Asombro me da

De un discurso a los obreros del Templo de Salt Lake,
el 24 de noviembre de 1985.
Asombro me da
Por Jeffrey R. Holland
Presidente de la Universidad Brigham Young

Jeffrey R. Holland

Uno de nuestros himnos favoritos comienza con las palabras «Asombro me da». (Himnos de Sión, 46.) Al pensar en la vida de Cristo nos quedamos realmente asombrados. Nos asombra su papel premortal como el gran Jehová, agente de su Padre, creador de la tierra, guardián de toda la fami­lia humana. Nos asombra su venida a la tierra y las circunstancias que rodearon su advenimiento. Nos asombra el milagro de su concepción y la pobreza de su nacimiento.

Nos asombra ver que cuando tenía sólo doce años de edad, ya estaba en los negocios de su padre. Nos asombra el comienzo formal de su ministerio, su bautismo y sus dones espirituales.

Nos asombra que dondequiera que Él iba, las fuer­zas del maligno le precedían y que lo conocían desde el principio. Nos asombra que Jesús echó fuera y venció estas fuerzas del mal al hacer que el cojo caminara, el ciego viera, el sordo oyera y el enfermo sanara. En verdad nos asombra todo movimiento y momento — tal como cada generación desde Adán hasta el fin del mundo ha de estarlo. Al meditar en el ministerio del Salvador, me pregunto: «¿Cómo lo hizo?»

Pero lo que más me asombra es cuando Jesús, en su intensa agonía al estar en la cruz, dijo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». (Lucas 23:34.)

Si jamás ha habido un momento que verdadera­mente me haya causado asombro, es éste. Cuando pienso en El, soportando el peso de todos nuestros pecados y perdonando a aquellos que lo clavaron a la cruz, mi pregunta no es «¿Cómo lo hizo?», sino «¿Por qué lo hizo?» Al hacer un examen de mi vida en contraste con la misericordiosa vida de Él, me doy cuenta de que no hago todo lo que debería para seguir el ejemplo del Maestro.

Para mí, esto es razón de asombro de primer or­den. Me asombra lo suficiente su habilidad de sanar a los enfermos y de levantar a los muertos, pero yo mismo he tenido cierta experiencia en sanar en una forma limitada. Todos somos vasos menores, pero, hemos sido testigos de los repetidos milagros del Se­ñor en nuestras propias vidas, en nuestros propios hogares y con nuestra propia porción del sacerdocio. Pero, ¿misericordia? ¿Perdón? ¿Expiación? ¿Reconciliación? Muy a menudo, eso es algo diferente.

¿Cómo pudo perdonar a los que le atormentaban en ese momento? Con todo ese dolor, con la sangre que le brotaba por cada poro, aún pensaba en los demás. Esta es aún otra evidencia asombrosa de que en verdad era perfecto y que espera que nosotros también lo seamos. En el Sermón del Monte, antes de declarar que la perfección debería ser nuestra me­ta, mencionó un último requisito. Dijo: «Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen». (Mateo 5:44.)

De todas, esta es la cosa más difícil de hacer. Preferiría que se me pidiera resucitar a los muertos, o devolverle la vista a un ciego o aliviar una mano paralizada; preferiría hacer cualquier cosa que amar a mis enemigos y perdonar a aquellos que me lastiman a mí o a mis hijos o a los hijos de mis hijos, especial­mente a aquellos que se ríen y gozan de la brutalidad de lastimar a otros.

La única persona perfecta y la más pura que ha vivido en esta tierra fue Jesucristo. Él es la ‘única persona en todo el mundo, desde Adán hasta este momento, que merecía adoración, respe­to, admiración y amor, y sin embargo fue perseguido, abandonado y muerto. Pese a todo eso, no condenó a los que lo persiguieron.

Cuando nuestros primeros padres, Adán y Eva, habían sido expulsados del Jardín de Edén, el Señor «les mandó que adorasen al Señor su Dios y ofrecie­sen las primicias de sus rebaños como ofrendas al Señor». (Moisés 5:5.) El ángel le dijo a Adán: «Esto es una semejanza del sacrificio del Unigénito del Padre, el cual es lleno de gracia y de verdad». (Moisés 5:7.)

Este sacrificio servía como un recordatorio cons­tante de la humillación y el sufrimiento que el Hijo soportaría para rescatarnos. Era un recordatorio constante de que no abriría su boca, que sería lleva­do como cordero al degolladero. (Véase Mosíah 14:7.) Era un recordatorio constante de la manse­dumbre, misericordia y bondad -sí, el perdón- que habría de marcar la vida de todo cristiano. Por todas estas razones y más, esos corderos primogénitos, lim­pios y sin mancha, perfectos en todo aspecto, eran ofrecidos sobrepesos altares de piedra, año tras año y generación tras generación, señalándonos hacia el gran Cordero de Dios, su Hijo Unigénito, su Primo­génito, perfecto y sin mancha.

En nuestra dispensación, debemos participar de la Santa Cena -una ofrenda simbólica que refleja nuestro corazón quebrantado y nuestro espíritu con­trito. (Véase D. y C. 59:8.) Al participar, promete­mos «recordarle siempre, y guardar sus mandamien­tos,. . . para que siempre [podamos] tener su espíritu [con nosotros]». (D. y C. 20:77.)

Los símbolos del sacrificio del Señor, ya sea en los días de Adán o en los nuestros, son para ayudarnos a recordar que debemos vivir pacífica, obediente y mi­sericordiosamente. Estas ordenanzas son para ayu­darnos a recordar que debemos demostrar el evange­lio de Jesucristo en nuestra longanimidad y bondad humana los unos para con los otros, tal como Él nos lo demostró en esa cruz.

Pero a través de los siglos, pocos de nosotros he­mos usado estas ordenanzas en la manera apropiada.

Caín fue el primero en ofrecer un sacrificio inacepta­ble. Tal como el profeta José Smith observó:

«Dios. . . preparó un sacrificio en el don de su pro­pio Hijo que sería enviado en el debido tiempo para preparar el camino o abrir la puerta por la cual el hombre podría entrar en la presencia del Señor, de la cual había sido echado por su desobediencia. . . Por la fe en esta expiación o plan de redención, Abel ofreció a Dios un sacrificio aceptable de las primicias del rebaño. Caín ofreció del fruto de la tierra, y no fue aceptado porque… no podía ejercer una fe que se opusiera al plan celestial. La expiación a favor del hombre debe ser el derramamiento de la sangre del Unigénito, porque así lo disponía el plan de reden­ción; y sin el derramamiento de sangre no hay remi­sión; y en vista de que se instituyó el sacrificio como tipo o modelo mediante el cual el hombre habría de discernir el gran Sacrificio que Dios había preparado, era imposible ejercer la fe en un sacrificio contrario, porque la redención no se logró de esa manera, ni se instituyó el poder de la expiación según ese orden . . . Ciertamente, por verter la sangre de un animal nadie se beneficiaría, a menos que se hiciese para imitar, o como tipo o explicación de lo que se iba a ofrecer por medio del don de Dios mismo; y esto debería hacer mirando hacia lo porvenir, con fe en el poder de ese gran Sacrificio para la remisión de los pecados». (Enseñanzas del profeta José Smith, págs. 63-64.)

Asimismo, muchas personas en nuestros días, un poco al estilo de Caín, regresan a sus hogares después de participar de la Santa Cena para argüir con algún miembro de la familia, mentir, engañar o enojarse con un vecino.

Samuel, un profeta en Israel, comentó cuan inútil es ofrecer un sacrificio sin honrar el signi­ficado del mismo. Cuando Saúl, rey de Israel, desafió las instrucciones del Señor al traer consigo, después de la guerra contra los amalecitas, «lo mejor de las ovejas y de las vacas, para sacrificarlas a Jehová [su] Dios», Samuel, con gran angustia, exclamó: «¿Se complace Jehová tanto en los holocaustos y víctimas, como en que se obedezca a las palabras de Jehová? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros». (1 Samuel 15:15, 22.)

Saúl ofreció sacrificio sin comprender el significa­do del mismo. Los Santos de los Últimos Días que fielmente asisten a la reunión sacramental, pero que no son más misericordiosos, pacientes o perdonado- res como resultado de ello, vienen siendo iguales a Saúl. Actúan automáticamente, sin una compren­sión de los propósitos por los cuales estas ordenanzas fueron establecidas. Estos propósitos tienen como fin ayudarnos a ser obedientes y mansos en nuestra bús­queda por el perdón de nuestros pecados.

Hace muchos años, el élder Melvin J. Ballard enseñó que «nuestro Dios es un Dios celoso — celoso, no sea que alguna vez hagamos caso omiso, del mejor regalo que Él nos ha dado, que lo olvide­mos y que lo consideremos de poca importancia: la vida de su Hijo Primogénito.» (Melvin J. Ballard, Crusaderfor Righteousness, Salt Lake City: Book- craft, 1966, págs. 136-137.)

Entonces, ¿cómo podemos asegurarnos que nunca «ignoraremos u olvidaremos» el más grandioso de todos sus dones?

Podemos hacerlo mostrando nuestro deseo por una remisión de nuestros pecados y nuestra eterna gratitud por la súplica más ferviente jamás hecha: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Lo hacemos al unirnos a la obra de perdonar pecados.

‘»Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo’, [nos exhortó Pablo] (Gálatas 6:2)… La ley de Cristo, que es nuestro deber cumplir, es llevar la cruz. La carga de mi her­mano, que yo debo sobrellevar, no es sólo su situa­ción [y circunstancia] externa,. . . sino literalmen­te, su pecado. Y la única manera de sobrellevar ese pecado es perdonándolo. … El perdón es el sufri­miento semejante al de Cristo, el cual todo cristiano tiene el deber de sobrellevar.» (Dietrich Bonhoeffer, The Cost of Disápleship, 2a. edición, Nueva York: Macmillan, 1959, pág. 100.)

Seguramente la razón por la cual Cristo dijo: «Pa­dre, perdónalos» fue porque, aun en esa terrible ho­ra, Él sabía que este era el mensaje que a través de toda la eternidad tenía que dejar. Todo el plan de salvación se habría perdido si él hubiera olvidado que no fue a pesar de la injusticia, brutalidad, cruel­dad y desobediencia, sino precisamente por causa de ellas, Él había venido a extenderle perdón a la fami­lia humana. Cualquiera puede ser afable y paciente y perdonar en un buen día, pero un cristiano debe ser afable y paciente y perdonar todos los días.

¿Hay alguien en vuestra vida que tal vez necesite perdón? ¿Hay alguien en vuestra casa, en vuestra familia, en vuestro vecindario que haya hecho algo injusto, cruel o indigno de un cristiano? Todos so­mos culpables de tales transgresiones, así que segura­mente hay alguien que necesita vuestro perdón.

Y por favor no preguntéis si es justo que las vícti­mas tengan que sobrellevar la carga del perdón por el ofensor. No preguntéis si la «justicia» no demanda que sea lo contrario. No, cualquier cosa que hagáis, no pidáis justicia. Vosotros y yo sabemos que lo que demandamos es misericordia, y eso es lo que debe­mos estar dispuestos a dar.

¿Vemos la trágica ironía de no darles a los demás lo que nosotros mismos tanto necesitamos? Tal vez el acto más sublime, sagrado y puro sería decir, ante la crueldad y la injusticia, que amáis aún más a vuestros enemigos, bendecís a los que os maldicen, hacéis bien a los que os aborrecen, y oráis por los que os ultrajan y os persiguen. (Véase Mateo 5:44.) Este es el exigente camino hacia la perfección.

Un prominente ministro escocés escribió:

«Ningún hombre que no está dispuesto a perdonar a su semejante puede esperar que Dios esté dispuesto a perdonarle a él. . . Si Dios dijera ‘Te perdono’ a un hombre que odia a su hermano, y si (aunque sería imposible) esa voz de perdón llegara a ese hombre, ¿qué significaría para él? ¿Cómo lo interpretaría? ¿Significaría para él: ‘Puedes seguir odiando, a mí no me importa. Se te ha provocado y estás justificado en tu odio’?

«Sin duda Dios toma en cuenta lo que se ha hecho mal y la provocación que ha habido; pero cuanto mayor la provocación, mayor la excusa que se puede justificar por el odio existente, mayor la razón. . . para que el que odia deba [perdonar y] ser librado del infierno de su [ira].» (George MacDonald, An Anthology, editado por C. S. Lewis, Nueva York: Macmillan, 1947, págs. 6-7.)

Recuerdo que hace unos años vi una situación que tenía lugar en el aeropuerto de Salt Lake L.City. Ese día, bajé del avión y caminé hacia la terminal. Inmediatamente se hizo obvio que un misionero regresaba a su hogar por la apariencia de todos los amigos y parientes que llenaban el aeropuerto.

Traté de identificar a los miembros de la familia inmediata. Había un padre que no se veía particular­mente cómodo; llevaba un traje que no le sentaba muy bien y un tanto anticuado. Parecía ser un hom­bre que trabajaba la tierra, ya que tenía la piel bron­ceada y manos grandes y agrietadas por el trabajo.

Su camisa blanca estaba algo desgastada, y probable­mente nunca la usaba más que los domingos.

Había una madre bastante delgada, que parecía haber trabajado muy arduamente durante su vida. Traía un pañuelo en la mano – uno que creo que alguna vez fue de lino, pero que ahora parecía un pañuelo desechable. Estaba deshilachado por la anti­cipación que sólo la madre de un misionero que vuel­ve a casa puede conocer.

Dos o tres hermanos menores corrían por ahí, to­talmente ajenos a la situación que se desenvolvía.

Pasé por donde ellos estaban y me dirigí hacia el frente de la terminal, pero luego pensé: «Este es uno de los dramas humanos especiales en nuestra vida. Quédate y gózalo». Así que me detuve y me fui hacia atrás de la gente para observar. Los pasajeros empe­zaban a descender del avión.

Empecé a preguntarme quién sería el primero en apartarse del grupo para darle la bienvenida al misio­nero, y una mirada al pañuelo de la madre me con­venció que tal vez sería ella.

Mientras permanecía sentado ahí, vi al misionero que empezaba a bajar las escaleras del avión. Sabía que era él por los chillidos de emoción del grupo. Se veía como el capitán Moroni, limpio y apuesto y erguido y alto. Indudablemente había llegado a apre­ciar el sacrificio que esa misión había significado para sus padres, y esto lo había convertido exacta­mente en el misionero que parecía ser. Traía el pelo recién cortado para su viaje a casa; su traje, aunque algo gastado, estaba limpio, y su ligeramente desgas­tada gabardina aún lo protegía del frío del que su madre tantas veces le había advertido que se cuidara.

Llegó al final de la escalera y se encaminó hacia el edificio del aeropuerto y entonces, tal como lo ima­giné, alguien no pudo esperar más. No fue su madre, ni ninguno de los niños, ni siquiera la novia que estaba parada ahí cerca. Fue su padre. Ese hombre grande, callado y bronceado se abrió paso entre la multitud y corrió y tomó a su hijo entre sus brazos.

El misionero probablemente medía 1.9 m., pero ese padre robusto lo agarró, lo levantó en vilo, te­niéndolo entre sus brazos por mucho, mucho tiem­po. Sólo lo abrazaba, sin decir palabra. El joven soltó sus portafolios, puso sus brazos alrededor de su padre, y permanecieron abrazados. Parecía como si toda la eternidad se hubiese detenido, y, por un precioso instante, el aeropuerto de Salt Lake City era el cen­tro del universo. Era como si todo el mundo hubiese enmudecido como muestra de respeto por tan sagra­do momento.

Pensé entonces en Dios, el Eterno Padre, al ver a su hijo salir a servir, a sacrificarse cuando no tenía que hacerlo, costeándose sus propios gastos, por de­cirlo así, costándole todo lo que había ahorrado du­rante toda su vida. En ese preciso momento, no era difícil imaginar a ese Padre decir con cierta emoción a aquellos que podían escuchar: «Este es mi Hijo Amado, en quien tengo complacencia». También era posible imaginar a ese hijo que regresaba triun­fante, decir: «Consumado es. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».

Aun con mi limitada imaginación, puedo ver L V. esa reunión en los cielos; y ruego por una semejante para vosotros y para mí. Ruego por reconciliación y perdón, por misericordia y por el progreso y carácter cristianos que debemos desarro­llar si queremos gozar plenamente de tal momento.

Me asombra que, aun para un hombre como yo, lleno de egoísmo, transgresión, intolerancia e impa­ciencia, haya una posibilidad. Pero si he oído las «buenas nuevas» correctamente, en verdad hay una posibilidad -para mí y para vosotros, y para todos los que estén dispuestos a seguir con la esperanza y a seguir esforzándose y a brindarles a otros el mismo privilegio.

Sorpresa me da que quisiera Jesús bajar
Del trono divino mi alma a rescatar…

Contemplo que él en la cruz se dejó clavar.
Pagó mí rescate, no puedo olvidar;
No, no, sino que a su trono yo oraré,
Mi vida y cuánto yo tengo a él daré…
Oh sí, asombro es, siempre para mí.
(Himnos de Sión, Núm. 46.)

En el sagrado nombre de Jesucristo. Amén.

De un discurso a los obreros del Templo de Salt Lake, el 24 de noviembre de 1985.

Esta entrada fue publicada en Sin categoría y etiquetada . Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario