Un asunto de reciprocidad

Marzo 1987
Un asunto de reciprocidad
Por el élder William Grant Bangerter
De la Presidencia del Primer Quórum de los Setenta

William G. Bangerter

Nosotros reclamamos el derecho de adorar a Dios todopoderoso conforme a los dictados de nuestra conciencia, y concedemos a todos los hombres el mismo privilegio; adoren cómo, dónde o lo que deseen.

Por lo que se ve, no todo el mundo le guarda simpatía a la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. De hecho, existen algunos grupos a quienes les parece que la Iglesia y sus feligre­ses representan a la más detestable de todas las religio­nes. Algunos consideran que somos una viva repre­sentación de los poderes del mal, y otros piensan que se rendiría un servicio a Dios si se hiciera desaparecer nuestra religión. En las Escrituras se predice: “Os ex­pulsarán de las sinagogas; y aun viene la hora cuando cualquiera que os mate, pensará que rinde servicio a Dios”. (Juan 16:2.)

Por supuesto, y no obstante lo anterior, también hay muchos que poseen un sano juicio y reconocen que los verdaderos Santos de los Últimos Días son gente benigna y escogida, de grandes cualidades dig­nas de ser emuladas, y que representan a una poderosa fuerza para bien en el mundo. Pero la verdad es que, aun en nuestra época, nuestra gente está frecuente­mente expuesta a la crítica y el ridículo desmedidos y es acosada con el más deplorable de los descaros. Era así en los días de José Smith, y también durante los días de mi niñez, al igual que en la actualidad, y debemos reconocer que dicha oposición continuará en el futuro.

¿Cómo, entonces, podremos defendernos del anta­gonismo? ¿Cómo podremos responder ante las voces de la oposición, el escarnio y aun el odio con que se nos trate? ¿Cómo podremos hacernos entender? ¿Qué respuestas daremos?

Quiero deciros, hermanos, que existen respuestas dignas y apropiadas. Estas pueden servir de herramien­tas poderosas para fomentar una mejor comprensión de la Iglesia y finalmente convertir a otros a la verdad que representamos. No sólo nos interesa que los de­más simpaticen con nosotros, sino que nuestro gran propósito es ayudarlos a comprender el plan que Dios ha revelado y motivarlos a vivirlo.

El respeto a los que pertenecen a otras religiones

Hace varios años, durante la inauguración del Templo Jordán River, encontré ocasión para reflexio­nar por algunos momentos mientras veía que el presidente Gordon B. Hinckley saludaba a un grupo de ministros de otras iglesias. Después de que él les había dado la bienvenida y les había expresado el aprecio que sentíamos por la labor que realizaban al ayudar a tantos a buscar la rectitud, los invitó a que hicieran las preguntas que desearan. Dos o tres miembros de aquel grupo, olvidando guardar la debida compostura, ya que se trataba de una situación afable y de que se les había invitado a un cordial intercambio, lanzaron ciertas preguntas de tono antagónico y sarcástico. Pe­dían que el presidente Hinckley les diera una explica­ción justificable de la declaración que aparece en el testimonio de José Smith, cuando, estando en la pre­sencia del Padre y del Hijo, escuchó que todos los profesores de religión eran corruptos. El presidente Hinckley les aclaró que no era eso lo que había dicho el Señor.

Al reflexionar sobre esa misma interrogante, yo también me he preguntado: ¿Creemos realmente que todos los ministros de otras iglesias son corruptos? Por supuesto que no. No fue eso lo que José Smith tuvo la intención de transmitir. Si se lee cuidadosamente ese pasaje, uno se da cuenta de que nuestro Señor Jesu­cristo se estaba refiriendo únicamente a aquel grupo de ministros que vivía en la misma comunidad a la que pertenecía José Smith, quienes altercaban y se contra­decían unos a otros sobre cuál era la iglesia verdadera. Fue el Salvador mismo (no José Smith) el que dijo: “con sus labios me honran, pero su corazón lejos está de mí; enseñan como doctrinas los mandamientos de hombres, teniendo apariencia de piedad, más negan­do la eficacia de ella”. (José Smith-Historia 19.)

Es evidente que siempre ha habido, incluso hasta el día de hoy, muchos hombres y mujeres devotos y ho­norables en otras iglesias, que luchan por alcanzar su salvación eterna y que sirven con sinceridad e integri­dad a sus congregaciones. Obviamente, José Smith sostenía cordiales relaciones con ministros de otras religiones, tanto que varios de ellos se unieron a la Iglesia, como Sidney Rigdon, John Taylor, Parley P. Pratt y otros más, en los Estados Unidos de América y en Inglaterra. Desde luego que hubo otros que no se unieron, pero ejemplificaron la actitud cristiana de la tolerancia. Así como ellos, existen muchos hoy.

Es un hecho, sin embargo, que los miembros y mi­nistros de varias de las religiones más prominentes trataron cruelmente a José Smith. Estos individuos lo embrearon y emplumaron, pelearon contra él y contra su gente, lo encarcelaron y acosaron, instigando final­mente su muerte y martirio. En esta época, hay algu­nos que siguen el mismo patrón de ridiculización y persecución; sin embargo, sus manifestaciones antagó­nicas no deben distorsionar nuestra comprensión ni alterar nuestra conducta.

¿Reciben inspiración de Dios los ministros de otras iglesias? Por supuesto que sí, si son personas justas y sinceras. ¿Cumplen ellos también con una buena fina­lidad? Claro que sí. En su diario, Wilford Woodruff registra cierto incidente que ocurrió mucho antes de que él conociera la Iglesia:

“Los habitantes de Connecticut. . . pensaban que el creer en alguna religión o unirse a alguna iglesia que no fuera la Presbiteriana constituía una práctica malé­fica. No creían en los profetas, ni en los apóstoles/ni en ninguna clase de revelación, como se tenía en los días de Jesús, y como tenemos hoy día en la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

“Había un anciano llamado Robert Masón en Connecticut, que, a pesar de todo, pensaba en forma dis­tinta a los demás. El creía que era necesario tener profetas, apóstoles, sueños, visiones y revelaciones en la iglesia de Cristo, tal y como los había tenido entre la gente de tiempos antiguos; y creía que el Señor ‘ levantaría un pueblo y una iglesia en los últimos días que tendría profetas, apóstoles y todos los dones, po­deres y bendiciones que jamás había contenido en cualquier época en la historia del mundo.

“La gente se refería a este hombre como al viejo profeta Masón. . .

“Este profeta oraba con gran frecuencia y tenía sue­ños y visiones, y el Señor le mostró, por medio de visiones, muchas cosas que sucederían en los últimos días.” (Leaves from My Journal, Salt Lake City: Juvenile Instructor Office, 1882, págs. 1-2.)

¿Pueden los ministros de otras iglesias invocar las bendiciones de Dios sobre sus feligreses? Definitiva­mente sí. Todos encomiamos la labor y el servicio realizados por grandes hombres como Juan Wesley y su hermano Carlos Wesley, fundadores de la secta meto­dista; Martín Lutero, Juan Huss, Juan Wiclef, Ulrico Zwinglio, Juan Calvino* y muchos otros a quienes el Espíritu de Dios iluminó para que trajeran luz y verdad a un mundo sumido en tinieblas espirituales.

Por medio del capítulo 13 del libro de 1 Nefi nos enteramos que Cristóbal Colón obró bajo la influencia del poder de Dios para llevar a cabo el descubrimiento para el cual se le había preordenado y preparado.

El Señor hizo esto mucho tiempo antes de los días de José Smith.

¿Se derrama el Espíritu de Dios sobre aquellos que no son miembros de la Iglesia? Desde luego que sí, cuando lo buscan con fe y rectitud. “Porque”, como enseña nuestra doctrina, “la palabra del Señor es ver­dad, y lo que es verdad es luz, y lo que es luz es Espíritu, a saber, el Espíritu de Jesucristo.

“Y el Espíritu da luz a todo hombre que viene al mundo; y el Espíritu ilumina a todo hombre en el mundo que escucha la voz del Espíritu.” (D. y C. 84:45-46; cursiva agregada.)

¿Contesta el Señor las oraciones de los que no son miembros? Millones de personas han dado testimonio de que así es.

Debe servirnos de instrucción el recordar que la historia de la religión es un registro de conflictos y controversias. Las diferentes opiniones sobre religión han sido causa de tantos males como lo han sido aque­llas sobre política. Obrando en el nombre de Dios, según declaraban ellos, los proponentes religiosos ma­taron al Salvador y a muchos profetas y apóstoles, torturaron y martirizaron a los cristianos, conquista­ron y destruyeron naciones enteras y pelearon en las sangrientas guerras de la Reforma.

Se dice que para el año 1648, al celebrar los Trata­dos de Westfalia después de una guerra que sostuvie­ron por treinta años grupos facciosos católicos y pro­testantes de Alemania y Austria, la primera se había convertido en una tierra inútil y que no menos de la mitad de la población había podido sobrevivir. En nombre de la religión, e invocando el nombre de Dios, aquellos sacerdotes y ministros religiosos habían iniciado la Inquisición Católica contra los herejes – refiriéndose a aquellos que no aceptaban la suprema­cía de la iglesia de Roma.

La historia de la religión, que debió haber sido una relación de la propagación de las buenas nuevas, nuevas de gran gozo y paz, se convierte con demasiada frecuencia en una historia de incesante terror, de odio, de tortura, de persecución, de guerra y holocaus­tos. De las páginas del Antiguo Testamento y del Libro de Mormón, y de lo que la historia secular apor­ta, se desprende la evidencia de que la humanidad no ha cambiado mucho en su estilo de justificar sus actos impíos, que supuestamente ha llevado a cabo en nom­bre de la religión.

En su segundo discurso inaugural al asumir la presi­dencia de los Estados Unidos de América, Abrabam Lincoln hizo ciertas observaciones muy inteligentes sobre las actitudes del pueblo durante la Guerra Civil de este país:

“Todos [los habitantes tanto del norte como del sur de los Estados Unidos] leen la misma Biblia, oran al mismo Dios y le suplican que los defienda del bando opuesto … No podían recibir ambos la misma res­puesta a sus oraciones, ni ninguno de los dos ha recibi­do una respuesta plena.

“El Todopoderoso tiene sus propios propósitos.” (Citado en Cari Sandberg, Abraham Lincoln: The War Years-lV, New York: Harcourt, Brace and Company, 1939, pág. 92.)

Las normas de conducta de nuestro orden social actual se ejemplifican en la descripción del general Thomas J. Jackson, quien era una hombre muy reli­gioso y de quien se dice lo siguiente:

“La reverencia que guardaba el señor Jackson hacia el Día de Reposo llegaba a tal extremo, que nunca le enviaba a su esposa una carta que tuviera que estar en el correo el día domingo, ni abría una carta de ella si la recibía en un día domingo. Sin embargo, y según decía él, con la bendición de la misericordiosa Provi­dencia Divina, sí peleaba, mataba y destruía al enemi­go en un Día de Reposo si, a su parecer, era hora de castigarlo.” Es así como muchos tratamos de justificar nuestros actos en nombre de la religión.

“Se trata de un asunto de reciprocidad”

Entonces, ¿cómo debemos tratar a aquellos que es­tán llenos de amargura y antagonismo o que conside­ran a los mormones como a una secta extraña y protes­tante, que declaran que no somos cristianos, que señalan los episodios trágicos de nuestra historia o apuntan a los apóstatas que han cometido actos espan­tosos en nuestra propia época?

Hace varios años, nos ocurrió algo muy interesante a mi familia y a mí cuando regresábamos de servir una misión en Brasil. Teníamos nueve hijos, y el barco en que viajábamos llevaba solamente unos cuarenta pasa­jeros, por lo que nos distinguíamos muy bien. Aconte­ció que había otros tres ministros a bordo, cada uno de los cuales se acercó a mí durante los primeros días y me pidió que habláramos sobre las creencias del mormonismo. Al parecer, no estaban tan interesados en averiguar lo que cada uno de los tres creía, pero que­rían saber en qué creíamos nosotros.

Con cierta cautela, debido a que no me había rela­cionado mucho con los ministros de otras religiones, hice los arreglos para que nos reuniéramos los cuatro y nos sentáramos a conversar. La entrevista se desenvol­vió en un tono muy compatible y amigable y yo me concreté más que todo a contestar todas sus preguntas. Yo había supuesto que plantarían fuertes argumentos en contra de la Iglesia, respaldados con escrituras y que me sería muy difícil sostener mi posición. Más fue todo lo contrario, ya que, en tono muy afable y cortés, me hicieron varias preguntas, y resultó que pude con­testar cada una. No me había dado cuenta antes de lo bien informado que estaba en cuanto a mi doctrina.

Después de unos minutos y conforme avanzó la con­versación, empezaron a dirigirse el uno al otro para hacer comentarios como: “¿No es eso interesante? Sa­be la respuesta a toda pregunta que se le haga”. Y continuaron repitiendo el mismo comentario una y otra vez, hasta que terminamos sintiéndonos todos satisfechos y quedando como amigos.

No obstante haber sostenido aquella conversación, dos o tres días después me abordó nuevamente uno de ellos, y expresó: “He estado pensando en todo lo que nos dijo hace unos días y me he preguntado si estará correcto eso de saberlo todo. Creo que tal vez usted sepa demasiado, y no creo que el Señor quiere que lo sepamos todo”. Me percaté de que se sentía molesto, y uno o dos días después me habló nuevamente. Esta vez me dijo: “He estado meditando sobre sus palabras, y he llegado a la conclusión de que lo que enseña cons­tituye una peligrosa herejía”.

No estaba preparado para escuchar aquello, como debería haberlo estado, y bastante herido le pregunté cuál era la razón de que otras religiones no estuvieran dispuestas a contar a los Santos de los Últimos Días entre los de su misma hermandad. Con el ánimo bas­tante agitado, replicó: “Porque quiero que sepa que se trata de un asunto de reciprocidad”. No fue sino hasta entonces que comprendí lo que decía. Nosotros nunca tratamos de hacerlos sentir como a nuestros herma­nos; no los reconocemos como la iglesia verdadera de Jesucristo y, por lo tanto, los ofendemos con algunas de nuestras enseñanzas. No creo que deba ser de otra manera, pero él tenía razón para sentirse de esa manera

¿Qué podemos hacer para promulgar la amistad y la comprensión, e incluso el aprecio y finalmente la aceptación de los principios que enseñamos?

Primero, no debemos actuar como lo hacen ellos.

Si nos critican y demuestran hostilidad, no debemos responder en la misma manera. En la relación que he tenido con muchos misioneros a través de los años, he aprendido que ellos tienen su propio idioma; algunos de estos “propios idiomas” son peores que otros, pero todos emplean frases que pueden resultar ofensivas. Fui presidente de misión en Brasil, y los misioneros habían dado en llamar “padres” a los sacerdotes de la iglesia predominante, diciendo “PD” para abreviar al referirse a ellos.

Aquello me pareció ofensivo, y estoy seguro de que lo sería para los miembros de esa iglesia. Eran gente con creencias y tradiciones muy sinceras y profundas, y no era cristiano poner un sobrenombre a sus sacerdotes.

Recuerdo que hace unos cuarenta y seis años, cuan­do acababa de llegar a la primera ciudad donde fui misionero, en el sur de Brasil. Habíamos tomado el tranvía en el centro de la ciudad, y unos compañeros nos mostraban el camino hacia nuestro lugar de resi­dencia. En aquellos días, todos los hombres usaban sombrero en Brasil. Así qué nuestros compañeros nos dijeron: “Cuando vean que los hombres que van en el tranvía se quitan el sombrero por segunda vez, esa es la señal de que tienen que bajar en la parada siguien­te”. Lo que esto significaba era que el tranvía pasaba enfrente de dos iglesias y al pasar por cada una todos los hombres se quitaban brevemente el sombrero en señal de respeto. ¡Qué gran lección fue aquélla! Y debería ser una lección para todos nosotros, para que aprendamos a apreciar y comprender a otras personas.

¿Cómo son nuestros propios modales cuando criti­camos con el pensamiento a personas que no los tie­nen? El consejo para los Santos de los Últimos Días se dio muy claramente en este pasaje de las Escrituras:

“Pero yo os digo: No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuél­vele también la otra. . .

“Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y abo­rrecerás a tu enemigo.

“Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen;

“para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos.” (Mateo 5:39, 43-45.)

Otra cosa que siempre tenemos que recordar en nuestro trato con los demás es que no debemos dejar que la ira nos domine. El enojo enardecido altera la razón y anula la prudencia. Todos somos propensos a la ira, pero debemos aprender a dominarnos antes de actuar. Muchas veces he pensado que el “grado de ebullición” de un misionero joven es muy bajo cuando observa algo que le parece ofensivo para él o su reli­gión; pero fácilmente nos olvidamos de que también nosotros podemos ofender a los demás. En algunos casos, nuestra doctrina resulta ofensiva para otras personas.

En una ciudad de Brasil, los misioneros se enteraron de que un ministro protestante publicaba y distribuía folletos en los que se desacreditaba a la Iglesia; era un tipo de calumnia que, en general, la gente de los Estados Unidos hubiera rechazado, porque nuestra re­ligión ya se conoce bastante bien y no se da crédito a esas historias ridículas. Pero los brasileños de aquel lugar empezaron a tener ideas distorsionadas de la Iglesia, y los misioneros querían hacer algo para sacar­los de su error. Les aconsejé que tomaran un ejemplar del folleto y fueran a ver al ministro.

Después de ciertos esfuerzos, lo encontraron y le preguntaron: “¿Es usted el responsable por este folle­to?” Él les contestó con evasivas y obviamente un poco abochornado. Entonces ellos le dijeron: “Quere­mos que sepa que representamos a La Iglesia de Jesu­cristo de los Santos de los Últimos Días y que esta información no es verídica; esto no es lo que nosotros creemos. Aunque no nos gusta que se desparramen esas falsedades sobre nuestra religión, en realidad nos es fácil explicar la verdad a las personas que han leído su folleto, y cuando lo hacemos, la gente se forma un mal concepto de usted. Si quiere seguir publicándolo, hágalo; a nosotros no nos hace gran daño y, en cierto sentido, más bien nos ayuda. Pero preferiríamos que no lo hiciera”. Con eso resolvieron el problema.

En otra ocasión, dos misioneros jóvenes e inexper­tos habían ido a comenzar la obra misional en una ciudad. La gente del lugar era casi toda católica, y, según decían, la feligresía estaba dominada por el obispo. Cuando los misioneros salían a repartir folletos y conocer a los habitantes, con frecuencia les pre­guntaban:

– ¿Sabe el obispo de lo que ustedes están haciendo?

-No sabemos -contestaban ellos.

– ¡Ah! -decían -. Vamos a ver qué pasa cuando se entere.

Un día les cayó la bomba. Un sacerdote católico llegó a su casa con una carta que, en esencia, decía: “Quisiéramos saber con qué autoridad han venido us­tedes a esta comunidad y han empezado a enseñar su doctrina, sin haber solicitado permiso del obispo que está a cargo de la zona. Por este motivo, los citamos a una reunión especial que tendrá lugar en la Catedral Católica”. ‘

Los jóvenes llamaron a la casa de la misión.

– Presidente, ¿qué hacemos? ¿Puede venir a ayu­damos?

-No – les contesté -, no puedo. Pero ellos les han ofrecido una oportunidad de explicar nuestras creen­cias. Y para eso se les mandó a ustedes ahí ¡no es verdad?

-Sí, pero ¿qué hacemos? ¿Qué les decimos?

-Yo íes mandaré a mi ayudante para que los acom­pañe. Acepten la invitación, pero impongan dos condiciones: Díganles ‘Tendremos mucho gusto en ir si ustedes están dispuestos a tratarnos cortésmente y a damos la oportunidad de explicarles nuestras creencias’.

En la reunión había doscientas o trescientas perso­nas, todas gente de influencia en la ciudad. El sacer­dote que estaba a cargo de dirigirla se puso de pie y, sin ceremonias, dijo:

-Estos dos jóvenes andan por aquí predicando su religión, y por ese motivo los hemos reunido a ustedes para que ellos nos expliquen lo que enseñan.

Entonces les tocó el turno a los élderes, que habla­ron de la Apostasía, la Restauración y el Libro de Mormón. Al finalizar dijeron:

– Si ustedes leen el Libro de Mormón y oran al respecto, el Señor les hará saber que es verdadero.

Un sacerdote que estaba en la parte de atrás del salón se puso en pie de un salto y exclamó:

– ¡No, no no! ¡Ninguno de ustedes puede leer ese libro!

Todos los presentes soltaron la carcajada. Sólo hu­bo un problema, y tuvo lugar después de la reunión cuando un adventista del séptimo día se enfrascó en una discusión acalorada con uno de los sacerdotes ca­tólicos. Nuestros misioneros, en cambio, tuvieron varias conversaciones agradables con los asistentes, y de allí en adelante no hubo más problemas para hacer proselitismo en la ciudad.

Tercero, no debemos envolvernos en disputas, por­que esto nunca conduce a un entendimiento.’Escuché una vez al presidente Harold Wright, que fue recien­temente relevado de su cargo como presidente del Templo de Mesa, Arizona. A lo largo de los años ha sido presidente de estaca y representante regional, y ha tenido mucho contacto con personas que no eran miembros de la Iglesia. Él contó que durante muchos años, cada vez que iba a las conferencias generales, notaba que en los alrededores de la Manzana del Tem­plo había personas que entregaban a la gente folletos que contenían material en contra de la Iglesia, y se fijó en un hombre en particular a quien veía todos los años allí. En una ocasión se puso a conversar con él y se enteró de que era un ministro religioso de Los An­geles; esas conversaciones continuaron en todas las conferencias, y al fin se desarrolló entre ellos cierta amistad. Un día le preguntó al ministro:

– ¿Ha asistido alguna vez a una sesión de la confe­rencia?

Al decirle el hombre que no, el presidente Wright volvió a preguntarle:

– ¿Le gustaría entrar?

-Sí, me gustaría mucho -fue la respuesta.

El hermano llevó al hombre a la sesión, y luego contó que éste le había comentado repetidas veces que había sentido allí una influencia que jamás había ex­perimentado en su vida. Que yo sepa, el ministro no se ha convertido, ¡pero qué hermosa la manera en que el presidente Wrigbt respondió a esa diferencia de opiniones!

Cuarto, es preciso que reconozcamos las oportuni­dades que se nos presentan de enseñar y testificar. La gente que expresa opiniones adversas a la Iglesia nos hace saber en esa forma que por lo menos piensa en ella. En Brasil les enseñamos a los misioneros a con­vertir el rechazo en una oportunidad de enseñar. A menudo, después de haber sido recibidos amablemen­te en una casa dos o tres veces, un día el jefe de familia los despedía de la puerta, diciéndoles:

– Hemos decidido no hablar más de religión con ustedes.

Les habíamos enseñado a los misioneros a expresar lo que sintieran al oír esas nuevas tan decepcionantes, y decían algo como esto:

– ¡Ah, lamentamos mucho que no quieran seguir estudiando con nosotros. Hemos disfrutado de su compañía, y ustedes han sido siempre muy amables.

-Aquí, el hombre se sentía obligado a decir tam­bién algo agradable; entonces los misioneros agrega­ban:

¿Nos permitiría entrar un momento a saludar a su familia? Le prometemos que no nos quedaremos mu­cho tiempo.

Una vez dentro de la casa, sin tratar de presentarles otra lección decían:

-Ustedes han sido muy amables y queremos agra­decerles por ello. Pero antes de irnos, por el llama­miento que tenemos, sentimos la responsabilidad de decirles lo que el evangelio significa para nosotros.

A continuación les explicaban el porqué de sus creencias.

– ¿Recuerdan que cuando José Smith se arrodilló junto a su cama para suplicar al Señor, un ángel se le apareció? Entre otras muchas cosas, le dijo que venía de la presencia de Dios, que tenía una obra para él, una misión por causa de la cual su nombre se conoce­ría para bien o para mal entre todo pueblo. (Véase José Smith-Historia 33.) ¿Y se acuerdan de lo que el Profeta le contestó al ángel?

Ellos decían que seguramente le habría dicho que haría lo que Dios quisiera.

-Exactamente – contestaban los misioneros-. No le dijo: “¡Pero, ángel, yo no quería tener ninguna misión! Sólo quería hablarle un poco al Señor”. Nadie le contestaría así a un ángel, ¿verdad? Por eso debe­mos decirles que algún día ustedes llegarán ante Dios y Él les preguntará por qué no escucharon Su mensaje. No sabemos lo que le contestarán, pero les pedimos que no rechacen el evangelio sin haberse arrodillado a orar y preguntarle al Señor qué quiere El que hagan. ¿Lo harán?

Después de hacerlo, muchas de las personas que habían decidido no escuchar más a los misioneros se unían a la Iglesia.

Quinto, debemos prepararnos. A menudo recuerdo al hermano Herschel Pedersen, que hace muchos años era estrella de baloncesto en la Universidad Brigham Young, y que contaba que una vez se encontraba co­miendo el almuerzo y leyendo las Escrituras en el lugar donde trabajaba, cuando un individuo de aspecto rudo se detuvo en la puerta, lo miró y le dijo:

– ¿Así que está leyendo esa sandez?

– ¿Y usted qué sabe de estos libros? – le preguntó el hermano Pedersen.

-Sé todo lo que hay que saber – contestó el hom­bre.

-¿Ah, sí? Bueno, dígame entonces de qué color serán las vestiduras del Señor cuando venga por se­gunda vez.

– Eso es fácil — dijo su interlocutor—; blancas, por supuesto.

El hermano Pedersen le respondió:

– Eso no es lo que dice en este libro.

– ¿Ah, no? ¿Y de qué color van a ser?

– ¿Por qué no trata de averiguarlo usted mismo?

Y no se lo dijo. Una o dos semanas más tarde, el hombre volvió listo para continuar la conversación y, después de un rato, le preguntó:

– Dígame, ¿usted cree que hay alguna esperanza para un tipo como yo?

Se podrían hacer preguntas que se hayan estudiado, analizado y respondido con anticipación. Por ejem­plo, ¿qué entendería una persona que no fuera miem­bro de la Iglesia del siguiente pasaje de las Escrituras?

“Acontecerá en lo postrero de los tiempos, que será confirmado el monte de la casa de Jehová como cabe­za de los montes, y será exaltado sobre los collados, y correrán a él todas las naciones.” (Isaías 2:2.)

Nosotros sabemos muy bien lo que quiere decir, e inmediatamente se presenta en nuestra mente una imagen del Templo de Salt Lake. Pero si no fuéramos miembros de la Iglesia, ¿qué pensaríamos de esas pala­bras? No sabríamos qué pensar. Esa es una de las pre­guntas que se pueden hacer. Además, podemos pre­guntar qué quiso decir el Salvador cuando dijo esto, que se encuentra en el décimo capítulo del Evangelio de Juan:

“También tengo otras ovejas que no son de este redil; aquéllas también debo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño, y un pastor.” (Vers. 16.)

Si no fuéramos miembros de la Iglesia, esa declara­ción sería un misterio para nosotros; por lo tanto, podemos preguntar quiénes eran las ovejas de otro redil que escucharían la voz del Salvador. Y recorde­mos que nosotros sabemos la respuesta.

Sexto, es fundamental que expresemos nuestro testimonio. No podemos responder a todas las pregun­tas, pero para tener un testimonio no es necesario saberlo todo. Si desconocemos una respuesta, demos nuestro testimonio; quizás el que hizo la pregunta no nos crea, pero al menos sabrá que la fe que profesamos es sincera.

Séptimo, debemos vivir nuestra religión. Cada uno de nosotros debe vivir de tal manera, que otras perso­nas puedan ver los principios que profesamos manifes­tados en nuestra conducta.

Hace muchos años, cuando yo estaba en las fuerzas armadas, creo que entre mis compañeros que no eran miembros de la Iglesia no había ninguno que no supie­ra que yo sí lo era y que había sido misionero; todos me trataban con respeto y admiraban mis normas. Durante los años en que estuvimos juntos, no creo haberles dado nunca motivo para pensar mal de la Iglesia.

Uno de aquellos compañeros se unió a la Iglesia, a pesar de que nunca se lo prediqué con palabras, sino que otra persona se lo enseñó; pero supongo que ha­bría recordado al joven de nombre Bangerter que era mormón, y también la forma en que vivía. Así lo espero.

No nos disculpamos

Quisiera aclarar nuestra posición. Aunque debemos tratar a los demás con bondad, tolerancia y respeto, es necesario que nos mantengamos firmes en aquello que se nos ha revelado. No nos disculpamos por no creer en las doctrinas y principios de otras iglesias; podemos hablar de ello amistosamente, pero no tenemos por qué excusarnos. No fuimos nosotros quienes iniciamos la Restauración, sino Dios. Si los demás no estiman verdadera la Iglesia o la doctrina, nosotros de todas maneras sabemos que lo es.

Algunas personas no quieren aceptar que el evange­lio ha sido restaurado; hay quienes se ofenden con la idea de que en la actualidad hay profetas y apóstoles; otros detestan el concepto de que Dios pueda hablar desde los cielos nuevamente. No sé por qué, pero supongo que las tradiciones a las que se aferran fomen­tan esa actitud hasta el punto en que les resulta ofensi­vo oír hablar de la Restauración.

No obstante, nosotros sabemos lo que Dios nos ha dicho: que en estos últimos días ha sacado a luz la plenitud de su evangelio sempiterno a fin de preparar a los seres humanos para volver a Su presencia y ser exaltados en Su reino celestial. Nuestro testimonio es que Dios vive, que Jesús es realmente nuestro Salva­dor y Redentor y que José Smith fue llamado como instrumento de Dios para llevar a cabo la Restaura­ción en los días postreros. Los Santos de los Últimos Días entendemos estas verdades y debemos ser fieles a ese entendimiento; □

* Juan Wesiey [teólogo y predicador protestante inglés, 1703-1791] y su hermano Carlos Wesley [predicador protestante inglés, 1707-1788], fundadores de la secta metodista; Martín Lutero [reformador religioso alemán, 1483-1543], Juan Huss [teólogo y reformador checo, 1639-1415], Juan Wiclef [reformador religioso inglés, uno de los precursores de la Reforma, 1324-1384], Ulrico Zwinglio [reformador suizo, 1484-1531], Juan Calvino [reformador francés, 1509-1564].

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