El Señor me ha enviado

Liahona Abril – Mayo 1986
El Señor me ha enviado
Por Patti Lara
Artículo ganador del concurso literario de Liahona

Ariana caminó despacio por las ace­ras que a aquellas horas de la maña­na comenzaban a llenarse de gente que se movía apresurada de un lugar a otro. Muchos iban al trabajo, y otros lle­vaban a sus niños al colegio. El tráfico se congestionaba en las bocacalles y algu­nos conductores se impacientaban en su prisa por llegar puntualmente a su desti­no.

Ariana también acababa de dejar a su hija Sandra en el colegio. Existía un au­tobús escolar, pero Ariana prefería llevar a la niña al colegio ella misma cada día. Le convenía aquel paseo matinal, así como el vespertino cuando iba a recogerla, y además le daba oportunidad de dedicar preciosos minutos a su hija.

Siempre hablaban por el camino. La niña tenía tantas cosas que decir, tantos pequeños secretos que compartir con su madre, tantas risas que reír y experien­cias que relatar. Aquella personita tan pe­queña era todo un nuevo mundo que a Ariana le producía fascinación explorar y descubrir.

Aquella mañana, sin embargo, Ariana se sentía cansada ya a aquella hora tem­prana, e incluso un poco triste. Tenía por delante un día ajetreado, su esposo se en­contraba de viaje por unos días, y a las responsabilidades del hogar se sumaban las de sus llamamientos en la Iglesia. Además otro niño, otro dulce espíritu, estaba en camino, y de pronto Ariana se sentía abrumada por las numerosísimas cosas a las que debía prestar su atención y su esfuerzo. Ni siquiera se sentía con ánimo de andar de regreso a casa. Si bien aquella caminata formaba parte de su programa de ejercicio físico, aquella ma­ñana algo se rebelaba en su interior. Los numerosos bloques de calles que la sepa­raban de su casa le parecían intermina­bles. Entonces decidió detenerse en la próxima parada y tomar el autobús.

Mientras esperaba, reflexionó triste­mente en que aquella decisión no le pro­ducía alivio en su desánimo. Sin embar­go, algo en su interior la impulsaba a quedarse y espetar el autobús. Mientras lo hacía pensó ligeramente preocupada en su esposo, que a aquellas horas se en­contraría conduciendo su coche a mucha distancia del hogar, por carreteras extra­ñas. Su trabajo le exigía viajar bastante, y ella siempre temía que algo le sucediera en la carretera.

Pensó también en la hermana Lago, que se encontraba enferma de hepatitis y apenas podía moverse de la cama. Ariana era su maestra visitante, y se preguntaba en qué manera podía ella mejor ayudar a la hermana Lago sin desatender sus pro­pias responsabilidades.

Pensó en la pequeña Sandra, que lleva­ba tres días con un incómodo resfriado, y se preguntó si debería llevarla al médico, o si todo pasaría sin mayores consecuen­cias.

Pensó además en que debía escribir a su madre, pues hacía tiempo que no lo hacía, y ahora que Ariana y sus hermanos eran mayores y vivían fuera de casa, sus padres tenían que sentirse bastante solos.

De nuevo se sintió abrumada de pensar en todas las cosas que la esperaban aquel día y en los próximos, y deseó que su esposo se encontrase en casa para buscar en él un poco de apoyo y consuelo.

Ya en el autobús, y de pie, dado que no había asientos desocupados, todavía recordó algo más: había olvidado que ne­cesitaba comprar algunos tomates para la ensalada que iba a preparar para comer.

Si hubiese ido andando, los habría com­prado por el camino. Ahora el autobús pasaría sin detenerse por enfrente de va­rios supermercados, y ella no podría ha­cer nada.

Suspiró, sintiéndose aún más melancó­lica, y al hacerlo sintió el súbito impulso de mirar a su izquierda. Cerca de ella, y de pie también, se hallaba otra mujer con cuya mirada se cruzó en aquel momento. Un poco turbada, decidió sonreírle, a cu­ya sonrisa respondió la desconocida con otra rápida y fugaz, mirando a continua­ción en otra dirección.

Ariana volvió a pensar en los tomates. “Me bajaré una parada antes de la mía y los compraré en el almacén de Alfredo”, decidió. “Luego seguiré andando hasta casa. No está muy lejos.”

En aquel momento quedó un asiento libre, y Ariana se apresuró a tomarlo. Pe­ro cuando así iba a hacerlo, colisionó ac­cidentalmente con la mujer que la había mirado unos momentos antes.

—Perdone —dijeron las dos a la vez.
—Siéntese —ofreció Ariana.
—No, por favor; siéntese usted — declinó la desconocida.

Ariana dio las gracias y se dejó caer en el asiento, realmente agradecida. El auto­bús prosiguió la marcha y Ariana con­templó unos momentos a aquella mujer. No vestía con demasiado lujo y sus ojos mostraban una expresión cansada y tris­te. Eran de color castaño claro y bajo ellos aparecían grandes ojeras. En aquel momento la desconocida se volvió brus­camente, y Ariana, sorprendida contem­plándola, sonrió de nuevo, esta vez azo­rada. Mientras miraba por la ventanilla el tráfico matinal, se preguntó por qué sen­tía la sensación de que le faltaba algo más que debía hacer aquel día. Lo había senti­do todo el tiempo de manera insistente, y no tenía nada que ver con-los tomates.

Unos minutos más tarde el asiento a su lado quedó vacío, y Ariana se apresuró a avisar a aquella mujer.

—Señora, aquí tiene un asiento libre —indicó sonriéndole.

La mujer murmuró un “gracias” y se sentó a su lado. Ariana se sorprendió contemplándola en un par de ocasiones, y descubrió que la desconocida también la estaba mirando a ella. Entonces deci­dió entablar conversación

—Estamos teniendo un otoño precio­so, ¿verdad?

La desconocida no parecía dispuesta a hablar mucho, pero Ariana sentía una oleada cálida hacia ella. Para intentar animarla, le contó acerca de su mala me­moria y cómo había olvidado que debía regresar a casa andando para comprar unos tomates.

—Si usted quiere —dijo la desconocida—, yo podría venderle algu­nos de mis tomates. Los cultivo en mi propio jardín y ahora mismo tengo mu­chísimos.
—Bueno, me encantaría—exclamó Ariana entusiasmada—. Las cosas case­ras siempre son mejores, ¿no es verdad?

Cuando la desconocida le dijo que vi­vía unas tres paradas más allá de la suya, Ariana vaciló un momento. Tendría que viajar más allá de su casa y luego regre­sar cargada con los tomates. Aquello se­ría una pérdida de tiempo. No podía per­mitirse perder el tiempo cuando tenía tantísimas cosas que hacer. Sin embargo no quería ofender a aquella mujer, que empezaba a serle muy agradable, y con­vino en llegar hasta su casa y comprarle a ella los tomates.

Cuando bajaron del autobús había con­seguido que la desconocida le revelase que se llamaba Teresa. Juntas caminaron junto a una hilera de casitas con jardín hasta llegar a una de aspecto humilde, pero muy limpia y cuidada.

— ¡Qué maravilla! —exclamó Ariana —. Siempre quise tener una casa con jar­dín. Nosotros vivimos en un apartamen­to, y a veces se siente uno como enjaula­do.

Teresa sonrió sin decir nada, y rodean­do la casita la condujo a la parte poste­rior, donde tenía su pequeño huerto. Las dos mujeres se dedicaron a recoger toma­tes, metiéndolos en una cestita que Tere­sa puso a disposición de Ariana. Mien­tras lo hacían, Teresa comenzó a mostrarse un poco más conversadora. Le contó a Ariana que había enviudado re­cientemente, y que su única hija había tenido que dejar de estudiar para entrar a trabajar en una fábrica y poder salir las dos adelante.

Cuando la cestita estuvo llena, y sus riñones se resentían un poco del esfuerzo realizado, Teresa preguntó:

— ¿Le gustaría entrar en casa y tomar algo calentito antes de irse?

Ariana pensó desesperada: “¡Tiempo, tiempo! ¡No puedo, no puedo perder más tiempo!” Sin embargo, algo le instó a contestar:

— ¡Me encantaría!

Pocos minutos más tarde se encontra­ban ambas sentadas una frente a otra a la mesa de la cocina, y ante ellas tenían sendas tazas de rico chocolate humeante. Poco a poco Teresa comenzó a hablarle de sí misma.

—Fue gracioso cómo en el autobús no dejábamos de coincidir mirándonos la una a la otra —dijo riendo—. Nunca me había sucedido nada semejante. He esta­do tan sola, tan sola. . .

Súbitamente sus ojos se ensombrecie­ron, y Ariana creyó leer en ellos dolor y tristeza. Teresa comenzó a hablarle de la lucha que ella y su marido habían tenido desde que se casaron, para salir adelante, de cómo él se vio a menudo engrosando las filas del paro, de cuántas penalidades pasaron para que su única hija pudiese lograr unos estudios superiores, para que al final tuviese que interrumpirlos y po­nerse a trabajar en un oficio que la tenía bastante esclavizada. Teresa se volvió to­davía más seria y, hablando casi como si estuviese monologando, se preguntó por qué en ocasiones uno sentía como si Dios dirigiese su mirada en otras direcciones, hacia otras personas. Uno sentía que ya nadie, ni el Señor siquiera, le amaban en el mundo. Al llegar a estas alturas, las líneas en torno a la boca de Teresa se endurecieron, y apretó la mandíbula con la obstinación de la supervivencia, mien­tras sus ojos mostraban una expresión amarga.

Ariana buscó con desesperación algo que decir a aquella pobre mujer. ¡De se­guro habría algo en el Evangelio para aquella dulce y dolorida hermana! Pero no halló qué decirle. Toda palabra de consuelo parecía vana, inútil, al lado de la cruda e implacable realidad.

—Ni siquiera sé por qué le estoy con­tando todo esto —murmuró Teresa, con los ojos bajos.

Pero súbitamente levantó la mirada, y clavándola en la de Ariana y contemplán­dola fijamente, preguntó:

—Dígame una cosa. ¿Por qué ha veni­do?

Ariana respondió, no sabiendo quién ponía las palabras en su boca:

—Porque el Señor me ha enviado.

Al llegar a este punto, Teresa rompió a llorar abundantemente. Al principio Ariana pensó que debería decirle alguna, palabra de consuelo, pero pronto vio que su compañera lloraba con gratitud. Una vez que se hubo repuesto un poco, Teresa habló de nuevo.

—No puedo creerlo —comenzó—.

Anoche tuve un sueño, un sueño muy extraño. Yo caminaba por un lugar muy, muy oscuro, y ni siquiera sabía a dónde me dirigía o si bajo mis pies se abriría algún abismo. De pronto encontraba a una mujer cuya figura entera resplande­cía con una luz especial. Ella se acercaba a mí y yo la miraba con esperanza por la luz que traía. Entonces yo le preguntaba: “¿Por qué ha venido?” Y ella me contes­taba. . .—La voz de Teresa se quebró aquí—. Me contestaba, lo mismo que usted, Ariana: “Porque el Señor me ha enviado”.

Se miraron en silencio. Ariana se sen­tía ahora muy tranquila. “Ni os preocu­péis tampoco de antemano por lo que ha­béis de decir;” decía el Señor, “más atesorad constantemente en vuestras mentes las palabras de vida, y se os dará en la hora precisa aquella porción que le será medida a cada hombre.” Así había sucedido. El Espíritu le había inspirado las palabras exactas que Teresa necesita­ba escuchar.

—Quiero saber más de usted —dijo Teresa—. Quiero que seamos amigas.

Ariana la tomó de la mano.

— ¿Ve cómo el Señor nunca vuelve su mirada?—murmuró suavemente.
— ¿De qué religión es usted? — preguntó Teresa con curiosidad.

Ariana comenzó a hablarle. Teresa es­cuchaba con gran interés. Cuando Ariana la invitó a asistir a su próxima Noche de hogar, ella aseguró que estaría allí con su hija.

—Hemos buscado la luz por tanto tiempo—añadió, mientras ambas se po­nían en pie.

Se abrazaron unos momentos y Ariana recogió su bolso, su abrigo y sus toma­tes. Una vez en la calle, se sintió más ligera y fortalecida. “En verdad, sólo en el servicio a nuestros semejantes halla­mos la felicidad”, pensó. “Ahí está el se­creto.”

Era tarde y la comida se retrasaría aquel día. Prepararía una buena ensalada y se la llevaría a la hermana Lago y la comerían juntas. Pediría cita con el pe­diatra para que viese a Sandra lo antes posible y la tranquilizase al respecto. Por la noche llamaría a su marido al hotel y procuraría ser ella la que le infundiese ánimos y le dijese: “En casa pensamos en ti y te queremos”. Luego, después de acostar a Sandra y antes de hacerlo ella misma, escribiría una carta a su madre y le enviaría aquella receta que había queri­do desde hacía tanto tiempo.

Un espíritu de gozo inundó su cora­zón, y mientras esperaba al borde de la acera a que la luz del semáforo cambiase a verde, se dio cuenta de que había desa­parecido completamente aquella sensa­ción de que, por mucho que tuviese que hacer, todavía le quedaba algo. Había es­cuchado los susurros del Espíritu, había puesto el reino de Dios primero, y todo lo demás se le había dado por añadidura. ■

La hermana Patti Lara, conversa a la Iglesia, es intérprete profesional. Asiste a la Rama Rota del Distrito de Cádiz, España, y tiene llamamientos tanto en la rama como en el distrito. Este relato se basa en un incidente real.

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