Conferencia General Abril 2001
“Para testificar de mi Unigénito”
Élder L. Aldin Porter
De la Presidencia de los Setenta
“El testimonio espiritual del libro de Escrituras nefita siempre proporcionará la certeza de la existencia del Salvador”.
Nosotros, los Setenta, quisiéramos extender una calurosa bienvenida a los hermanos que hoy fueron sostenidos para formar parte de los cinco quórumes de los Setenta.
Somos bendecidos, hermanos y hermanas, al vivir en un mundo en el que casi a diario se hacen anuncios del progreso logrado contra las enfermedades y otras amenazas para la humanidad. Parece haber una marcha casi interminable de las cosas que el hombre ha logrado para acabar con los obstáculos hacia una vida larga y saludable. La mayoría de nosotros nos hemos llegado a acostumbrar a un torrente casi constante de maravillas.
No obstante, con todo ello, también afrontamos una avalancha despiadada de distracciones que destruyen el alma, como la pornografía, el uso ilegal de las drogas y el abuso del cónyuge y de los hijos. Pasan ante nosotros falsas filosofías que se pregonan como las respuestas nuevas y modernas a los problemas del mundo.
Los extensos recursos para la comunicación que el Señor ha revelado para nuestros días se han designado, en su mayor parte, para propósitos malignos. La palabra impresa, la televisión y los videos, y ahora Internet, constantemente traen a nuestros hogares material que contaminará nuestras almas y destruirá nuestras vidas. En el pasado, nuestros hogares han sido por lo general refugios en contra de las cosas del mundo. A fin de retener esa paz ahora es necesario tener vigilancia casi constante.
Sin embargo, tenemos gran razón para sentir optimismo. No nos encontramos indefensos en contra de esos elementos perversos que nos causarían pesar y desesperación en esta tierra y que nos privarían de las alegrías en la eternidad venidera.
“Jesús les dijo: Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás” (Juan 6:35).
“Este es el pan que desciende del cielo, para que el que de él come, no muera.
“Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo” (Juan 6:50–51).
Él es la respuesta a los deseos vivos que el corazón humano tiene de recibir certeza; Él es la respuesta a nuestros pecados individuales y a nuestros pesares.
Él es nuestro Protector en un mundo que cada vez trata de resolver los problemas mediante la violencia; Él es nuestro Protector en un mundo donde la mente de muchos constantemente está llena de maldad. Tenemos la palabra de Dios para dirigirnos, consolarnos y darnos esperanza para el futuro. Hay tanta luz, pureza y virtud en el futuro, y con el tiempo, la violencia desaparecerá, porque de seguro, el cordero se acostará con el león.
Naturalmente, el Señor vio nuestros días; vio los efectos devastadores de la transgresión y Él profetizó que proporcionaría protección para su pueblo.
A Enoc le habló de los últimos días —días de maldad y de venganza— y Él dijo:
“y llegará el día en que descansará la tierra, pero antes de ese día se obscurecerán los cielos, y un manto de tinieblas cubrirá la tierra; y temblarán los cielos así como la tierra; y habrá grandes tribulaciones entre los hijos de los hombres, mas preservaré a mi pueblo;
“y justicia enviaré desde los cielos; y la verdad haré brotar de la tierra para testificar de mi Unigénito, de su resurrección de entre los muertos, sí, y también de la resurrección de todos los hombres; y haré que la justicia y la verdad inunden la tierra como con un diluvio, a fin de recoger a mis escogidos de las cuatro partes de la tierra…” (Moisés 7:61–62).
¿Se fijaron que Él dijo: “la verdad haré brotar de la tierra”? ¿Para qué? “Para testificar de mi Unigénito”.
El Libro de Mormón se compiló y se tradujo para nuestros días; brotó de la tierra, como fue profetizado, para bendecir y guiar la vida de la gente de hoy; vino en el día y en la época en que el Señor sabía, cuando las tribulaciones causadas por la iniquidad serían sumamente intensas.
Cuando Moroni terminó la enorme obra de su padre y de otros, hizo una promesa que se ha compartido extensamente en una multitud de idiomas, pero que me temo se ha vuelto muy común entre nosotros. La aprendemos en la Escuela Dominical, en seminario, en las noches de hogar e incluso la memorizamos como misioneros. Pero hoy quiero que escuchen esta promesa mientras la leo, como si nunca la hubieran escuchado.
“Y cuando recibáis estas cosas, quisiera exhortaros a que preguntéis a Dios el Eterno Padre, en el nombre de Cristo, si no son verdaderas estas cosas; y si pedís con un corazón sincero, con verdadera intención, teniendo fe en Cristo, él os manifestará la verdad de ellas por el poder del Espíritu Santo” (Moroni 10:4).
Ésta es la promesa, que nuestro Padre Eterno nos dará una manifestación de la verdad, una revelación personal de consecuencias eternas.
El Libro de Mormón fue dado para convencer al judío y al gentil de que Jesús es el Cristo, que se manifiesta a sí mismo a todas las naciones. No traten ligeramente las revelaciones de Dios.
No traten a la ligera esta asombrosa promesa. Les testifico con solemnidad que esta promesa se ha cumplido no sólo en mi vida sino en la vida de miles e incluso de millones de personas.
Ustedes descubrirán que cuando se cumple la promesa de Moroni y se les da el conocimiento seguro de que el Libro de Mormón es en verdad la palabra de Dios, recibirán al mismo tiempo un testimonio de que Jesús es el Cristo, el Redentor y el Salvador del mundo. Jamás he sabido de una ocasión en que esto no haya ocurrido. Más aún, no creo que jamás se lleve a cabo una violación de este principio. El testimonio espiritual del libro de Escrituras nefita siempre proporcionará la certeza de la existencia del Salvador.
Con ese testimonio, nacido del Espíritu Santo, se recibirá un conocimiento seguro de que José Smith dijo la verdad cuando dijo que había visto al Padre y al Hijo aquella mañana de primavera de 1820.
El conocimiento de que Jesucristo vive y es nuestro Redentor y Salvador vale cualquier precio. Éste es el cumplimiento de la promesa de Moroni en nuestra vida.
Después de eso, mediante el estudio y la oración, nosotros podemos llegar a saber que Él nos ha dado la vida a través de la Resurrección. Llegaremos a saber que en el mundo venidero Él nos ha prometido una calidad de vida que está más allá de nuestra capacidad de comprender. Debemos entender que este testimonio sólo se obtiene mediante la obediencia a los principios y ordenanzas del Evangelio.
Lean el Libro de Mormón; empiecen a leer “con un corazón sincero, con verdadera intención”. Mediten las palabras. Deténganse a menudo y pregunten a nuestro Padre Celestial “si no son verdaderas estas cosas”. Continúen leyendo, meditando y preguntando. No será lectura fácil; habrá obstáculos a lo largo del camino; sean persistentes.
Acérquense a nuestro Padre Celestial una vez que desechen sus prejuicios y parcialidades. Dejen que su corazón sea receptivo para recibir las impresiones que provienen de fuentes eternas; muchos tesoros de inspiración les serán revelados. Con el tiempo, llegará a su corazón y a su mente una seguridad de que Jesucristo es el Hijo viviente del Padre viviente. Con ello vendrá el conocimiento de que José Smith es el profeta de la Restauración y de que hay apóstoles y profetas en la tierra hoy día. Llegarán a saber con un conocimiento seguro que el presidente Gordon B. Hinckley es el profeta para el mundo, así como el Presidente de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Ahora hago esta promesa a aquellos que estén investigando la Iglesia; a aquellos que son miembros pero que han perdido el entusiasmo por la obra y están, por lo tanto, en un estado de confusión en un mundo que está en caos moral; hago esta promesa a aquellos que, debido a la transgresión y un vivir carente de fe, han perdido la esperanza en las cosas eternas.
Cuando se reciba este sagrado testimonio, nuestro amor por el Señor incrementará y no tendrá límites; nuestro deseo de conocerle aumentará. Nos llenaremos de dolor al leer la profecía que el rey Benjamín hizo en cuanto a Él: “Y he aquí, sufrirá tentaciones, y dolor en el cuerpo, hambre, sed y fatiga, aún más de lo que el hombre puede sufrir sin morir; pues he aquí, la sangre le brotará de cada poro, tan grande será su angustia por la iniquidad y abominaciones de su pueblo.
“Y se llamará Jesucristo, el Hijo de Dios, el Padre del cielo y de la tierra, el Creador de todas las cosas desde el principio” (Mosíah 3:7–8).
Nuestros corazones estarán rebosantes de gratitud por Su sacrificio por nosotros. Esta doctrina de revelación personal no es nueva; este principio eterno se ha enseñado en épocas pasadas. “Viniendo Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos, diciendo: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?
“Ellos dijeron: Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías, o alguno de los profetas.
“El les dijo: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
“Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.
“Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos ” (Mateo 16:13–17).
Una vez que se reciba ese sagrado testimonio, ustedes verán la mano del Señor en miles de cosas.
“Y he aquí, todas las cosas tienen su semejanza, y se han creado y hecho todas las cosas para que den testimonio de mí; tanto las que son temporales, como las que son espirituales; cosas que hay arriba en los cielos, cosas que están sobre la tierra, cosas que están en la tierra y cosas que están debajo de la tierra, tanto arriba como abajo; todas las cosas testifican de mí” (Moisés 6:63).
Descubriremos gran gozo al contemplar la vida del Señor, y no tardaremos en darnos cuenta de que en verdad todas las cosas dan testimonio de Él. Más aún, en medio de nuestras pruebas y desafíos, encontraremos paz, al saber que, al final, todo saldrá bien. Encontraremos serenidad frente a la aflicción; encontraremos esa serenidad en la vida a pesar de que el caos se arremoline a nuestro alrededor.
Tal es el poder de una atestiguación y un testimonio de que Jesús es el Cristo, el Redentor, nuestro Intercesor ante el Padre, el Unigénito del Padre en la carne, el Salvador mismo del mundo.
Doy testimonio de Él. Testifico que Él vivió, que murió, que salió de la tumba como ser resucitado; y que nos ha otorgado la resurrección y la promesa de una vida eterna de gozo y satisfacción mediante la obediencia a las leyes y ordenanzas del Evangelio, que de nuevo han sido reveladas en nuestros días a través de profetas vivientes.
En el nombre de Jesucristo. Amén.

























