Nunca olvidaré una experiencia que tuve hace unos años, durante una confe­rencia de misión en Australia. Había allí un joven cuyo semblante irradiaba una luz tal que mi esposa me dijo: “Nunca he visto a nadie que brillara con la verdad como ese muchacho.”

Cuando terminó la reunión, y antes de que pudiéramos salir del estrado, aquel joven se acercó a mí y me preguntó:

—Élder Asay, ¿podría hablar con us­ted?

—Sí—le contesté—. Vaya a la oficina del obispo y espéreme allí. No tardaré.

Se dio vuelta y se dirigió por el pasillo adonde le había indicado. Al entrar yo en la oficina, él me miró y me dijo:

—Élder Asay, usted se ha olvidado de mí, ¿verdad?”

Sus palabras me hicieron sentir muy mal; pero le respondí:

—Sí, tengo que confesar que sí. Le pido que me perdone.

—Hace un par de años —dijo él entonces—, fui a verlo a su oficina con el obispo de mi barrio y el presidente de la estaca. Fui porque había cometido varios errores en la escuela secundaria, hacién­dome indigno del sacerdocio que poseía; y era necesario que pasara por el proceso del arrepentimiento y que obtuviera un permiso especial antes de poder servir en una misión. Más aún, es posible que se acuerde de que, después de enumerarle yo todas mis transgresiones, usted me di­jo: “Nunca te permitiré ser misionero”.

Entonces lo recordé: Había sido la úni­ca persona a quien yo le dijera esas pala­bras. Pero él lloró, y el obispo lloró, y el presidente de estaca lloró, y me rogaron y suplicaron; y al final, me ablandé y le dije:

“Bien, te lo voy a permitir con dos condiciones: Primero, que vivas estricta­mente de acuerdo con cada uno de los mandamientos; no puede haber atajos y transigencias; y segundo, que te esfuer­ces por llegar a ser el mejor misionero en la misión a la que te envíen.”

Después de haber evocado en mi me­moria todos aquellos recuerdos, él me di­jo:

—Élder Asay, me emocionó mucho saber que usted vendría. Sabe, la semana que viene regreso a casa, y quería decirle que en los últimos dos años no he trope­zado ni transigido en el cumplimiento de los mandamientos y reglas, ni he que­brantado ninguno. Además —añadió—, no seré el mejor misionero en esta mi­sión, pero ando muy cerca.”

Sus palabras me conmovieron. Lo abracé, le agradecí y después de unos momentos de emoción, se dio vuelta para marcharse; pero antes de irse, me miró otra vez y me dijo:

—Élder Asay, por primera vez en mu­chos, muchos años, me siento por com­pleto limpio moralmente.

—Y lo está —le aseguré—. Su servi­cio lo ha santificado. Ahora, al regresar a su casa, por favor, manténgase limpio.

Desde que eso sucedió, se casó en el templo, es padre, y está terminando una carrera profesional.

Uno de los Apóstoles de los últimos días, el élder George F. Richards, pro­metió lo siguiente: “En el nombre del Se­ñor deseo prometeros que, por la acepta­ción del llamamiento misional y la dedicación con que llevéis a cabo la la­bor, Él os perdonará vuestras transgresio­nes pasadas y podréis empezar de nuevo vuestra vida con una foja completamente limpia”. ¿Quién no querría reclamar el cumplimiento de esa promesa?

Desarrollo y refinamiento del carácter

El élder Stephen L Richards, del Consejo de los Doce, habló de la influencia que ejerce una misión sobre los Santos de los Últimos Días. “El fundamento del ca­rácter de nuestros hombres y mujeres ha mejorado”, dijo. “El sacrificio les ha en­señado el autodominio; la abnegación ha engendrado generosidad, como siempre lo hace; la enseñanza de las virtudes les ha hecho que las pusieran ellos mismos en práctica, y la elevada espiritualidad les ha implantado firmemente el testimo­nio y engrandecido el alma.” (Conferen­cia General de octubre de 1945.) ¡Qué gran verdad!

Si no estoy equivocado, el carácter se compone en parte de los hábitos y las inclinaciones que vamos desarrollando a través de los años. Pensad en los hábitos, las tendencias, las virtudes que se pueden adquirir en el campo de la misión.

¿Quién no ha visto el reflejo de excelen­tes cualidades en las caras de los misio­neros que han adquirido esos hábitos? ¿Quién no ha observado el refinamiento que se lleva a cabo en ellos durante unos pocos meses de servicio?

Espíritu pacificador

El Salvador ha dicho: “Bienaventura­dos los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5:9). El presidente N. Eldon Tanner dijo estas pa­labras: “Si todo miembro de esta Iglesia aceptara hoy el llamamiento de nuestro Profeta, viviera de acuerdo con el evan­gelio, obedeciera los mandamientos de nuestro Padre Celestial y se convirtiera en un misionero de verdad, podríamos contribuir más a la causa de la paz que todo el poder que reunieran todos los go­biernos y todas las fuerzas armadas”. (Conferencia General de octubre de 1962; cursiva agregada.)

El movimiento más grandioso de paz es aquel en el que toman parte los misio­neros o representantes del Señor.

Servicio

Todos conocemos las enseñanzas del rey Benjamín. Con respecto al servicio, él dijo entre otras cosas:

“Cuando os halláis en el servicio de vuestros semejantes, sólo estáis en el ser­vicio de vuestro Dios. . .
“. . .si lo sirvieseis con toda vuestra alma, todavía seríais servidores inúti­les. . .
“. . . él os ha creado y os ha concedido vuestras vidas, por lo que le sois deudo­res.
“Y en segundo lugar, él requiere que hagáis lo que os ha mandado, por lo que, si lo hacéis, él os bendice inmediatamen­te; y por tanto, os ha pagado. Y aún le sois deudores; y le sois y le seréis para siempre jamás; así pues, ¿de qué tenéis que jactaros?” (Mosíah 2:17, 21, 23-24.)

Aumento de amor y comprensión hacia la gente

Nadie puede querer más que yo al pue­blo armenio. ¿Y por qué? Porque lo serví como misionero. Aprendí un poco de su idioma, he estudiado su historia, y he tra­tado de salvar las almas de algunos de ellos. Los quiero con todo mi corazón.

Un ex misionero que ahora es médico, que tuvo que interrumpir sus estudios universitarios para salir en una misión, opina que “al haber dedicado su tiempo y talentos a una misión regular, nacieron en él un mayor amor e interés hacia sus semejantes. . . Ser inteligente no es sufi­ciente, sino que la inteligencia más el amor cristiano hacia la humanidad son la combinación perfecta para llegar a ser un facultativo respetado y de éxito”. (“La misión: Tiempo ganado”, Liahona, ene. de 1981, pág. 36.)

Los misioneros desarrollan su amor y comprensión hacia los demás por medio de su servicio.

Establecimiento de amistades perdurables

Se puede decir que todo misionero tie­ne el privilegio de vivir y trabajar con cinco o seis compañeros por lo menos.

Al comer, orar y enseñar juntos, se desa­rrollan entre ellos lazos especiales de amistad, algunos de los cuales perduran durante toda la vida.

En la misión que presidí había un jo­ven que tenía serios problemas de adapta­ción, al que con mucho cuidado le elegí un compañero. Los dos se complementa­ban a la perfección, y pude observar có­mo se infundieron el uno al otro sus vir­tudes y fortalezas; cuando se fueron de la misión, ambos eran fuertes e íntegros y estaban llenos de deseos de servir a Dios. Unos años después, me enteré de que uno de ellos había tenido graves problemas de familia y traté de averiguar si habría al­guna forma en que pudiera ayudarlo; en­tonces supe que su antiguo compañero de misión ya se había enterado de la situa­ción y estaba haciendo todo lo necesario para brindarle la ayuda que le hacía falta.

También debemos pensar en la amis­tad que se establece para toda la vida en­tre los misioneros y las personas a quie­nes enseñan el evangelio y bautizan. Nunca olvidaré una experiencia que tuve en Texas; al llamar a uno de los misione­ros para que se presentara en la casa de la misión a fin de hacerle la última entrevis­ta antes de su regreso a la casa, me pre­guntó si me parecía bien que lo acompa­ñara un hermano al que había enseñado y bautizado, a lo que contesté afirmativa­mente.

Me encontraba en mi oficina cuando llegaron; era muy evidente que había un gran cariño entre los dos, y estuvieron mucho rato enfrascados en una conversa­ción, lo cual me hizo impacientarme pues mi programa para el día era sumamente ocupado y tenía apuro por efectuar la en­trevista de una vez; así es que apuré al misionero para que entrara en mi oficina. El miró al converso con lágrimas en los ojos y le dijo:

—Gracias por acompañarme aquí, her­mano.

El otro respondió inmediatamente:

—De nada, élder. ¡Soy yo quien tiene que darle las gracias por haberme enseña­do el evangelio!

Esas pocas palabras que intercambia­ron encerraban todo un discurso, ¡y qué grande era el afecto que había entre los dos! Esa amistad que establecemos en la misión con compañeros y conversos pue­de ser eterna.

Experiencias memorables

El presidente Kimball ha hablado del servicio misional diciendo que es una gran aventura, y lo califica así porque se trata de una obra emocionante y que mueve a la acción, una empresa para la cual se requiere osadía y un gran valor.

Una vez vi la siguiente frase de propa­ganda que le hacían a una película: “La mayor aventura en la historia de un esca­pe”, y pensé: “Nadie sabe lo que es una aventura hasta haber tratado de ayudar a alguien a escapar del pecado, o de resca­tar a alguien que haya estado al borde de la muerte espiritual, o hasta haber lucha­do contra las fuerzas del mal o haber marchado con las huestes de Dios.” No existe mayor aventura, ni nada que sea más emocionante y motivador que el ser­vicio misional en la obra del Señor.

Preparación de un pueblo

En una revelación que dio el Señor por medio del profeta José Smith, hace más de ciento cincuenta años, se encuentran las siguientes palabras:

“Las llaves del reino de Dios han sido entregadas al hombre en la tierra, y de allí rodará el evangelio hasta los extre­mos de la misma, como la piedra cortada del monte, no con mano, ha de rodar, hasta que llene toda la tierra. . .
“Por tanto, extiéndase el reino de Dios, para que venga el reino de los cie­los. . .” (D. y C. 65:2,6.)

¡Cuán privilegiados y electos somos al poder ser parte del cumplimiento de una profecía! Recibir la invitación para edifi­car el reino y servir en la preparación para la segunda venida del Salvador es un inmenso honor. No hay obra que sea más urgente e importante que edificamos y preparamos para la venida de Cristo.

Capacitación de líderes

Hay pocas experiencias en la Iglesia (quizás ninguna otra) cuya influencia ten­ga el poder permanente de una misión.

Por ejemplo, un reciente estudio que se hizo de ex misioneros reveló el hecho de que 91 por ciento de ellos asisten a la reunión sacramental por lo menos tres veces por mes, que 89 por ciento tienen por lo menos un cargo en la Iglesia, y que 95 por ciento se casan en el templo. En consecuencia, podemos ver que los que han sido misioneros pueden contribuir a la Iglesia sus valiosas cualidades de líde­res, especialmente en los países en desa­rrollo.

Hace poco tiempo, mi esposa y yo vi­sitamos Colombia, donde entrevisté a va­rios hombres, esperando que el Señor me revelara quién debía ser el nuevo presi­dente de una estaca. El hombre que reci­bió el llamamiento es un ex misionero que todavía no tiene treinta años; pero, a pesar de su juventud, tiene un gran espí­ritu y mucha experiencia. Ha servido en una misión; ha sido líder misional, y eso lo ha preparado para servir y para dirigir.

Vida eterna

El mayor de todos los dones de Dios es el de la vida eterna. Me conmueven estas palabras del presidente George Albert Smith:

“Muchos de nosotros nos pasamos la mayor parte del tiempo tratando de obte­ner las cosas de esta vida que tendremos que abandonar al dejar este mundo, y, sin embargo, estamos rodeados de almas in­mortales a las que, si quisiéramos, po­dríamos enseñar inspirándolas a investi­gar la verdad e instilando en su corazón el conocimiento de que Dios existe y es un Ser vivo. ¿Qué tesoro podría ser más precioso para nosotros? Tendríamos aquí su gratitud y su reconocimiento eterno en la vida venidera.” (Conferencia General de octubre de 1916.)

Más aún, según lo entiendo, aquellos que sirven a su prójimo, los que ayudan a salvar almas, son candidatos para la vida eterna. Nuestra salvación se encuentra entretejida con la de otras personas, y solamente si nos inclinamos para ayudar a levantar a otros podremos nosotros mis­mos elevamos en dirección al cielo. Hay únicamente un camino que conduce a la vida eterna, y podemos permanecer en él más fácilmente si ayudamos a nuestros semejantes a encontrarlo y recorrerlo.

Fijad en vuestra mente esta promesa del Maestro: “Y cualquiera que haya de­jado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tie­rras, por mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna”. (Mateo 19:29; cursiva agregada.)

Os he hablado de diecisiete bendicio­nes que se reciben como resultado del servicio misional; pero hay más, se po­dría decir que la lista es interminable. Tratad de entender que podéis recibir to­das esas bendiciones si os convertís a la obra misional y os disponéis a responder al llamado para servir.

El presidente Kimball dijo que “la obra misional, al igual que el diezmo, hará que se reciban bendiciones, como dijo Malaquías, hasta que no haya lugar que las contenga (véase Malaquías 3:10)”. (En Conference Report, Conferencia de Área en Corea, agosto de 1975, pág. 61.)

Esta es la obra que tendrá mayor valor para vosotros. Estoy convencido de que el Señor, si apareciera en este mismo ins­tante para hablaros, entre otras cosas os diría: “No puedes hacer nada que sea de mayor valor que ir, y servir, y declarar el arrepentimiento a este pueblo, a fin de poder traer almas a mí”. (Véase D. y C. 15:6.)

Al principio de este análisis me referí al profeta Elíseo y su siervo. Volveré ahora al Antiguo Testamento. Cuando Elías había llegado al fin de su ministe­rio, tuvo la siguiente conversación con Eliseo, que sería su sucesor: “Pide lo que quieras que haga por ti, antes que yo sea quitado de ti. Y dijo Eliseo: Te ruego que una doble porción de tu espíritu sea sobre mí”. (2 Reyes 2:9.)

Ruego con todo mi corazón que podáis recibir una doble porción del espíritu mi­sional, no sólo para que seáis capaces de ver la urgencia de la obra, no sólo para que podáis tener una visión de las bendi­ciones que se derramarán sobre vosotros, sino para que también podáis hacer un compromiso con el Señor, e ir y servir con una actitud pura y divina. ■

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