Extendamos la mano y escalemos

Liahona Abril – Mayo 1986
Extendamos la mano y escalemos
Por el élder Dallin H. Oaks
Del Quorum de los Doce

Dallin H. Oaks

¿Cómo respondemos al enfrentamos con una empresa que parece imposible?

Todos tenemos que atravesar obstácu­los; todos nos topamos con problemas; todos tenemos que recorrer senderos con­ducentes a alturas que nos parecen inal­canzables. Tarde o temprano, todos nos encontramos al pie de una montaña que nos parece imposible de escalar.

En 1895 mi bisabuelo, Abinadi Olsen, fue llamado para ir en una misión a las Islas de Samoa. Obedeciendo al llama­miento del Profeta, salió de su pequeño pueblo en Utah dejando a su esposa con cuatro niños pequeños, entre los que se encontraba mi abuela materna, que se lla­maba Chasty Magdalene. Viajó por tren y barco hasta la cabecera de la misión en Apia, Samoa, en una jornada que le llevó veintiséis días. La primera asignación que recibió al llegar fue para trabajar en la isla de Tutuila.

Después de varias semanas de vivir en lo que él denominaba una choza de paja, comiendo alimentos que le eran extraños, sufriendo molestas enfermedades y lu­chando por aprender samoano, le parecía que no había logrado ningún progreso en la obra misional. Lleno de nostalgia y descorazonado, empezó a considerar se­riamente la posibilidad de abordar una embarcación para regresar a Apia y de­cirle al presidente de la misión que no quería perder más tiempo en Samoa. Los obstáculos que se le presentaban para el cumplimiento de la misión le parecían in­superables, y lo había invadido el deseo de volver junto a su esposa e hijos, que se esforzaban con denuedo por mantenerlo en la misión.

Un amigo suyo, que lo oyó relatar esa experiencia algunos años después de su regreso, habló del desánimo del misione­ro y después citó sus propias palabras:

“Hasta que una noche, mientras estaba acostado en una estera sobre el suelo de la choza, de pronto entró un desconocido y, hablándome en mi propia lengua, me dijo que me levantara y lo siguiera. El tono de autoridad con que me habló no me dejaba alternativa, y tuve que obede­cerle. Me condujo a través de la aldea hasta que nos encontramos junto a un ba­rranco; frente a mis ojos tenía una pared perpendicular de roca sólida. ‘¡Qué ex­traño!’, pensé. ‘Nunca había visto este barranco aquí. ’ En ese momento, el des­conocido me dijo:

“—Quiero que escales ese barranco.

“Volví a mirar el risco y exclamé per­plejo:

“— ¡No puedo! Es imposible de esca­lar.
“— ¿Cómo sabes que no puedes? —me preguntó mi guía—. Todavía no lo has intentado.
“— ¡Cualquiera lo puede ver, y. . .— empecé a protestar.

“Pero él me interrumpió, diciendo:

“—Empieza a trepar. Extiende la ma­no. . . ahora levanta un pie.

“Al intentar la empresa, dirigido por órdenes que no me atrevía a desobedecer, pareció que de pronto se había abierto en la roca sólida un nicho al que pude asir­me; luego, mi pie encontró un lugar don­de apoyarse.

“—Sigue —me ordenó el hombre—; extiende ahora la otra mano.

“Y al hacerlo, otra vez se abrió un lu­gar en la roca; para mi sorpresa, el ba­rranco empezó a achicarse, me fue resul­tando cada vez más fácil escalar y continué trepando sin dificultad hasta que súbitamente me encontré otra vez en la choza, acostado en mi estera. ¡El extraño había desaparecido!

“Me pregunté por qué habría tenido esa experiencia. Muy pronto obtuve la respuesta: yo había estado frente a un ba­rranco espiritual durante aquellos tres meses, y no había extendido la mano pa­ra tratar de escalarlo; no me había esfor­zado en la forma en que debía haberlo hecho por aprender el idioma ni por re­solver los otros problemas que tenía.” (Fenton L. Williams, “On Doing the ímpossible” (“Lo imposible se puede lo­grar”), Improvement Era, agosto de 1957, pág. 554.)

Está demás decir que Abinadi Olsen no abandonó la misión, sino que trabajó en ella durante tres años y medio hasta que recibió su relevo de la debida autori­dad. Fue un misionero excepcional, y por el resto de su vida siguió siendo un fiel miembro de la Iglesia.

Cuando nos enfrentamos con obstácu­los que nos parecen imposibles de ven­cer, aun en el cumplimiento de justas res­ponsabilidades, debemos recordar que si estamos dedicados a la obra del Señor, las dificultades que se nos puedan pre­sentar nunca serán tan grandes como el poder que nos respalda. Lo que tenemos que hacer es extender la mano y escalar. Sólo con la mano extendida podremos encontrar un asidero; sólo con los pies en movimiento encontraremos lugares don­de apoyarlos.

Se nos dice que la fe precede al mila­gro; también sabemos que nuestros pro­pios esfuerzos lo preceden. Esta expre­sión del presidente Spencer W. Kimball nos comunica ese mensaje: “¡Avancemos!”

Las Escrituras citan muchos casos en que el Señor bendijo a aquellos que in­tentaban lo imposible. Nada es imposible para El.

Cuando Moisés sacó de Egipto a los israelitas, acamparon junto al Mar Rojo. En esa situación, los egipcios creyeron que los tenían atrapados: por un lado tenían el mar, y por el otro los guerreros de Faraón que los perseguían. Pero Moisés les dijo: “No temáis. . . Jehová peleará por vosotros.” El Señor entonces le dijo a él que los mandara marchar hacia el mar. Cuando obedecieron, Moisés extendió la mano con la vara en dirección al agua, como se le había mandado, y el pueblo de Israel atravesó el Mar Rojo “en seco”. (Véase Éxodo 14:13-16, 22.) Avanzaron con fe, y lograron lo que parecía imposi­ble.

El hermano de Jared se encontró con el problema de tener que iluminar con algo los barcos cerrados que su pueblo había construido, y trató de que el Señor le die­ra la solución. No obstante, Él le respon­dió con una pregunta: “¿Qué quieres que yo haga para que tengáis luz en vuestros barcos?” (Eter 2:23.) El hermano de Ja- red puso manos a la obra para tratar de solucionar el problema fundiendo y mol­deando dieciséis piedras transparentes; luego, con extraordinaria fe, le pidió al Señor que las tocara con un dedo, dicien­do: “y disponías para que brillen en la obscuridad. . . para que tengamos luz mientras atravesamos el mar” (Eter 3:4). Su oración recibió respuesta. Ese proble­ma particular se resolvió por medio de la iniciativa de una persona llena de fe junto con las bendiciones y el poder de Dios.

Cuando a Nefi se le mandó regresar a Jerusalén para obtener los registros sa­grados que tenía Labán, él obedeció con fe lo que se le había mandado, aun cuan­do le era imposible ver la manera en que podría llevar a cabo la empresa. Pero sa­bía que el Señor no daba mandamientos sin antes preparar la vía para que se cum­pliera lo que Él ha mandado (véase 1 Nefi 3:7). Gracias a su fe e iniciativa, Nefi pudo cumplir la misión que se le había encomendado, y los resultados han sido una bendición para muchas genera­ciones.

Para aquellos que obedecen los man­damientos de Dios y siguen su consejo no hay nada imposible. Pero las bendiciones que nos llevan por encima de los obstácu­los no preceden nuestros esfuerzos, sino que son posteriores a ellos. Lehi y sus hijos no recibieron el Liahona para guiar­los mientras todavía estaban en Jerusa­lén, sino después de haber pasado años en tierras deshabitadas. Los santos no re­cibieron la palabra del Señor sobre la or­ganización del Campamento de Israel (véase D. y C. 136) mientras estaban en Nauvoo, sino cuando se hallaban sobre la ribera occidental del río Misuri (cerca de la actual ciudad de Omaha, estado de Nebraska), casi un año después de haber abandonado la mencionada ciudad.

¿Qué debemos hacer cuando nos en­frentamos con obstáculos en el cumpli­miento de nuestras responsabilidades jus­tas? ¡Extender la mano y escalar! Las bendiciones que resuelven los problemas y nos llevan por encima de los obstáculos sólo se dan a las personas que toman la iniciativa

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