Tomado de un discurso pronunciado en la Universidad Brigham Young
el 23 de julio de 1985.
Progresemos hacia el bien
Por Richard G. Ellsworth
No hace mucho tiempo, mientras conversaba con una de mis hijas casadas sobre una experiencia espiritual que tuvo uno de nuestros antepasados, ella me preguntó: «¿Por qué los pioneros parecen haber tenido tantas experiencias espirituales y nosotros tan pocas? ¿No deberíamos tener nosotros la misma clase de experiencias que ellos tuvieron?»
Quizás ustedes se hayan hecho la misma pregunta; la mayoría de nosotros se la hace tarde o temprano. Deseo atestiguar de la realidad, la accesibilidad, el propósito y lugar que ocupan las experiencias espirituales en nuestra vida. Deseo testificar que el tener una experiencia espiritual es algo real, que está al alcance de todos, y nos proporciona la verdad y el poder para influir y cambiar nuestra vida si nos ubicamos en una situación que nos permita recibirla. Existe una dimensión espiritual; de hecho, nuestra dimensión terrenal no es más que una pequeña porción de una realidad mucho mayor que nos rodea y que sobrepasa nuestro conocimiento. Dentro de nuestro cuerpo mora nuestro espíritu, un ser celestial programado para responder a la dimensión espiritual.
Quizás por el hecho de que la maldad sea más ofensiva a nuestro espíritu notemos su presencia con más facilidad. A menudo podemos percibir los pensamientos o intenciones malignas que nos rodean.
Nuestro espíritu se retira del mal
Recuerdo cuando era joven y salí de mi hogar para servir en la Marina de los Estados Unidos. Mi abuela me advirtió que el Espíritu del Señor no me acompañaría a lugares donde existiera la maldad, lo cual descubrí muchas veces cuando mis obligaciones militares requerían que yo estuviera en lugares donde la maldad prevalecía en el corazón de los hombres. Nosotros, es decir, nuestro espíritu, sí se retira del mal, por lo menos hasta que llegamos a acostumbrarnos tanto a su presencia que perdemos la habilidad de sentirnos ofendidos y, de hecho, llegamos a insensibilizarnos ante su presencia.
La bondad también se puede percibir al igual que la maldad, pero siendo que no nos causa tanto impacto es más fácil que no la notemos. Sin embargo, la bondad es poderosa, mucho más poderosa que la maldad. La bondad es santa; se siente tan bien ser honrado, y ¿no hemos experimentado todos el dulce alivio que se siente al ser perdonados? El perdón es divino. El arrepentimiento es un importante principio del evangelio de Jesucristo, porque nos limpia nuevamente y pone nuestro espíritu en armonía con aquello que es bueno. Inevitablemente la bondad testifica de Jesucristo, y se fortalece nuestro testimonio de verdades eternas.
Testimonio de la verdad.
Por ejemplo, el testimonio de la veracidad del Libro de Mormón lo obtuve cuando era joven por el deseo que tenía de ser protegido del mal con un escudo de bondad. Fue durante la Segunda Guerra Mundial, cuando como joven marino se me asignó a la base aeronaval de Anacostia, en Washington.
Una de mis tareas era la de participar en la producción de películas de entrenamiento que identificaban la forma y el contorno de los barcos y aviones enemigos. Estas películas se producían en un gran edificio parecido a un granero, que contenía un escenario grande y plano y estaba lleno de maquetas, modelos, figuras y otros aparatos.
La mayor parte del tiempo nos manteníamos muy ocupados, pero casi al final de la guerra pasamos varias semanas sin ninguna asignación. Finalmente, todos los que trabajaban conmigo recibieron otras asignaciones, pero por alguna razón a mí me dejaron en el edificio, tal vez para vigilar el equipo. Al principio disfrutaba enormemente de mi libertad; era agradable no tener nada que hacer. Habían cortado toda la electricidad de aquel lugar, con la excepción de un enchufe en el que se había conectado una pequeña lámpara que descansaba sobre una mesa. Además, había una silla de madera donde me podía sentar si lo deseaba. El resto del edificio estaba todo obscuro. Durante varios días, abrí la puerta para que entrara la luz y me sentaba afuera, en la vieja silla, a disfrutar de aquella soledad. Pero pronto me empecé a aburrir.
Había sido criado en la Iglesia por padres abnegados que me habían enseñado el evangelio, pero yo nunca había leído completamente el Libro de Mormón. Un día, mientras descansaba sin hacer nada, decidí que ese era un momento oportuno para leerlo. Así que esa misma tarde traje de mi dormitorio mi pequeño Libro de Mormón que daban a los militares y, deseando estar a solas, entré en el edificio, encendí la pequeña lámpara que estaba sobre la mesa y empecé a leer. Recuerdo cuánto me impresionaron esas primeras palabras, «Yo, Nefi, nací de buenos padres…» (1 Nefi 1:1).
Seguridad a mi alma
A medida que pasaron los días, leí el libro palabra por palabra, y mi alma, ya capacitada para reconocer la bondad y la verdad, empezó a responder al testimonio de los profetas. ¡Nunca había tenido una experiencia semejante! Leí lenta y devotamente, saboreando cada palabra y deseando que nunca acabara. Experimenté sentimientos que ni siquiera sabía que existían y, al final, cuando leí la admonición de Moroni al terminar el libro, sentí un gran deseo de poner a prueba sus palabras, de pedir una confirmación espiritual aun mayor que la que sentía en esos momentos. Recuerdo que cerré las puertas de ese inmenso edificio y me interné en él para luego arrodillarme en la obscuridad sobre aquel frío piso de cemento, con la frente recostada en el duro asiento de la silla de madera, y allí le dije al Señor que creía en las palabras de Moroni y le pedí que fortaleciera mis creencias para que se convirtieran en conocimiento.
Nunca olvidaré lo que pasó. Lo he sentido muchas veces desde aquel día. Me di cuenta de que estaba rodeado de un poder superior a mí, el cual me había sobrecogido enteramente. Era tranquilo, claro e indescriptiblemente poderoso. Me parecía blanco y exquisito, como el fruto del árbol de la vida de que habló Nefi (véase 1 Nefi 8:11). Me llenó completamente y lo retuve durante varios días. No se trataba de una fuerza ofensiva o inquietante, como sucede con el poder de la maldad, sino que era dulce y llenaba mi alma de seguridad. Supe que el libro era verdadero.
A nuestra disposición
Este tipo de testimonio, que es una verificación espiritual real, está al alcance de todos nosotros, no importa cuándo ni dónde vivamos. No necesitamos haber sido pioneros para saber que el Libro de Mormón es verdadero o que el evangelio es verídico, sino que necesitamos estar espiritualmente accesibles y conscientes. Estoy seguro que el Señor obra por intermedio de nosotros, ya seamos espiritualmente conscientes o no, pero me parece una lástima no escuchar la música ni disfrutar de la orquestación. No debemos temer a estas cosas ni evitarlas; por el contrario, debemos tener el deseo de probarlas. Son nuestras por derecho de herencia y actuación. Como Santos de los Últimos Días, hemos efectuado las ordenanzas, o por lo menos algunas, y hemos recibido el don del Espíritu Santo, que nos da el derecho, a recibir experiencias espirituales, pero debemos vivir dignos de merecerlas.
La clase de experiencia espiritual valiosa a la que nos referimos no se puede lograr sin ningún esfuerzo. Debe existir un propósito, una necesidad y una gran determinación de vivir rectamente. Debe existir humildad y un gran deseo.
¡Cómo he admirado ese espíritu de inteligencia pura que a menudo inundaba a mi buen padre cuando enseñaba el evangelio de Jesucristo! Cómo he orado y he deseado poseer esa sensibilidad espiritual que caracterizaba a mi bisabuelo, un hombre que vio ángeles y habló con Dios. Cuando me he esforzado por vivir de la mejor manera posible, he llegado a sentir esos dones, igual que ellos. Se nos dan la promesa y el poder de partir el velo, aun como el hermano de Jared, o Moroni, o Nefi, o Pablo, o José Smith, o mi padre o mi bisabuelo, y cuando esto sucede, se presenta ante nosotros una experiencia exquisita, espléndida e inolvidable.
Vi a mi hijo antes de que naciera
Una tarde, ya hace muchos años, mi esposa y yo nos sentamos a descansar. Los niños ya se habían acostado y nosotros conversábamos, mientras esperábamos el nacimiento de un nuevo bebé. Mi esposa, avanzada en su embarazo, estaba sentada al lado de la mesa. Conversábamos en voz baja, sabiendo que el bebé llegaría esa noche, y en medio de aquella quietud y penumbra podíamos regocijarnos en el amor que sentíamos el uno por el otro y por el bebé que vendría. Recuerdo haber mirado a mi esposa, sentada en la mecedora, con los ojos cerrados, y con sus pálidas manos reposadas sobre su vientre. El sentimiento que ambos tuvimos en ese momento fue sumamente agradable; y a medida que se prolongaba, se hacía más poderoso. Le pregunté:
– ¿Sientes todo esto que nos rodea?
Su respuesta fue:
-Sí.
Fue hermoso estar con ella en ese momento; reinaba un sentimiento de dulce intimidad, de una unidad indescriptible.
– ¿Te das cuenta de que vamos a tener un varón? -le dije.
-Sí, lo sé -contestó-; será un niño.
Entonces, a través del velo, vi a nuestro hijo, de pie, esperando, a poca distancia de la mecedora donde estaba mi esposa. Era alto y apuesto; me parecía más alto y más grande de lo normal. Irradiaba poder en su persona, un gran poder, bondad, paciencia y amor.
– ¿Lo ves parado allí a tu lado? – pregunté.
Nuevamente se intensificó ese exquisito sentimiento de cercanía y unidad. Me miró, confiada, con una leve sonrisa en los labios.
– No necesito verlo – me dijo -; sé que él está aquí.
Hermanos y hermanas, las experiencias espirituales son algo real, y están a nuestro alcance para proporcionarnos el conocimiento y el poder para influenciar, controlar y cambiar nuestras situaciones. Por ejemplo, la oración es o debe ser una experiencia espiritual. Se nos promete revelación por medio de la oración, y cómo necesitamos ayuda del otro lado del velo en nuestra vida cotidiana, en nuestras decisiones y trato con los demás, en nuestro noviazgo, en nuestro matrimonio y como padres. Estas son cosas eternas relacionadas con nuestro progreso eterno y nuestra exaltación.
No estamos solos
Cuántas veces mis esposa y yo nos hemos arrodillado para orar en busca de confirmación y ayuda en nuestras necesidades y decisiones como padres, y cuántas veces nos ha llegado la respuesta, a veces como un cambio de sentimientos, a veces como suaves sugerencias o un claro discernimiento, y a veces como visiones de la vida de nuestros hijos, aun de los mismos sucesos y circunstancias que enfrentaban y que tenían que resolverse. Como padres hemos necesitado consuelo y seguridad, y la hemos recibido, no sólo una, sino repetidas veces.
Doy testimonio de que el Señor trata de asistirnos constantemente. Él ha dispuesto nuestra situación terrenal de tal manera que podemos tener y conocer la verdad más allá de los límites de nuestra existencia. No estamos solos. Cuan agradecí- dos debemos estar por los convenios, las ordenanzas y el poder del sacerdocio. Estas ordenanzas y convenios son los medios por los cuales podemos penetrar el velo y conseguir bendiciones en esta vida y el más allá. Cuando guardamos nuestros convenios y obedecemos las ordenanzas, inevitablemente recibimos recompensas eternas. El Señor está obligado cuando hacemos lo que dice, y El no miente.
El Señor confía en nosotros
Como el gran ejemplo y como un Padre amoroso, el Señor nos confía poder espiritual que supera nuestra comprensión. El sacerdocio es la autoridad para usar el poder de Dios en todas las cosas que conciernen al bienestar del género humano.
El sacerdocio es juicio; cuando se usa correctamente, siempre es decisivo y conclusivo. Contiene un gran poder redentor que da cabida a una reevaluación, un nuevo examen de determinada situación y, por tanto, un cambio de acuerdo con esa determinación. Pero es necesario tener el valor de utilizar ese poder espiritual; no debemos limitarnos tan sólo a orar por una persona que busca una bendición. El poder del sacerdocio existe y siempre está disponible.
Con frecuencia he sentido el poder del sacerdocio, un poder fuera de mi persona, moviéndose a través de mí hacia la persona que recibía la bendición. Recuerdo la ocasión en que bendije a una joven madre que acudió en busca de renovada fortaleza a fin de soportar un embarazo difícil. Ella tenía una gran fe, y al bendecirla como su obispo, sentí un poder que fluía por mis brazos, hacia los dedos y penetraba su cabeza. Sentí cómo corría ese poder por su cuerpo, hasta la punta de sus pies. Era una fuerza potente, purificadora, rejuvenecedora, con una energía casi electrizante, no obstante tranquila, suave y confortante. Después de la bendición, se puso de pie y, con lágrimas en los ojos, me dijo:
«Lo sentí hasta la punta de los pies.»
Escojamos cada día el bien o el mal
Pero debemos comprender que a fin de estar alertos a estas cosas, a fin de conocerlas, vivirlas y usarlas en nuestra vida, debemos estar en condiciones de recibirlas. Y de hecho, diariamente tenemos distintas oportunidades, a cada momento, de exponernos al bien o al mal. No existen momentos ni campos neutrales. La profundidad e intensidad de la dimensión espiritual nos rodean, y dentro de ellas moramos, actuamos y existimos. Cada día nos toca elegir entre el bien y el mal. Nos ponemos en el lugar donde deseamos estar, ya sea que lo hagamos consciente o inconscientemente. Si no elegimos progresar hacia el bien, lo haremos hacia el mal; no permanecemos inmóviles, ni podemos hacerlo. Esta es la razón por la cual el Señor dijo que aquellos que no están con El están en su contra.
Y es así que, cuando mi hija me preguntó si hoy no debíamos tener en nuestra época la misma clase de experiencias espirituales que tenían los pioneros, realmente se refería a nuestra actual posición espiritual. El evangelio es nuestro mapa de caminos; contiene toda la información y toda la instrucción. Nos informa cómo ponernos en la debida condición para tener el conocimiento, la experiencia, y el poder redentor a que tenemos derecho en esta vida. «En otras palabras,» dice el Señor, «os doy instrucciones en cuanto a la manera de conduciros delante de mí, a fin de que se torne para vuestra salvación» (D. y C. 82:9).
Todos los mandamientos del Señor son instrucciones para lograr el progreso espiritual. Todos requieren la obediencia, y al grado que obedezcamos, recibiremos la bendición resultante. Dar, servir, amar, comprender, ser generoso y caritativo, honrado y casto -todas tienen consecuencias espirituales. Guardar la Palabra de Sabiduría, pagar el diezmo, ceñirse a la ley del ayuno, orar siempre: estas acciones nos colocan en una posición en la cual las cosas espirituales fluyen a nosotros y nos fortalecen sin ser compelidos. (Véase D. y C. 121:46.)
Cuando asistimos a nuestras reuniones con un deseo sincero, fortalecemos a otras personas y a la vez recibimos fortaleza de ellas. Cuando estudiamos a conciencia las Escrituras, sobrepasamos las esferas del tiempo y del espacio y aprendemos de los testimonios y de las experiencias de aquellos que se han ido de esta vida antes que nosotros.
Y cuando somos dignos y recibimos nuestras ordenanzas y convenios en los templos sagrados del Señor, nos ponemos en una línea directa para recibir seguridad, poder y fortaleza espirituales. Pero debemos desear hacer estas cosas; otros no las pueden hacer por nosotros. Nuestros antepasados pioneros vivieron con el espíritu y registraron sus experiencias, y nosotros también podemos hacer lo mismo.
Tomado de un discurso pronunciado en la Universidad Brigham Young el 23 de julio de 1985.
























